El salón de ámbar (12 page)

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Authors: Matilde Asensi

—¡Bueno, ya está bien! —Roi quería cortar, como fuera, la verborrea de Rook, pero no lo consiguió. Lo cierto es que tanto Läufer como Rook eran, cada uno a su manera, una verdadera pesadilla. Y juntos, una epidemia de peste bubónica.

—¡DÉJALE HABLAR, HOMBRE, ROl! EL POBRE ROOK SÓLO ME HA PEDIDO UNA OPINIÓN QUE YO ESTOY DISPUESTO A DARLE.

—¡Pero no aquí y, desde luego, no ahora!

—En realidad, lo que yo quería dejar claro era la conveniencia de acercarnos por Weimar para ver si podíamos apoderarnos de esos tesoros y de ese salón. Si la crisis sigue como hasta ahora, te aseguro Roi que vas a tener que vender tu maravilloso castillo del Loira.

—¡Ya será menos! —exclamó Donna, preocupada.

—Querida Donna, tú precisamente puedes verte obligada a cerrar tu escuela y tu magnífica empresa si el Dow-Jones de Nueva York y el Mibtel de Milán continúan desplomándose. Y si tú cierras, el Grupo de Ajedrez lo iba a pasar muy mal.

—¡ES SUFICIENTE!

Roi era poco dado a gritar, pero cuando lo hacía, raro era que no se le obedeciera ciegamente. Y esta vez no fue una excepción. De nuevo la pantalla quedó detenida y yo imaginé a cinco personas petrificadas frente al ordenador en aquella pacífica mañana de domingo.

—¡Es suficiente! —repitió el príncipe, quitando las mayúsculas.

—ROOK TIENE RAZÓN, ROI.

—Yo también estoy de acuerdo... —apostilló Donna, muy afectada por la amenaza de la Torre.

—No quisiera disgustarte, Roi —intervino delicadamente Cávalo—, pero creo que todos estamos de acuerdo en que apoderarnos de los tesoros de Koch sería una buena idea. Sabemos más que nadie sobre ellos y, a fin de cuentas, somos un grupo de ladrones de obras de arte.

Roi permaneció silencioso unos instantes y, luego, quiso conocer mi opinión:

—¿Y tú qué dices, Peón? El peso fundamental de ese trabajo recaería sobre ti. ¿Te sientes capaz de afrontar un descenso a los subsuelos de Weimar?

—Lo cierto es que no.

—¿NO? ¡PERO…! ¡PEÓN, SI YO TE HE VISTO TRABAJAR! PUEDES HACERLO PERFECTAMENTE.

—No. Sigo diciendo que no.

—Explícate —me rogó el príncipe.

—Sin un mapa de esas galerías (y estoy segura de que no existe) me niego a descender yo sola a la búsqueda de unos tesoros escondidos hace más de cuarenta años. Además, ¿y si Koch hubiera puesto trampas, cargas explosivas o cualquier otro tipo de cariñoso abrazo de bienvenida? Eso sin contar con que, de haber sido fácil su localización, ése ingeniero de Weimar habría encontrado el escondite después de recorrer el laberinto durante varios días. Podría perderme, morir de hambre, caer herida o desaparecer para siempre allí dentro… No. Definitivamente mi respuesta es no.

—¿Y SI FUERAS ACOMPAÑADA…? ¡NO LO DIGO POR MÍ, CLARO! YA SABES LO MAL QUE LO PASÉ CUANDO LO DEL CASTILLO DE KUNST. MI MEJOR PAPEL LO REPRESENTO DELANTE DE LOS ORDENADORES… PERO OTRO U
OTRA
PODRÍAN ACOMPAÑARTE.

—Yo soy demasiado mayor —se apresuró a señalar Donna, en previsión de esa
otra
indicada en cursiva por Läufer.

—Yo no puedo abandonar la
city
en estos momentos de crisis.

—Tres eliminados —comenté con sorna—. Quedáis dos... ¿Roi? ¿Cávalo?

—Tengo setenta y cinco años, Peón. ¡Bien sabe Dios que estaría dispuesto a acompañarte! Pero sólo te causaría más problemas.

—¿Cávalo...?

—Cuenta conmigo.

¿Por qué comenzó a bailarme una sonrisilla floja en los labios?

—¡CÁVALO ES PERFECTO PARA ACOMPAÑAR A PEÓN!

—¡Calla, cobarde! —le dije de broma.

—¡NO, DE VERDAD! ES PERFECTO, ¡SI HABLA ALEMÁN MEJOR QUE YO!

—Bueno, yo también sé defenderme... —añadí, aunque lo cierto es que sólo sabía decir cuatro palabras—. Además, no vamos a mantener una conversación con nadie.

—De todas formas, existe un pequeño inconveniente —matizó José—: mi hija está en casa estos días. Se ha peleado con su madre y se quedará conmigo hasta Navidad.

—Entonces no podrás escoltarme.

—Buscaré la forma de arreglarlo. No te preocupes.

—De acuerdo entonces. Peón y Cávalo llevarán a cabo el trabajo.

Se notaba que Roi no estaba muy conforme con esta solución. Eso de dejarnos solos tanto tiempo, viajando juntos por ahí, teniendo como tenía yo antecedentes de lujuriosos deseos, no terminaba de convencerle. Pero no le quedaba más remedio que callar, porque Cávalo había sido el único que se había mostrado dispuesto a acompañarme. Y yo, con José, me sentía capaz de bajar adonde hiciera falta. ¿Acaso había algo más romántico que un largo paseo en penumbra... por unas viejas, sucias y malolientes alcantarillas alemanas?

—Bien, realizaremos esta operación como cualquier otra operación del Grupo. Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Pedro el Grande. —Roi se disponía a cerrar la reunión con la letanía de siempre—. Creo que vale la pena conservar este nombre. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes… excepto entre Peón y Cávalo, por supuesto. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, k cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que, como ya saben, tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.

3

Cávalo y yo caminábamos por unos largos túneles cuando, de repente, sonó insistentemente el timbre del teléfono. «Debe de ser para ti», le dije sin volverme a mirarle. Debió contestar, porque a la tercera o cuarta llamada, el ruido cesó. Seguimos avanzando hacia una puerta parecida a la del castillo de Kunst y el condenado timbre volvió a sonar. «¿Por qué te llaman tanto por teléfono?», pregunté empujando la puerta y saliendo a un prado bañado por una radiante luz de sol. «Contesta de una vez, por favor, José», supliqué nerviosa. Otros tres o cuatro timbrazos después, Cávalo contestó. Me encaminé hacia un gran árbol cuyo tronco estaba seco y agrietado. Una resquebrajadura en la corteza permitía colarse en el interior, y pude divisar unas escaleras. Pero entonces volvió a sonar el desesperante timbre del teléfono. «¡José, por favor!», exclamé enfadada, girándome hacia él. Y entonces vi que no era a José a quien tenía detrás, sino a Ezequiela. «¿Ezequiela…? ¿Qué estás haciendo en Weimar?»

Abrí los ojos sobresaltada y agucé el oído: es taba en mi propia habitación y el teléfono que sonaba era el del salón.

—¡Oh, no, maldita sea! —murmuré, haciéndome de nuevo un ovillo y metiendo la cabeza bajo la almohada.

Pero incluso así, la voz de Ezequiela, alegre como unos cascabeles, llegaba hasta mi adormilado cerebro arrancándome a tirones de la cálida conmoción del sueño.

«¡Sí, sí, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado —exclamaba seductoramente—. A las cinco, sí. No faltes, ¿eh?»

Suspiré. Era el cumpleaños de Ezequiela… Bueno, pues ya había sonado el toque de diana, me dije, y me incorporé dificultosamente intentando alejar de mí las telarañas del sueño. Aquel día iba a ser muy largo. El teléfono no dejaría de sonar, la puerta se abriría y cerraría mil veces y todas las amigas de Ezequiela vendrían a merendar cargadas de regalos, convirtiendo mi casa en una cafetería abarrotada de enloquecida tercera edad.

Salté de la cama y me dirigí a la cómoda, en uno de cuyos cajones había escondido la tarde anterior el regalo para mi vieja criada. Como nunca sabía muy bien qué comprarle, cada año me echaba a temblar cuando se avecinaba el 14 de octubre y siempre terminaba adquiriendo, a última hora, la cosa más absurda que se pueda imaginar. Pero Ezequiela, un año tras otro, aparentaba que mis regalos eran aquello que, precisamente, ella más deseaba y me hacía muchísimas fiestas y aspavientos de alegría. Esperaba que el juego de baño que le había comprado, a tono con los azulejos de su aseo, le gustara. —¡Feliz cumpleaños! —grité mientras salía de la habitación con el paquete entre los brazos.

—¡Gracias, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado.

Fruncí el ceño al escuchar la gastada frase pero el enfado se me pasó enseguida al verla venir hacia mí con los brazos extendidos y cara de beatífica felicidad. No se anduvo con remilgos: me dio dos besos rápidos y me quitó el paquete de las manos.

—¿Qué es? —preguntó emocionada mientras arrancaba el papel de regalo.

—¿Para qué me lo preguntas si estás a punto de descubrirlo? —le dije sonriendo—. ¡No te cortes, anda! Ábrelo a gusto. Voy a ponerme un café.

Desde la cocina, la oí soltar exclamaciones admirativas y no pude reprimir la misma duda que me embargaba todos los años, tal día como aquél. Unas manifestaciones tan exageradas de entusiasmo no casaban bien con un dispensador de gel, una jabonera y un vaso para el cepillo de dientes. Pero, en fin… No cabía ninguna duda de que Ezequiela era muy agradecida.

Entró en la cocina y se aupó sobre las puntas de los pies al tiempo que me empujaba hacia abajo por el hombro para plantarme otro beso más en la mejilla.

—¡Es precioso! ¡Precioso! ¡A juego con los azulejos de mi aseo! Gracias, Ana, no sabes...

Afortunadamente, el timbre del teléfono volvió a sonar y salió despedida en dirección al salón.

Allí la dejé cuando cerré la puerta de casa y bajé los cuatro escalones del zaguán. Llevaba bajo el brazo una carpeta con los últimos documentos enviados por Läufer: una amplia colección de fotografías del remozado Gauforum de Weimar y de la gigantesca Beethovenplatz, la vasta explanada en uno de cuyos flancos se hallaba situado, con marcas que indicaban todas las bocas de alcantarilla por las que se podía descender al subsuelo. Había fotografías también de las calles adyacentes y un plano ilegible del centro de la ciudad con una gran cruz señalando la ubicación del Gauforum.

A mediodía comí en un mesón cercano a la tienda; Ezequiela estaba demasiado ocupada arreglando la casa para su fiesta y preparando la merienda para sus amigas. Por suerte, en la trastienda, junto a la mesa de despacho, tenía un pequeño sofá en el que, después de estudiar detenidamente el material enviado por Läufer, me adormilé hasta la hora de volver a levantar la persiana metálica. Esa tarde tenía concertada una cita con el agente de un comprador inglés interesado en una consola española del XVIII con largas patas acabadas en garras de león. Era un mueble que, curiosamente, había adquirido por un precio muy bajo durante una subasta celebrada en Madrid. Compré el lote completo en el que venía, vendí el resto antes de abandonar la sala e incluí la hermosa consola en mi catálogo del siguiente semestre, dedicándole un espacio destacado y una maquetación gráfica cargada de filigranas. Antes de un par de semanas tenía más de veinte ofertas de compradores extranjeros.

El agente, un cincuentón barrigudo, con cara de sufrimiento y aliento etílico, estuvo examinando la consola hasta cansarse y, luego, con mejor cara, firmó velozmente la montaña de documentos que le fui poniendo delante y desapareció en un santiamén camino, supongo, del bar más cercano. Estaba terminando de cumplimentar los últimos detalles de la transacción, cuando sonó el teléfono:

—¿Ana…? Soy tu tía.

¡Dioses del cielo! ¡Me había olvidado de llevarle el dinero! ¡Los malditos ocho millones de pesetas para el artesonado del
scriptorium
!

—¿Eres tú, Ana María?

—Sí, tía, soy yo —exclamé con voz humilde.

—Ya imaginarás por qué te llamo.

—Sí, tía, me lo imagino.

—Y supongo que tendrás alguna buena explicación.

—Sí, tía, la tengo.

Juana estaba empezando a amoscarse.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¡Estupendo, pues deja de hacer la tonta! —se enrabió—. ¿Cuándo piensas traerme el cheque?

—No sé, tía, porque me voy otra vez de viaje.

—¿Cuándo?

—Pasado mañana.

—¿El viernes?

—Exacto. En cuanto cierre la tienda. Ya tengo hecha la reserva de vuelo. Pero no te preocupes, volveré el domingo por la noche, así que el lunes sin falta te acerco el dinero.

—Tomo nota —indicó desafiante—. Te espero el próximo lunes. ¡No me falles!

—¡Que no! —rezongué, aburrida de tanta insistencia.

—¡Ah!, por cierto…

¡Socorro!

—Si no me equivoco, hoy es el cumpleaños de Ezequiela, ¿verdad?

—¡Uf!

—¿Verdad? —repitió con el acento amenazador de la madrastra de Cenicienta.

—Sí...

—Pues felicítala de mi parte. Protesté débilmente.

—¡Felicítala! —ordenó.

—Si, tía.

—Bueno, te espero el lunes. Que tengas buen viaje.

—Gracias.

—¡Hasta el lunes!

—Sí, tía.

Por supuesto, me abstuve de cumplir el dichoso recado. No tenía el cuerpo para escuchar una vez más la inacabable letanía de vituperios de Ezequiela contra Juana.

El avión de Iberia despegó de Barajas a las siete de la tarde y cuando tomamos tierra en el Aeropuerto de Porto los altavoces anunciaron que eran sólo las siete y cinco minutos. ¿Sólo cinco minutos de vuelo...? Me quedé desconcertada hasta que caí en la cuenta de mi simpleza: en Portugal hay una hora de diferencia respecto a España, así que, oficialmente, sólo había tardado cinco minutos en volar de Madrid a Oporto, aunque el domingo tardaría, sin embargo, dos horas y cinco minutos en hacer el camino al revés.

Bajé del avión y subí en el autobús que me llevó hasta la terminal del aeropuerto. Allí, mientras esperaba la salida de mi escaso equipaje por la cinta transportadora, pude ver a José y a Amalia saludándome alegremente tras los cristales del fondo. José estaba guapísimo. Llevaba un largo abrigo azul marino, con una bufanda al cuello, que sólo dejaba ver las perneras de unos pantalones impecablemente planchados y unos zapatos lustrosos. Creo que el estómago me dio un vuelco, y me encontré preguntándome una vez más por qué demonios era tan endiabladamente atractivo. ¡Si al menos aquella niña no estuviera siempre presente...! Se estaba convirtiendo en un verdadero incordio.

José y yo nos dimos los dos besos de rigor y el aroma de su colonia, áspero y recio como el de todas las fragancias masculinas, despertó brevemente mis sentidos. Amalia, que vestía cazadora de piel, vaqueros y deportivas, se limitó a juntar rápidamente su mejilla con la mía y a soltar un bufido en mi oreja. Cuando me separé de ella, sin embargo, su boca exhibía una sonrisa angelical... Aquella niña debía ser de la piel del diablo y deduje que no le hacía ni pizca de gracia que me alojara en su casa los próximos dos días. Si ella se creía que lo hacía por gusto, estaba muy equivocada. Yo hubiera preferido ocupar una de las espaciosas y bonitas habitaciones del Grande Hotel do Porto (salir del baño como me diera la gana erg. uno de los motivos, por ejemplo), donde ya había estado en otra ocasión años atrás, pero Cávalo se opuso en redondo, así que, le gustara a la niña o no, viviría con su padre y con ella hasta el domingo por la tarde.

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