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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (20 page)

Que mi madre hubiera acumulado en aquella casa tantos objetos inútiles, que hubo que ordenar, valorar, reexpedir, distribuir, reciclar, regalar, llevar a la parroquia, tirar a la basura, también ayudó.

Fue la primera Farinelli en irse. Su casa resultó ser la primera que desmontamos aquel año. Sus armarios fueron los primeros que abrimos. Era tan abundante la información que salía de ellos que la operación me pareció una indecencia. Los fines de semana nos reuníamos allí hermanas y primas —porque la tarea era femenina— y embalábamos vajillas, descubríamos viejos álbumes, nos reíamos y llorábamos, porque los recuerdos eran como un río incontenible agazapado en cada objeto. Estábamos muy lejos de adivinar que aquel mercadillo se repetiría cuatro veces en ese mismo año.

—¡Chicas!... Aquí, en el cuarto de la plancha —gritaba la prima Begoña—. Venid...

Y salíamos cada una de una habitación e íbamos hacia el reclamo. Begoña sostenía una sirenita de cristal en la mano y sonreía como una boba...

—¿Os acordáis?

—Sí. La trajeron de Copenhague, aquel viaje al que fueron las cuatro hermanas. Hace mil años de aquello.

—En casa hay otra igual —añadió Lucía.

—Si no la queréis, me gustaría quedármela —dijo María.

Nos probábamos los vestidos de lamé que llevaba a las verbenas del club náutico y en cada uno de ellos los recuerdos se apropiaban de nosotras, nos traían escenas casi olvidadas de nuestra infancia.

—¿Te acuerdas de este vestido, Carmela? —me dijo mi hermana.

—Perfectamente. Lo llevaba puesto cuando vinieron los amigos franceses de la tía Carmen. Recuerdas cómo llegaron aquella mañana, cantando
La Madelón
y con muchas copas encima. Lo llevaba puesto. Estaban radiantes. Mira que eran guapas las cuatro...

—¡Eran tremendas! —añadió Begoña.

—Se lo llevan todo bailado, comido, viajado. Es una raza que se extinguirá. El mundo ya no nos permite semejante dispendio de salud.

—Pero tenemos su genética, prima, y yo pienso aprovecharla, aunque ya no se lleve.

—No sé qué decirte...

Hacia las seis de la tarde, sonaba el timbre, y aparecían ellas: las Farinelli, acompañadas de Ernesto, de algún primo o hermano que hacía de chófer y que llevaba un paquete de bollos y pasteles. Las tres tías se sentaban en el sofá, y moqueaban recuerdos de su hermana hasta que sacábamos la merienda y volvía la vida a su lugar.

—¿Quién necesita una vajilla de ositos?

—Carmela, he encontrado cuatro mantas eléctricas.

—¿Cuatro? —preguntaba incrédula.

—Pero si no usaba, le daba miedo... —añadía María.

—Pues hay cuatro...

—Las llevo a la parroquia —decía Mari Jose, que tenía auténtica obsesión por llenar las parroquias de todo lo que nos sobraba.

Durante aquellos fines de semana, me prometí a mí misma no comprar nada en los viajes, no aceptar cosas inútiles que desechaban los demás, no guardar nada que no necesitara, no seguir aficionada a aquellos trueques femeninos de dudosa utilidad y tan acostumbrados entre las Farinelli. Me hice el firme propósito de mantener a raya esa mala costumbre que tengo de dejar huella de mis pasos. Los recuerdos de cada lugar deben alojarse en la memoria y no en las estanterías. Quería ser otra y parecía que la vida me ponía en bandeja la posibilidad de reinventarme. A mi alrededor el aire tenía otra densidad. Era huérfana. Mi marido estaba a las puertas del paro. Mis hijos dejaban el hogar. ¿Dónde demonios había estado yo cuando la vida daba vueltas a mi alrededor?

Pero allí, en la vieja memoria, la que nunca descansa, la que guarda con tenacidad de alcahueta, allí, en aquella memoria, seguía alojado Mateo. Su rostro afloraba de tiempo en tiempo, regalándome una sonrisa cautivadora como si quisiera seguir teniendo un hueco en mi existencia. Yo retomaba mis quehaceres, y volvía a pensar en que no deben guardar los armarios nada que no podamos llevar puesto.

Porque, cuando las Farinelli empezaron a irse, todas las huellas de sus pasos por la vida salieron a la superficie, y yo pensé en algo que me había obsesionado desde niña y en lo que, afortunadamente, no había vuelto a pensar.

Cuando murió la abuela Luchía, la tía Amalia, imagino que buscando el consuelo indispensable que siempre buscan las Farinelli, me dijo que no tenía que estar triste porque la nonna se había ido al cielo y desde allí iba a cuidarme y vigilarme. Para redondear la sentencia añadió, con aquella seguridad que tenía la tía cuando hablaba de cosas celestiales...

—Los que están allí lo ven todo. Absolutamente todo. Por eso tienes que ser buena.

Las Farinelli siempre acunaron nuestra infancia con aquellas fábulas que se inventaban para paliar el sufrimiento. Ellas, en el fondo, se negaban a afrontar vicisitudes. Las negaban, o las enredaban entre ficciones consoladoras. Durante mucho tiempo aquello me obsesionó. Cada vez que iba a coger un duro del monedero de mi madre, el pensamiento de mi abuela contemplando el impune hurto me obsesionaba. Más de una vez frenó impulsos pecaminosos. No quiero ni hablar de lo que pasaba por mi cabeza cuando buscaba mi placer entre las sábanas. No era fácil compartir aquellos primeros desahogos sexuales con la nonna Luchía.

Con el tiempo, cuando mi padre y mi hermano se fueron, acomodé aquel pensamiento. Mis muertos iban conmigo, me ayudaban. El dolor de su ausencia había borrado el pecado. He tirado de ellos para que me acompañaran por los callejones de la vida, en los que no hay compañía posible. Pero siempre me quedó aquella sensación de tener una constante vigilancia celestial, una incómoda tutela que se extendía más allá de los confines terrenales. Y es que la familia, sin querer o queriendo, siempre extiende sus propiedades e inunda los terrenos anexos, y cuando se trata de las Farinelli, la inundación es masiva. Por eso, mientras salía a la superficie el orden íntimo de las cosas de mi madre, la imaginé viendo mis pensamientos, que no estaban del todo en su ausencia, sino en otra ausencia, la de Mateo Martínez-Lezo.

Estábamos a punto de terminar con la gestión del desalojo de recuerdos de Benalmádena y el reparto de los muebles «buenos». Ya teníamos alguien que se interesaba por el piso a un precio exorbitante gestionado por mi primo Alberto. Habíamos conseguido que María no se pusiera aquel vestido de florecitas lilas y negras, que ella llamaba «de medio luto».

Mis hijos habían vuelto a sus exilios culturales y Marina había dejado de llorar por su abuela, para pasar a suspirar por un chico que vestía como Bruce Springsteen cuando va de gira por el medio oeste y que no me gustaba nada, absolutamente nada, aunque nunca se lo dije a mi hija. Todo el mundo había acomodado la pena, el dolor, el miedo con esa sabiduría que da el amor a la vida.

Y entonces le tocó el turno a la tía Amalia. Al principio creímos que aquellos fines de semana y duelo por la pérdida inesperada de su hermana le habían desbaratado el cuerpo. Que quizás eran demasiados bollos, demasiadas pastitas, demasiadas ganas de no presenciar el desmonte de la vida de su hermana. Eso es lo primero que quisimos creer, porque en esta familia está prohibido ponerse en lo peor. Pero el doctor Vicario, acostumbrado a lidiar con la verdad, lo supo en seguida, arrugó un poco el morro y, envolviendo el drama en terminología médica, nos dijo que no tendríamos mucho tiempo de disfrutarla. Que era un milagro que no hubiera tenido queja, dolores, etc., que el cáncer estaba tan extendido que parecía mentira que nadie hubiéramos visto nada.

Para cuidarla mejor la llevaron a casa de Braulio. Allí nos instalamos todos en un ir y venir incesante e impotente.

La tía Amalia tenía el mejor abrazo de las Farinelli. El más generoso y cálido. Se había conformado al amor con todas sus consecuencias. Quizás fuera por aquel hijo distinto a todos al que siempre protegió de moralidades excluyentes. No se rebelaba como las demás hermanas. Era el capo sentimental de la familia. El teléfono más recordado cuando se necesitaba una canguro, una receta, un conflicto, el modelo de una chaquetita de bebé, la modista más barata del pueblo. No era posible replegarse al anunciado desenlace sin llorar, gritar o romper algún plato contra la pared. Quizás fuera porque era ella o porque las penas necesitan recorrer sus propios caminos que tras su muerte no encontré consuelo en nada.

Braulio se desmoronó. Parecía un árbol de Navidad al que le hubieran quitado las luces. Se le fue la risa, el sentido del humor, y hasta la rabia. Todas las tardes de aquel tiempo cubierto de nubes negras recorríamos la avenida agarrados del brazo, acompañándonos, casi en silencio, sin poner nombre a aquellas penas que nos devoraban por dentro, sin hablar apenas de aquellos zarpazos de soledades que nos atacaban casi a diario. Nuestras Farinelli, las nuestras, se habían ido.

Y volví a mandar otro e-mail:

Para: [email protected]

Asunto: Tía Amalia

Querido Mateo

Parece que la vida se ha empeñado en quitarme a los que quiero. La tía Amalia Iturriaga Farinelli falleció hace cuatro días. Toda la familia está conmocionada y no soy capaz de decirte lo mal que me siento. Quizás no lo sepas, soy una persona que afronto mis compromisos laborales, pero en esta ocasión no me siento capaz de trabajar o de centrarme en nada que no sea tratar de olvidar mis penas.

Nuestra relación no está siendo fácil y créeme que lo siento. Hubiera querido «construir» algo con más alegría, pero no parece posible.

Cuento con tu apoyo.

Carmela

Y era verdad. Porque las penas se enlazaban una con otra como un rosario. Y no me quedaba sitio para nada. Menos para soñar su abrazo o para escribir aquella maldita biografía que empezaba a odiar como si hubiera sido el desencadenante de todas las desgracias. Me deslicé por la realidad, sabiendo que no tenía otro camino. No había sitio ya para cuestionar matrimonios largos, o profesiones no deseadas. No había sitio para reinventarse y soñar que un abrazo regenera el amor. Sólo tenía voluntad para respirar despacito, evitando la barra de hierro de mi pecho, sin suspiros profundos. La vida se me había puesto definitivamente de pie. Tenía la última palabra y yo me resignaba a guardar silencio.

La respuesta de Mateo tardó un par de días. Y digo tardó porque, a pesar de los pesares, la esperé obsesivamente tecleando mi identificador y mi contraseña en el servidor de correo dos o tres veces al día. Finalmente llegó.

No es que se esmerara. Le había dado a la tecla de responder y de forma apresurada, convencional, volvía a mostrarme su apoyo y prometía retomar el contacto en breve. Me comentaba que en ese momento estaba haciendo visitas a las delegaciones de algunos países africanos. Me daba un sucinto informe de algunos conflictos que tenían prioridad por los desplazamientos de población. Era como un pequeño telediario. Yo esperaba algo personal, algún tipo de vínculo escondido entre las líneas, algún consuelo, porque no es frecuente perder a dos personas importantes en tan poco tiempo. Sentí que aquel hombre no merecía que yo anduviera con la lanza clavada en mi pecho, ni soñándole con palpitaciones.

Pero lo cierto es que él no era el culpable. Nunca le prometí nada. Yo era una lerda adulta y responsable, con conocimientos suficientes como para evaluar el daño que podía hacerme una relación con un cliente al que iba a perder de vista en cuanto terminara el trabajo. Él no tenía una familia. Yo sí. Y además, yo era latina, y él anglosajón. Son educaciones muy diferentes. Probablemente le había entrado el pánico escénico, con tanto funeral y tanta complicación. ¿Cómo demonios iba a entender alguien a mi familia? ¿Cómo iba a entenderme a mí?

No podía escribir. Y los días pasaban por delante de mis ojos cerrados, heridos, desesperados. Y el poeta, su padre, tampoco tenía la culpa, pero su promesa no sería cumplida, al menos no por mí.

Ernesto había dejado de ser mi centurión. Ahora me miraba por primera vez perdido. Buscaba el norte que siempre he sido para su vida, para nuestra vida. Él no sabía que había perdido aquella vocación. Mi hija se acurrucaba a mi lado, me cantaba las canciones de un tipo de moda del que no recuerdo el nombre y que, he de reconocerlo, me entretenía. Ella, Marina, le había impuesto a su hermano Diego la consigna de llamar todos los sábados y contarme cosas.

—Dile cosas bonitas a ama. No sabes lo triste que está. Tengo miedo, Diego... Están muy raros... Tienes que venir. Eres un egoísta, te quedas ahí en Londres con tus amigos y tu novia y aquí aita, que está a punto de quedarse sin trabajo, la abuela se muere, la tía Amalia también y ama no parece ella. Por lo menos podrías llamar más a menudo. Juan llama mucho más que tú.

La escuché un día, cuando pasaba por el pasillo sin ningún destino. Marina le confiaba a su hermano sus miedos, le recriminaba su poca presencia.

Aquellas frases en otro momento me hubieran movilizado, espabilado y vuelto del revés. Pero no pude moverme.

Hortensia vino unos días —creo que llamada por mi hija—, me agarró y me llevó a la peluquería. A un spa y al restaurante con más estrellas Michelin de la zona. Luego nos alojamos en un hotel de Biarritz donde las olas rompen contra los balcones y se tiene la misma vista que tenían los herederos de Luis XVI. Allí me habló en el desayuno sobre la vida. En la comida me habló de nuevo sobre la vida y me habló tanto en la cena también de la vida que tuve que mandarla callar, abrazarla, y lloramos juntas todo lo que no habíamos llorado separadas hasta que logré devolverla al cacao que había dejado en Madrid, pues enfilaba las primeras conversaciones para su tercer divorcio.

Ella habla mucho. Lo curioso es que no suele decir demasiado. Hortensia pasea palabras innecesarias alrededor de la única frase que necesita pronunciar. Tiene mucho miedo dentro, pero no puede permitirse el lujo de ser frágil. Estaba asustada de mi zozobra porque no la tenía prevista. Llamaba a Mateo «el innombrable» y me dijo que iba a rastrear la vida de aquel casanova que hacía promesas biográficas. Hortensia quería su teléfono. Quería salvarme atacando al que parecía mi enemigo y no había manera de explicarle que nadie puede salvar a quien no quiere ser salvado. Le comuniqué escogiendo mucho las palabras que tenía la sospecha de que todo lo que pasaba en mi vida pasaría igual aunque lo aplazara un tiempo.

Pero volví a mí. Porque quien va vuelve. Porque una no puede quedarse donde no es su lugar. Porque existir es lo que toca. Porque se está muy incómoda en la sala de espera de la vida. Y porque uno de los poemas de Ángel Martínez-Lezo se llamaba «Tu mirada» y decía así...

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