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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (28 page)

Le di a «enviar» sin releerlo. Si lo hacía era más que probable que lo retocara hasta no quedar rastro del primer impulso. ¿Por qué tomé aquellas decisiones sobre la marcha, sin pensar? No lo sé. Fue un acto reflejo. Mateo me había partido el corazón, pero yo iba a quedarme con su padre, con aquel amor contrariado que se parecía tanto al mío. Lo devolvía al primer día en que le había conocido. Renunciaba a él. No tenía otra alternativa. Cerré el ordenador y me dirigí a la cocina. Por el pasillo me vino a la cabeza una de las canciones más maravillosas de Sabina.

De sobra sabes que eres la primera...

Y pienso en él...

Y caminaré hacia mis días con el corazón partido hasta que un día mi vida deje de transformarse en una historia sin final, hasta que pueda detenerme y ser yo del todo, libre.

Yo.

Marina me ayudó a preparar la cena. Llegaron los chicos. Nos sentamos a la mesa redonda de la cocina. Nos miramos a los ojos los cinco, mientras intercambiábamos pareceres sobre aquel tortuoso día. Juan estaba perplejo y cansado por el año que llevaba yendo y viniendo de Berlín. Diego empezaba a tomar responsabilidades y se adelantaba a mi voluntad. Marina se ocupaba de ir repartiendo arrumacos y caricias desde la azotea de unos tacones en la que se movía algo torpe. Era como una modelo de pasarela en nuestra cocina (con acento siseante incluido: el que le provocaba la ortodoncia). Ernesto nos miraba embelesado proponiendo lugares para irnos de vacaciones como en los viejos tiempos, negando los recuerdos, apartando a manotazos las tristezas que nos habían ido hundiendo la espalda y el corazón. Muy de Ernesto eso de borrar cualquier vestigio de dolor.

Y cuando la casa recuperó sus habitaciones individuales, sus lavados de dientes con los grifos abiertos, sus cuchicheos telefónicos, mi crema de manos, las gafas en la mesilla, los libros esperando... Cuando la realidad se impuso, comenzó la sensación de que aquel maldito día, que había empezado casi de madrugada con la llamada de Odalis, tocaba a su fin.

Comenté con Ernesto cuánto me intrigaba aquella insistencia de Odalis en hablar conmigo. Él, como de costumbre, me alertó sobre lo envolventes que podían resultar las personas como ella recordándome, no sin cierta sorna, mi tendencia a implicarme en asuntos que me complicaban la vida.

Me metí en la cama y me abracé a él. Le necesitaba tanto...

—Cuando te abrazo, sé que te quiero. No como quisiera quererte, pero te quiero.

Se lo dije sin miedo, pero con el plexo solar atascado y a punto de que mis lágrimas no me dejaran terminar aquella frase tan corta y tan redonda.

—Yo sé que te quiero también cuando no te abrazo —me contestó Ernesto—. Aunque a veces no te lo diga... Carmela, soy un cabrón, pero tú sabes que no tengo remedio... Hubiera querido hacer las cosas de otra manera, pero no sé.

Era mucho decir para él. Cerré los ojos y sentí cómo iba llegando al hogar, cómo el calor de su cuerpo atraía el olvido.

Al otro lado del continente de mi vida, al día le quedaban seis horas más. Porque no es cierto que exista el olvido total, sólo cabe defenderse para no morir recordando.

De sobra sabes que eres la primera.

II

LÁGRIMAS NEGRAS

Las familias organizadas como un clan son como una pequeña empresa de mantenimiento. Cualquier cosa que se necesite es susceptible de poder cubrirse. Tenemos un médico, un abogado, una psicologa, un rico, una lerda, un artista, un pobre, un capitán de la marina mercante, un insufrible oportunista, un colgado y varios pringados... Tenemos casi de todo, hasta ese montón de secretos que tienen todas las familias y que parece mantenerla unida.

Algunos de los integrantes de este pack (con cónyuges o sin ellos, con hijos o sin ellos), acompañamos a la tía a su último paseo desde el tanatorio hasta la incineradora que tanto conflicto le supuso al ayuntamiento (demasiado cercana a la urbe, demasiada realidad cuando sacudían las alfombras, que, por cierto, está prohibido).

Una vez hecho este trámite, trajeados en oscuro, corbata negra y gafas de sol para una luz tibia y unas nubes que amenazaban tormenta, se dirigieron al cementerio de La Galea.

Campo Santo, recoleto, pequeño, mirando al mar. Campo santo de mi infancia con las Farinelli saludando a sus vecinas, los ángeles caídos, los que se fueron y siguen estando.

En el panteón de los Iturriaga Farinelli se depositaron la mitad de las cenizas de la tía, en un cofrecito que ella misma había dejado encargado para la ocasión. El párroco de la iglesia dijo unas palabras que, según la prima Mari Jose, parecían escritas por ella. Mi hija, que al final nos acompañó al cementerio, se colgó de mi brazo y me acariciaba la mano. Sentirla a ella era alejar la pena. Mi hijo Juan me pasaba el brazo por el hombro cuando estábamos detenidos. Aquel brazo me amparaba como nada en este mundo. Diego iba con su padre, las manos hacia atrás. Los dos iguales. El mismo manejo del dolor. Las mismas relaciones públicas. De vez en cuando miraban su posesión, es decir, Marina, Juan y yo, que enlazados nos transportábamos por la inercia de la pena. De vez en cuando ellos nos orientaban hacia un coche, hacia un grupo, hacia ellos. Se interponían en nuestro camino y nos desviaban con acierto.

Terminamos en el cementerio. El resto de las cenizas, en una especie de ánfora romana de dudoso gusto, fue a parar al maletero del coche de Luis, de donde se recogerían el domingo a la mañana para llevarlas a alta mar.

Una característica de esta familia es seguir dando órdenes, incluso más allá de la vida. Lo pensé aquel día cuando andábamos yendo y viniendo con la tía —sus restos— en un trajín que no acababa. Las Farinelli no se cansaban de mandarnos recados. Lo habían hecho las cuatro. Dejar sus deseos bien manifiestos. Una quería que le dieran tierra porque era muy católica y seguía los viejos métodos, la otra quería un coro en el funeral, ser incinerada y llevada al mar. No quería panteón. La tercera deseaba que la enterraran junto a su marido. No quería estar con sus hermanas. La tía, como siempre, nos llevaba de un lado a otro, si bien por caminos conocidos por su prole.

Cuando terminaron las gestiones en el cementerio, los herederos de la última Farinelli fuimos a tomar algo caliente. El viento del mar había soplado fuerte mientras el empleado del camposanto nos convocaba frente al panteón, y el párroco hablaba de mi «guapa tía». La losa abierta... Alberto bajando con el ánfora... María entonando un padrenuestro coral y bisbiseante... El primo Luis hablando por el móvil... Mis heridas abiertas como aquella losa y todas las lanzas, ya todas, clavadas en el corazón...

Todos intentábamos poner en orden la agenda de las exequias, tan larga, tan extenuante. Alberto había repartido quehaceres y, como dijo Braulio, llevábamos dos días de reunión en reunión. Unos hablaban del barco. Todos no cabíamos, pero María José tenía un cuñado que aportaría el suyo. Alguien se atrevió a nombrar el testamento. Alguien también aclaró que volveríamos a reunirnos al día siguiente, después del funeral. En uno de aquellos corrillos, Braulio se pegó a mí.

—¿Cómo tenemos el corazón?

—Sigue mandando mensajes desde todas las ciudades que visita, sigue diciéndome que quiere verme. Ya he tomado una decisión —le dije.

—¿Cuál?

—De una manera o de otra, pondré las cosas en orden. Quiero arreglar los temas legales, me incomodan. También el asunto de la biografía.

—¿Y tú?

—De eso mejor ni hablar, y menos ahora. Creo que las cosas no son lo que parecen.

Frunció la boca y adiviné sus dudas. Se acercó, me besó en la frente...

—Todo pasa...

—Y todo queda...

—Cuando se termine este
annus horribilis
, tú y yo nos vamos a hacer un viajecito...

—¿A dónde?

—Expongo en primavera en Nueva York...

—Sí, creo que te acompañaré.

Volvimos a casa. Nos quitamos la ropa oscura. No pudimos quitarnos la otra oscuridad.

Me refugié en el despacho. La única habitación de la casa que sentía mía. Aquellas cuarenta y ocho horas me habían dejado exhausta, cansada, y con ganas de escapar. Ya no podía existir demediada, como el vizconde de aquella novela de un italiano —Ítalo Calvino— que me gustaba mucho.

Probablemente, Mateo en aquel momento estaría volando entre un país y otro. Con aquella vida que tampoco era la suya. Recopilando informes para que se tomaran grandes decisiones. Sabía que en cuanto viera mi mensaje contestaría, pero ya no lo esperaba con la vieja ansiedad. Me había vuelto como esas mujeres chinas que sirven el té con una sonrisa a la medida de quien sirven. Yo quería esa disciplina para mis emociones. Quería volverme oriental. Estaba hasta el moño de ser meridional, mediterránea, y mema. Todo con eme de Marilyn Monroe. Ansiaba poseer esa espartana disciplina que me permitiera navegar por las aguas emocionales de la vida sin zozobrar como una frágil y pasional actriz de pacotilla. Quizás no lo consiguiera antes de arrugarme como una pasa.

Apagué el ordenador y recorrí el pasillo sin poder evitar soltar suspiros de esos que hacen que las cortinas se muevan. Ya que no podía dominar el olvido, me tomé una pastilla para dormir.

Odalis me esperaba al día siguiente.

Amanecí más o menos descansada. Con esa vuelta a la vida que te regalan los inductores del sueño. Tomé un buen desayuno siguiendo las instrucciones de Hortensia, que no paraba de llamarme a todas las horas y deshoras porque estaba en un congreso en Tokio y no podía venir a abrazarme como quería. Se empeñaba en darme consejos, en ejercer de terapeuta de mis penas, y todo ello con un horario desacompasado. Decidí, como ella misma me había aconsejado, ir caminando hasta la casa de la tía.

El funeral iba a ser esa misma tarde. Necesitaba cerrar las puertas por las que entraba aquella corriente de aire incómoda que no me dejaba vivir.

El mar, mi mar. Ese día era una balsa de plata vieja con un horizonte donde descansaba la esperanza. Respiré profundo, dejé que me abrazara el salitre, que el sonido de las olas amortiguara mi ansiedad. Luego me solté la coleta. El viento me alborotaba el pelo como cuando era niña. Cuando me acercaba al muelle paré en el kiosco de Ander a comprar el periódico. Un poco más de realidad... Mirar la esquela...

Carmen Iturriaga Farinelli

Falleció en Bilbao a los ochenta y un años

Sus sobrinos...

La casa de mi tía es de ladrillo rojo y piedra. Parece inglesa como muchas de la zona. La tía la compró porque era grande y sólida. Siempre lo decía. Por eso, y porque nadie iba a quitarle el mar de sus ventanas.

La bahía mira a Inglaterra. Por ahí vinieron todos aquellos comerciantes de hierro, ingenieros y navieros a ampliar horizontes económicos. Por ese mar debió de venir el piano de Andrea Gazzanaga, el napolitano cantante de ópera y compañero de mi bisabuelo. Por ese mar asustada y resuelta vino la abuela Luchía siendo niña. Por ese mar se iba y venía el abuelo Iturriaga en busca de sus bacalaos. Por ese mar también se van mis tristezas y mis cuitas.

Es una casa bonita, expuesta a amaneceres espléndidos y a galernas en septiembre. Adoro esa casa de suelos de madera noble y miradores que resguardan la fragilidad que te entra cuando el cielo es un empedrado gris. Adoro ver meterse el sol al atardecer, o escuchar el ruido que hace el viento cuando choca con los amarres de los barcos. Disfruto ese silencio de algunos días quietos y la sonata de los palos de los barcos atracados en el puerto pequeño cuando se desampara la tarde y se entrechocan produciendo un tintineo oriental e inquietante.

Odalis abrió la puerta antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre. Entré en la casa con el corazón encogido. Olía a limpieza recalcitrante, al café que me tenía preparado y, debajo de aquellos olores recientes, había otros más antiguos que mi nariz rastreó como un sabueso... El de la infancia, el de los recuerdos y también el de la tristeza.

Me senté a la mesa de la cocina. Había desaparecido la cestita de las medicinas, la bandeja de la tía y la cotidianeidad maniática del cuidado de un enfermo. Odalis había quitado la pizarra donde anotábamos los cambios de medicación, los turnos de los sobrinos, las huellas de la casa habitada. Había limpiado todo con una fruición que casi consigue hacerme creer que aquello estaba permanentemente deshabitado.

—¿Cómo está, Odalis? ¿Ha podido dormir? —le pregunté interesándome por aquella mujer a la que, de otro modo, también se le había complicado la vida.

—No mucho. Me ha costado dormirme. No me gusta estar aquí sin ella. Una siente cosas. —Odalis se tocaba el pecho y se daba palmaditas una y otra vez, moviendo el cuello a un lado y a otro como si le doliera algún músculo.

—Lo comprendo...

Hablamos de la tía, recordamos los buenos momentos y después de unos minutos Odalis se lanzó.

—Mire, señora Carmela. Yo sé que la tía de usted no quería a todos igual. Fue de lo primero que supe al llegar acá. Ella tampoco era que lo disimulara... Tenía sus favoritos entre los sobrinos y usted era una de ellas. Me lo dijo muchas veces antes de que perdiera el orden de los recuerdos. Me dijo que usted se le parecía. Que usted la cuidó como nadie cuando se rompió la cadera y que por algo era su ahijada y llevaba su nombre. Que usted era especial. Yo ya he hablado con el señorito Alberto de todo lo que debía hablar, pero esto es sólo para usted.

—La escucho, Odalis.

—Su tía de usted no dormía bien en los últimos tiempos, así que nos sentábamos en el mirador, yo le preparaba una manzanilla y hablábamos de la vida. A nuestra manera, porque usted sabe que ella ya no estaba con nosotros. Pero tenía momentos en los que me miraba y me reconocía. Hace unas semanas, su tía tuvo una noche de esas. Estaba lúcida, se lo juro. Me dijo que iba a morirse muy pronto y que aunque todo estaba preparado, no sabía si había hecho las cosas bien. Había algo que le preocupaba. ¿Comprende?

—Más o menos..., siga.

—No me gustaba verla así, impaciente y a punto de irse. Uno tiene que dejar las cosas arregladas, porque si no... ¿Para qué esta vida?... Las que buscamos lo que no tenemos de un sitio a otro lo sabemos. Hay que dejar todo dicho y hecho. Sabía que quería irse, tenía ya mucha gente llamándola. ¿Quiere otro cafecito?

—No, gracias, Odalis, ¿Qué le dijo la tía?

—Su tía de usted volvió a hablarme de sus secretos. Usted sabe, señora... Siempre a vueltas con su juventud, sus viajes. La memoria de los viejos recuerda el principio. Ella me hablaba de lo que quiso a su marido y de lo difícil que era seguir al amor. —Odalis suspiró profundamente y miró hacia el mirador.

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