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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (24 page)

Cuando salí de la sala de equipajes, miré hacia el nutrido grupo de personas que esperaban. Localicé en seguida a Mateo sobresaliendo entre la gente, agitando los brazos y sonriendo. Estaba bronceado, guapo, superando con creces aquellas fantasías que tenía mientras veía a los pobladores de la sabana africana. Me pareció un hombre distinto al que me había frecuentado en las siestas de mis documentales. No era de extrañar, porque la fantasía suele acomodarse a los deseos y adereza las imágenes con complementos inesperados que una no sabe que tiene en el sótano de su memoria. Quizás fuera la falta de abrigo..., su camisa blanca, de algodón de buen gramaje americano, bien planchada, remangada, mostrando sus antebrazos morenos y musculados. Todos parecemos otros en primavera.

Nos abrazamos con ganas. Cerrando los ojos, hundiendo las manos en nuestros cuerpos. Largamente. Dejando que aquella prolongación excesiva del abrazo calara y fuera elocuente. Silenciosos al principio. Sonriéndonos y volviéndonos a abrazar como si no termináramos de llegar a sentir lo que queríamos. Nerviosos. Los ojos húmedos. Esa dulce presión de un cuerpo contra el otro, pegados e inseparables al menos unos instantes, le había deseado mucho más de lo que imaginaba. Allí estaba la verdad. Y la verdad era que nos teníamos ganas. Y las ganas..., que siempre han sido unas egoístas desmedidas, mandaron a tomar vientos los pensamientos, los miedos, los recuerdos de cualquier realidad, y me concentré en ser feliz y en disfrutar aquel abrazo.

Parecíamos dos seres que se reencuentran después de muchos años, con algún funeral de por medio. En realidad, éramos eso... Y no había habido un funeral, sino dos.

No nos besamos en la terminal. La cautela nos envolvía a pesar de los pesares. Agradecí aquel respetuoso y contenido gesto. Caminamos, preguntándonos cosas insólitas. Creo recordar que le hablé del triunfo de Fernando Alonso en Australia, como si a mí me interesara la fórmula uno, y fuera una entendida en esas carreras que me recuerdan a los zumbidos de las abejas. Yo misma, al oírme pronunciar aquellas palabras, tuve la sensación de que se me acababa de ir la cabeza definitivamente. Él tampoco estuvo muy brillante. Aunque no era un disparate que me hablara de Sudán, y de que los rebeldes habían firmado un acuerdo de paz y que se preveía mucho movimiento en los campos de refugiados, y que el Yemen se estaba revelando inaccesible... No eran conversaciones adecuadas para el momento, pero si yo le había hablado de Fernando Alonso, era que estaba al borde de un ataque de nervios.

Al llegar a su coche, Mateo abrió el capó para meter mi maleta. Probablemente mi hija adolescente sería más dueña de ella misma en una situación semejante. Me situé a su lado, como una lela que no pudiera separarse. Y en aquel espacio acogedor, camuflado, protegido por la poca iluminación de aquel sótano, Mateo me aproximó a él y nos besamos con unas ganas que casi había olvidado.

Juro por todos los dioses que siempre he tenido tentaciones de adorar cualquier cosa o cualquier dios para que la eternidad fuera verdad. Para que los milagros no fueran esas cosas imposibles que la Santa Sede analiza y define. La eternidad, ese bendito concepto que tanto me ha obsesionado, había estado delante de mis ojos y no me había dado cuenta. Para quien quiera buscarla, reside en un anhelado beso.

Y vuelvo a jurar, por todas las Vírgenes a las que he querido adorar y no he podido, que para ser dueña de esa eternidad elijo morir abrazada a la piel de mi enamorado.

Creo que los científicos deberían investigar la inundación química que anega el cerebro cuando un beso produce el olvido más placentero que existe. Y, curiosamente, se olvida la naturaleza de esos besos. Pero también se recuerdan cuando faltan. De hecho, la vida no es la misma cuando no se tienen.

En ese imposible tránsito debe de residir la infidelidad.

Una no es cabal toda la vida. A veces se tienen ganas de hacer cosas como deslizarte sentada por el pasamanos de la escalera con cuarenta años y recién salida de la peluquería. O saltas a un jardín y robas unas flores que sabes que morirán un día después. Esas cosas se hacen cuando se hacen. Cuando se quiebran cosas por dentro y la realidad te pasa por encima como un autobús. Cuando sientes que tus hormonas se vuelven locas y las penas se te acumulan hasta casi poder contigo. Cuando tienes un momento de consciencia y sientes que la vida es muy corta, que un abrazo concentra toda la intensidad que tiene esta jodida y maravillosa vida. Por eso el tiempo se detuvo, cerré los ojos y desaparecí en aquel beso que se enlazaba a otro. Apenas tomar aire para seguir muriendo de ansiedad por tenerte en mis brazos..., como en el bolero.

Fue Mateo el que se separó de mí. El que me acarició la mejilla con desdén y ternura, a lo Humphrey Bogart. Fue él quien me condujo hacia el asiento, quien abrió la puerta y me depositó en el asiento delantero, como si supiera que yo era una muñeca de trapo sin voluntad. No la tenía. Ninguna voluntad para contradecir al deseo. Aunque bajo mi desidia, mi Pepito Grillo murmuraba consignas morales, raptos de lucidez, que se deshacían cuando Mateo me miraba como un hombre mira a una mujer cuando la desea.

Esas miradas crean adicción. Como el alcohol, como la belleza, como el perfume, como el chocolate, como las caricias de mis hijos, como la memoria de los besos, como el calor de un hogar... Las adicciones sólo se enderezan con voluntad y, como he dicho, no tenía voluntad.

Del aeropuerto a su casa, puse la mano sobre su fémur, tratando de que nada en mi interior dudara y me apartara del destino de su abrazo. Notaba sus músculos tensarse cuando cambiaba de marcha y yo, que siempre discutía con quien quisiera acerca de aquellas pasiones hollywoodianas en las que se arrancaban la ropa..., se la hubiera arrancado, lo confieso. También confieso que el aire no me llegaba al cerebro, porque no tenía cerebro y que quizás fuera falta de oxigenación, pero no veía el momento de tenerlo para mí.

El apartamento que tenía alquilado Mateo estaba en la zona de Arturo Soria, en una pequeña calle, con casas de ladrillo cara vista y tres alturas, silenciosa y llena de árboles. Hacía un día fantástico, pero como he dicho, teníamos urgencia en explorarnos.

Para ello, como en la canción de Sabina, nos sirvió primero el ascensor, luego la entrada al apartamento, y por fin, el dormitorio.

No vi nada. Si me hubieran preguntado por las dimensiones del salón, por el color de las cortinas o por la tapicería del sofá, no hubiera podido dar dato alguno. Quienes me conocen saben que no camino sin fijar en mi retina, o en mi corteza cerebral, una radiografía de las cosas o las personas con las que tengo contacto. Yo hubiera sido una espía fantástica, salvo por un pequeño detalle; los ojos azules de Mateo me habían perdido para la causa.

El hambre nos sacó de entre las sábanas unas horas después, por la tarde, justo cuando el sol dejaba el anochecer tibio y bendecido. Nos fuimos a cenar paseando. Su brazo encima de mis hombros, el mío recogiendo su cintura, pegados, sintiendo el peso de cada zancada, el movimiento de las articulaciones, todavía unidos. Mecidos por el cansancio de descubrir lo que nunca se termina de descubrir. Porque el ser humano es un acordeón que esconde y exhibe aleatoriamente el aire de su alma. Ahora sí, ahora no. Ahora eres bellísimo y ahora no tanto... Ahora te necesito, ahora sólo quiero estar conmigo... Benditas sean las emociones que hacen los días distintos, los años gozosos, la vida una aventura. Bendita esta sabiduría que se adquiere con los años, que te martiriza con sus certezas y te aplasta con la consciencia de sus carencias.

Juntitos, como me había mandado Braulio. Amarraditos, como en la canción de la Pradera.

Caminamos hasta un pequeño restaurante cercano a su casa. Yo me dejaba llevar. Era el modelo exacto de mujer obnubilada. Aquel día creo que lo hubiera seguido hasta donde hubiera querido llevarme. Mateo saludó al que parecía ser el dueño. Recordé las palabras de Braulio y me quedé a su lado pegadita como él me había recomendado, escuchando como le preguntaba si estaba ya de vuelta, sonriendo bobaliconamente, esperando que me presentara. No lo hizo.

Tenerlo frente a mí me resituó. Volví un poco —no demasiado— a mí. Pude observarlo desde fuera. Estábamos vestidos. Éramos seres sociales. Nuestro corazón palpitaba, pero no sabíamos nada el uno del otro. Y entonces Mateo me habló de que nunca se había desenvuelto bien con los sentimientos, que él era un hombre de acción, impulsivo, y que el suelo se le movía bajo los pies y se volvía frágil cuando sentía y se vinculaba a los demás. Mateo me pareció más confuso, más hermético, más cuidadoso con la información que destilaba su conversación. Estaba controlándola y, a pesar de la tontera que tenía, lo advertí.

Las mujeres como yo acostumbramos a rodar cada vez que hay una pendiente. No acabamos de aprender a distanciarnos, a mirar el alrededor. Unas horas antes me había tirado sin red en los brazos de Mateo. Había rodado por la pendiente, pero ahora, sentada en el restaurante, comiendo con más o menos apetito un plato de pasta deliciosa, y mirando al hombre que tenía frente a mí, volvía a ser Carmela, y pensaba cosas, y sentía muchas más cosas de las que pensaba, que... ya era sentir.

Pregunté. Lo hice con curiosidad de amante. Lo confieso. Y, quizás él se percató de aquel tono pelín inquisitorial. Mateo miró hacia el plato bajando la vista, hizo un silencio prolongado casi teatral y se puso a jugar con las migas de pan que quedaban en el mantel.

—No me gusta la soledad que conlleva mi trabajo. Me vuelve frágil. Debería estar acostumbrado, porque he vivido más horas en aviones y hoteles que en un hogar... Desde que era niño. Mi madre no siempre podía acompañarme cuando iba a pasar las vacaciones con mi padre, así que me ponía en manos de una azafata y volaba solo, a veces a París, a veces a México. Los aviones, los hoteles... Hay días en que no sé dónde estoy. Me caigo de la cama o cuando me levanto al baño tropiezo contra una pared. Desorientado. No sé dónde está mi hogar. Y lo busco, casi desesperadamente. Quizás por eso, creo haber cometido muchos errores. Y quizás por eso tengo envidia de ti. Desde que te conocí supe que tú eras una mujer hogar, capaz de crear ese nido en el que se puede amar y descansar.

—¿Qué es para ti un hogar? —lo interrumpí.

—Seguramente alguien que me espera, que enciende la calefacción o el aire acondicionado, que siempre está ahí. Unas luces encendidas en una ventana..., un perdón...

—¿Nunca tuviste eso?

—...En realidad no. Mi madre vivía en Washington. Mi padre entre París y México. Estudié en Londres. Tengo una casa, para cuando quiero descansar de verdad, en Puerto Rico, en el Viejo San Juan. Hablo y pienso en inglés, castellano y francés... Quizás nunca pueda mantenerme en un lugar. Sin embargo, cuando veo tu familia, tus cuidados, tu calor. La fortaleza que irradias cuando hablas de los tuyos. Me muero de envidia.

Yo no iba a darle mi fortaleza a nadie. Y si me separaba de Ernesto, me quedaría sola. Esos cuidados que tanto admiraba Mateo me tenían agotada.

—Una familia da mucho trabajo, roba mucho tiempo, horas a tu profesión, a tu sueño, a tus fines de semana, a tu físico. No te la regalan, ni crece en los árboles. Te lleva media vida ponerla en marcha, y otra media vida aprender a no echarla de menos...

—Me gustan las familias latinas...

Sonreí y le dije que cambiaban las cosas, que ese concepto, se iba a tomar vientos y que no me extrañaba. Que la realidad era devastadora, que el matrimonio a veces resultaba muy largo, o muy corto, que el sexo era una putada que te nublaba la vista y los sentidos. Que el amor era un subproducto de la reproducción sexual. Le dije que los hijos crecían, pero que hasta que acababan de crecer, el nido tenía que estar siempre vigilado... Que era una tarea ardua. Sin darme cuenta, le eché un mitin que versaba sobre todas las contradicciones por las que yo había pasado y entonces entramos en harina. Le hablé de la lealtad, que es de lo que vengo hablando desde la página uno. Y entonces recordé las palabras de su padre al hablar de aquella mujer a la que debió de amar tanto...

—Mateo, me vienen a la cabeza unas palabras de tu padre. Me diste un cuaderno donde hay algunas anotaciones manuscritas...

—Sí, lo escribía cuando estuvo enfermo. No hay mucha información, hablaremos de eso en otro momento, tengo muchas cosas que hablar contigo, pero quiero disfrutar de ti. —Y me cogió la mano.

—No. Me abrazarás y olvidaré de nuevo preguntarte todo lo que quiero preguntarte. ¿Tú sabías que tu padre habla de una mujer a la que al parecer amó muchísimo?... Dice algo así como que si hubiera sabido que tenía que renunciar a ella, no la habría amado como debió de amarla. También nombra el salón de la embajada italiana en París, donde, al parecer, la conoció. ¿Es la misma mujer que inspiró sus poemas?

—El amor siempre fue para mi padre una fuente de problemas, además de una constante búsqueda. También lo ha sido para mí. No sé si se enamoraba de las mujeres adecuadas, o las mujeres adecuadas no se enamoraban de él. No sé si estaba hecho para el amor, o si el amor estaba hecho para él. Supongo que hay que saber amar. Mucho me temo que yo haya heredado sus... digamos frustraciones emocionales. Tienes mucho por conocer de su vida a pesar de que creas que lo sabes todo. Todavía no conoces su parte oscura. Ni la mía. De cualquier manera, Carmela, tendremos que hablar del amor de mi padre, desde luego, y también del nuestro.

Yo sonreía como una lela. Con esa cara de felicidad «valium» que pone el amor. Encontraba su discurso interesante, fluido, maravilloso. En realidad sólo quería oír su voz. Era mi canción de cuna. Creo que hubiera dado igual que me hablara de patatas, salto de pértiga o fertilizantes. No incluía el espíritu de crítica en la voz que tanto había deseado escuchar. Estaba obnubilada y seguramente por eso no presentí lo que él deliberadamente deslizaba en la conversación.

—Pero no ahora... Quiero tomarme una copa o dos, porque si no estoy un poco borracho, no seré capaz de decirte todo lo que tengo que decirte...

Se volvió hacia el camarero y alzó la mano para llamarlo. Vi que algo le apagó el brillo de sus maravillosos ojos.

Me llevó a una terraza cercana y se tomó las dos copas previstas. Su lengua estaba más torpe que la mía y creo que también sus pensamientos eran más confusos. Evidentemente, era el momento de arrancarle todos aquellos nudos que quería confesarme. Porque, a pesar de mi estado de estúpida enamorada, yo sabía que algo importante se interponía entre nosotros. Pero no quise. Preferí esperar. Preferí dejarme abrazar, seducir, regalar. La ignorancia, siempre que no se prolongue, tiene su puntito de atracción. Y yo aplazaba algo que sabía que acabaría averiguando y que no me gustaría.

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