El secreto de la logia

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

 

Año 1746, palacio del marqués de la Ensenada: una niña presencia el pavoroso asesinato de su madre y el apresamiento de su padre bajo la acusación de pertenecer a la masonería. El trágico hecho que marcará la vida de la joven Beatriz Rosillón acontece en una España regida por Fernando VI, en cuyo tejido político y social intentan infiltrarse los francmasones.

Mientras las clases dirigentes tienen puesta la mirada en las actividades de la hermética sociedad, una serie de estremecedores crímenes tiñen de sangre las calles de Madrid.

¿Qué misterio tendrá que resolver Joaquín Trévelez, alcalde de Villa y Corte, para averiguar la verdad que se esconde detrás de cada uno de los homicidios? ¿Qué primitivo y temible secreto sacude el alma del asesino?

Gonzalo Giner

El secreto de la logia

ePUB v1.0

Sarah
03.09.12

Título original:
El secreto de la logia

Gonzalo Giner, 2007.

Editor original: Sarah (v1.0)

ePub base v2.0

A Pilar,

por tu adorable complicidad

Residencia del Marqués de la Ensenada

En Madrid.

Año 1746, 12 de diciembre

L
os dos guardias de corps que custodiaban las enormes puertas de hierro del palacio de don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, se aprestaron a permitir la entrada a una decidida comitiva que iba presidida por el temido inquisidor general del reino y obispo don Francisco Pérez Prado y Cuesta y el superior general de los jesuitas, padre Ignacio Castro, después de haberles sido mostrado un mandamiento judicial que justificaba su presencia e intenciones.

La escasa iluminación del empedrado que recorría los jardines de la magnífica finca, acogía el acelerado paso de aquellos nocturnos visitantes, presurosos por la gravedad de la misión encomendada y por hallar rápido abrigo. El temible silencio que les acompañaba, sólo era roto por el tintineo metálico que producían las varas de los dos alguaciles de la Santa Inquisición.

El paje de hacha del marqués, algo adelantado al tenebroso grupo, les iba dirigiendo hasta la puerta de entrada del palacio sin poder imaginar qué empresa les traería a horas tan inusuales. Llamó con firmeza hasta que ésta fue abierta por un mayordomo, que sin mediar presentaciones, les dio paso al recibidor. Después, acompañó solo al obispo hasta la biblioteca, donde aguardaba el marqués, acompañado esa noche por su íntima amiga doña Faustina, condesa de Benavente.

Aunque el máximo responsable de la Santa Inquisición no solía acudir a la detención de los encausados, al tratarse ésta de una delación que afectaba a la casa del marqués su presencia quedaba más que justificada.

Su rostro afilado, enjuto, y aquellos ojos profundos otorgaban a su expresión, además de severidad, la impermeabilidad necesaria para alejarle de cualquier sentimiento; pues a su misión se debía más que a ningún otro impulso que surgiese de su corazón.

Llevaba una capa de grueso paño, en la que destacaba a la altura del hombro izquierdo el escudo que desde hacía trescientos años representaba una de las instituciones más temidas por el pueblo; una cruz verde flanqueada por una espada a su derecha y una rama de olivo a la izquierda; el símbolo del Santo Oficio.

La doble puerta que daba acceso a la soberbia biblioteca del marqués se abrió de par en par. Con una respetuosa inclinación, el mayordomo dio anuncio de su llegada a los presentes.

—Reverendísimo padre, os aguardábamos con ferviente deseo.

El marqués de la Ensenada, que gobernaba como secretario de Hacienda, de Guerra y de Marina e Indias, y primer ministro del rey Fernando VI, se levantó desde su sofá para recibir al inquisidor, besándole a continuación su anillo.

—¡Sed bienvenido a esta casa!

—Agradezco a vuestra excelentísima persona la amable acogida que me dispensáis, aunque mis motivos estén lejos de parecer los propios de una visita de cortesía.

Don Zenón le invitó a aproximarse hasta el sillón donde se sentaba la condesa de Benavente, que respondió al cortés saludo de don Pedro ofreciéndole acomodo cercano a la lumbre y una taza de chocolate caliente. Ambas proposiciones fueron aceptadas con gusto por el religioso, a pesar de la incómoda sensación que siempre le producía aquella dama con su insultante belleza.

Faustina lucía unos redondeados pómulos que parecían haber sido esculpidos por un ángel. Un exquisito mentón se descolgaba en suave pendiente desde unos caprichosos labios que parecían hincharse o menguar al compás de su conversación. Su nariz era fina y algo respingona, pero si de sus ojos se hablase, no había hombre capaz de no sentirse atrapado dentro de su red esmeralda, expresión de la naturaleza más frondosa y salvaje.

La rebosante belleza de la condesa de veintidós años, casada desde hacía seis con el conde de Benavente, era tan notoria que raro era el noble de Madrid que no hubiese puesto empeño en cortejarla, aunque bien era sabido que ninguno había logrado demasiados resultados.

—Os rogamos que sin más demora nos ampliéis los detalles de la detención que nos ha reunido esta noche.

La condesa le retiraba la taza de chocolate de sus manos para dejarla sobre una barroca mesa de mármol de Carrara.

—Tengo todo dispuesto para ejecutarla en cuanto su excelencia dé la aprobación, y me indique cómo dar con él.

Un gesto afirmativo del marqués de la Ensenada dejó resuelto el cortés trámite solicitado por el inquisidor, que siguió hablando.

—Como es habitual con cada acusado, procederemos a su detención sin darle conocimiento inicial de los cargos por los que se verá juzgado, para evitar, en la medida de lo posible, que pueda reconocer a su delator. Después, será llevado a una cárcel secreta. Allí se le mantendrá en completo aislamiento durante un máximo de ocho días; tiempo suficiente para que pueda meditar sobre sus pecados. Si por beneficio de la inspiración divina los reconociera, podrá pedir clemencia sin que la causa vaya a mayores. De aportar suficientes pruebas de ello, su ayudante de cámara don Antonio Rosillón podrá volver a su vida normal sin ninguna otra consecuencia a los ojos del Santo Oficio, cumpliendo, eso sí, con unas concretas penitencias para que su alma se desprenda de toda mancha de pecado.

—Como ya os expuse hace pocos días —intervino el marqués—, al buen gobierno de esta nación le resultaría muy útil que, de su testimonio y en su santo empeño, se tratase de obtener cualquier nueva información sobre las actividades y fines de la masonería, a la que parece pertenecer este infiel servidor mío. Como bien sabéis, mi empleado fue denunciado por el capellán de nuestra querida condesa de Benavente, el padre Parejas, por la que fui avisado de su delito y a la que estoy del todo agradecido.

La mujer le devolvió la atención con una cálida sonrisa, muestra de su completa lealtad.

—Además de mis ayudantes, esta noche he venido con el superior de los jesuitas, el padre Castro, pues también ellos están interesados en atajar esa peligrosa herejía. Os aseguro que pondremos todo nuestro empeño en ello, Excelencia. —El obispo disponía de medios suficientes e infinita capacidad de persuasión para conseguir, hasta del más resistente encausado, una completa y precisa declaración.

La preocupación que el primer ministro del rey mostraba por aquella secreta sociedad tenía sólidos y justificados motivos. En su vertiente religiosa, el papa Clemente XII había publicado en 1738 una bula condenándola. En ella se prohibía a los católicos la asistencia a reuniones, la pertenencia, o cualquier otro tipo de contacto con la masonería bajo pena de excomunión. Su carácter secreto hacía sospechar a la Iglesia, y también al propio ministro, la connivencia de oscuras intenciones de índole política, pues ambos sabían que bastantes aristócratas y altos mandos del ejército pertenecían a ella.

Unos veinte años atrás, los masones habían establecido su primera sede en Madrid en un antiguo hotel llamado Las Tres Flores de Lys, siendo el responsable de su fundación un noble inglés apellidado Wharton. Junto a otros extranjeros primero, y con la ayuda de los afiliados españoles después, habían difundido con inusitada eficacia su doctrina por diferentes ciudades españolas, en las que se organizaron nuevas logias o casas, donde se reunían para realizar sus secretas ceremonias.

Los rumores sobre el secretismo de sus juramentos, y la crueldad de los castigos a los que se veían sometidos los nuevos miembros de aquella asociación cuando se les descubría desvelando los nombres de sus afiliados o sus últimos propósitos, aumentaron las sospechas del marqués.

Don Zenón había conseguido infiltrar en algunas logias a varios de sus más allegados colaboradores para espiar su objetivo. De sus testimonios, había logrado averiguar ciertos detalles en torno a su cuerpo filosófico y ritos, y empezó a creer que se trataba de una peligrosa organización que tramaba conspirar contra su persona, como primer responsable del gobierno, y contra los intereses de España.

A lo anterior se agregaba ahora la denuncia sobre uno de sus empleados, su ayudante de cámara, de pertenencia a la masonería. De ahí su particular interés y solicitud hacia el Santo Oficio para conocer el grado de implicación e intenciones de la asociación. Si se confirmaba el grave intento de espionaje, la urgencia en neutralizar sus efectos se había convertido para él en todo un asunto de Estado.

—Sin más preámbulos, ruego a su reverendísima que disponga de inmediato la detención del señor Rosillón.

El marqués se levantó para hacer sonar una campana para requerir la presencia de su mayordomo.

—Haré que os acompañen hasta sus habitaciones. Ansío que deis buen fin a este oscuro asunto.

—Santa función es la que tengo encomendada, y creedme que a ella me entrego con total dedicación y devoción y, por qué no decirlo, con bastante satisfacción.

Antes de abandonar la biblioteca, se paró un instante y volvió la vista hacia ellos regalándoles una maléfica sonrisa.

Hasta que el eco de sus pasos no se hubo perdido por los pasillos de la casa, ningún otro sonido se atrevió a romper el tenso silencio que se había adueñado del interior de la biblioteca.

La cálida chimenea distribuía suficiente calor como para que la condesa de Benavente no sintiera la menor sensación de frío, aunque el vigor con que frotaba sus manos hiciera pensar en lo contrario. Un estremecimiento llamó la atención del marqués.

—Faustina, ¿queréis que mande avivar el fuego?

Zenón se sentó a su lado para sujetar sus manos con el ánimo de reconfortarla, sintiendo de inmediato aquella especial suavidad que, aunque no fuera consecuencia de un tacto frecuente, tampoco le era del todo desconocida.

—Mi tembloroso estado no se debe a la temperatura de su hogar, estimado amigo, sino a la presencia de este religioso. Son sus insondables ojos, fríos como el carbón, y su negra alma, dura como el acero, los que me aterrorizan. —La mujer retiró con pudor sus manos de aquel indecoroso contacto—. Bien sabéis, mi señor, que he sido causa de su presencia entre nosotros esta noche, aunque no por ello deje de sentir rechazo hacia su figura que, en mi opinión, representa lo peor de la condición humana.

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