El secreto de la logia (5 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

Al extranjero todo aquello le resultaba tan cruel y bárbaro que reconocía un escaso talento en quien hubiera imaginado obtener beneficio alguno de aquella desgracia colectiva.

—¿Alguien puede creer que en esas condiciones, unos u otros van a querer cumplir con lo que se espera de ellos? —Su pregunta, cargada de lógica, y que en el fondo todos compartían, no necesitaba respuesta alguna.

González de Mendoza les invitó a que siguiesen con sus deliberaciones hasta su retorno, y se dirigió con su secretario hacia el puerto, escoltados por una compañía de infantería.

El perfil del navío de línea
Firme
, con sus dos puentes de cañones de veinticuatro libras cada uno, se iba acercando al borde del muelle con la fuerza de un centenar de marineros que tiraban de cuatro gruesos cabos desde las bitas del buque para amarrarlas en los norays del muelle. A pesar de la intensa lluvia, toda la tripulación se afanaba en distintas labores para facilitar la difícil maniobra de atraque.

Desde la toldilla, los oficiales gritaban las distintas órdenes, mientras vigilaban desde su borda que tanto proa como popa se desplazaran a igual velocidad y en paralelo con la línea del muelle. Un centenar de infantes de marina formaban fila en la cubierta del Alcázar dispuestos a cubrir la escolta de los presos, y varios grumetes se empleaban con ahínco en arrastrar el agua de la cubierta y en limpiarla cuanto podían.

Una vez fue asegurado el buque en sus amarres, dos agudos toques de silbato avisaron a la tripulación que subía al barco el almirante González de Mendoza. Fue recibido a pie de escalerilla por su brigadier, el capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez y sus veinte oficiales, tanto de guerra como mayores. Tras presentarle sus honores, el primero del barco le invitó a seguirle hasta la sala de consejo, a resguardo de la incómoda meteorología, para hacerle entrega de sus órdenes y poder comentar en privado las incidencias del viaje.

Los seis ventanales que daban a los jardines de popa repartían una tenue iluminación que apenas cubría un tercio del recinto, aunque sí a la bella mesa de roble con funciones de despacho, hacia la que se dirigieron. Los dos marinos, viejos conocidos y amigos, una vez solos, rompieron todo protocolo y se dispusieron en cómodos asientos a conversar durante unos minutos.

—No imaginaba verte aún por estos mares; te suponía navegando por las Indias. —El almirante disfrutaba de la inesperada presencia de su antiguo amigo de academia, con el que había compartido aprendizaje e instrucción en la escuela naval de San Fernando.

—En efecto, debería estar más cerca de La Habana que de aquí, pero Cartagena ha retrasado mi partida para acoger la inmensa carga humana que te envían.

—¿Cuántos? —El almirante se retiraba la peluca para poder secarse el sudor que corría por su calva, previendo que cualquier cifra que escuchase le parecería de todos modos superior a sus posibilidades. El capitán Pardo le preparó el golpe ofreciéndole una copa de anís, que él mismo le sirvió para endulzarle la amarga noticia.

—El número total que embarcamos fue de novecientos cuarenta y dos. —El rostro del almirante empalideció de modo alarmante—. ¿Son muchos más de los que esperabas?

—Trescientos más de los que me prometieron. ¡Menudo desastre se me avecina!

Sin permitirles continuar su conversación y tras obtener su permiso, un teniente entró en la sala para notificar el final de los preparativos de la apertura y descarga de las bodegas. De camino a cubierta, el ayudante les explicó que se empezaría por la más pequeña de todas; la más próxima al trinquete, y se continuaría después, por atrás, con las de mayor capacidad con la idea de no abrir ni desalojar una nueva hasta que la anterior no hubiese quedado vacía y sus ocupantes en el muelle, a cargo de los infantes del arsenal. A lo largo del recorrido por el interior del buque se había situado abundante tropa de infantería y de artillería, armados con fusiles, para evitar cualquier intento de fuga o altercado, con orden de disparar a muerte si se hiciese necesario.

El almirante González de Mendoza, y el capitán Ordúñez, se colocaron en un lateral del combés por donde se iba a dar salida a los gitanos.

Tal vez fue el efecto del pútrido y nauseabundo olor que comenzó a surgir desde aquel agujero o quizá el asqueroso y lamentable aspecto que presentaban los primeros reclusos que asomaban al exterior, o la suma de ambos, lo que les hizo retirarse un tanto hacia atrás, no se sabe si buscando un poco de aire puro, o por un instintivo rechazo a lo que sus ojos veían.

Heridas ennegrecidas por la gangrena en piernas, muñecas o en espaldas desnudas. Miradas muertas y ausentes en los más viejos y cuerpos secos y arrugados por la enfermedad en los niños. El oscuro odio que parecía recorrer las venas de los más fuertes se mezclaba con la pálida resignación de los que caminaban abandonados a su fatal destino. Jirones de sucia ropa colgando de todos, y siempre, flotando a su alrededor, ese penetrante olor que desprendían, mezcla de excreciones humanas, muerte y putrefacción. Se escucharon disparos en el interior del barco, donde algunos gitanos quisieron dejar rubricado en sangre su honor, estampado junto a sus vísceras, sobre paredes y suelos. Otros, ya en el exterior, no llegaron a alcanzar la escalerilla de salida al morir atravesados por lanzas o espadas cuando se abalanzaban sobre la tropa, sin más objetivo que terminar con aquel tormento cuanto antes.

Cuando asomaba la tercera remesa desde la última de las bodegas, un teniente de navío les informó que en la primera se habían contado cuarenta cadáveres, tres de ellos niños, abandonados entre hambrientas jaurías de ratas, charcos de orines y una apestosa suciedad.

Pasadas dos horas, los últimos gitanos abandonaban la embarcación dejando a sus espaldas una veintena de cuerpos abatidos en cubierta, y un saldo final de ciento ochenta y seis cadáveres. Sólo setecientos cincuenta y seis, de los novecientos cuarenta y dos que habían embarcado en el puerto de Cartagena, fueron conducidos hasta las instalaciones del penal.

Los dos mandos militares, al igual que los demás espectadores de aquella horrenda función, sabían cuán inútiles resultaban las palabras para poder expresar la atrocidad de lo vivido y sobreponerse de aquel desastre. Un sobrecogedor silencio se instaló en todo el barco durante las horas siguientes.

—Me voy al penal para ver cómo se puede organizar esta catástrofe. —El almirante rompió a caminar mirando a un cielo que, por fortuna y tras varios días ocupado con negras nubes, había resuelto regalarles una cálida tregua de sol. A mitad de su descenso, se volvió hacia atrás para tratar de retener en su memoria una nueva imagen de aquel barco que ahora brillaba por el efecto purificador del sol. De sus maderas se desprendían vapores de humedad acumulada, como queriendo liberar de su ser todo resto de muerte y sangre, y sus mástiles parecían ascender hasta rasgar las nubes con el deseo de evitar que ninguna nueva sombra lograse oscurecer su noble porte.

El almirante caminaba al lado de su secretario en dirección al penal de las cuatro torres, donde le esperaba una complicada tarea. En el pasado, aquella cárcel había sido pensada sólo para acoger a los presos juzgados por delitos de robo o sangre de todo el sur de Andalucía pero desde hacía un tiempo y debido a las necesidades de mano de obra para levantar nuevas defensas en los grandes puertos del Caribe, el Rey había ordenado el envío de todos los prisioneros disponibles hacia las Indias como mano de obra barata.

Mientras recorría los últimos metros que le restaban por alcanzar las puertas del penal, recordaba el último brote de tifus que había diezmado la población de reclusos y las denuncias de los médicos del arsenal por la absoluta falta de higiene y la desnutrición a que se veían sometidos con la escasa ración que recibían. Aquellos problemas le parecían pequeños para los que ahora se le presentaban. Decidió que su amigo el capitán de navío Pardo, de ruta hacia La Habana, podía ayudar a rebajarlos llevándose algunos centenares, aunque tuviese que escribir al mismísimo marqués de la Ensenada para que éste lo autorizara. Pensó, que la mejor manera de exponerle su necesidad sería invitándole a cenar esa noche en su residencia y en compañía de su mujer María Emilia, que seguro apreciaría también su visita.

—¡Carrasco! Vaya usted de nuevo al barco y diga a su capitán que le espero a cenar. Y de camino, ordene de mi parte que acudan de inmediato al penal todos los médicos disponibles. Luego, vuelva para ayudarme. —El infante partió corriendo de vuelta al puerto, jurando en su interior contra el almirante y contra su propio sino, pues ese día él parecía el único que trabajaba en toda la base naval.

Pasada una semana de la llegada de los últimos gitanos al arsenal de La Carraca, una doble hilera de presos salía del penal a primera hora de la mañana hacia un fangoso entrante de mar, al oeste del puerto, donde se trabajaba en una vasta excavación que alojaría dos diques secos, los primeros que vería un astillero en España, bajo las indicaciones del científico y marino Jorge Juan.

Ya hacía tres jornadas que el navío que les había servido de transporte desde Cartagena había levado anclas para dirigirse al puerto de La Habana con la carga de casi quinientos hombres, lo que había dejado al penal con un aforo más cercano a sus posibilidades y algo más satisfecho a su almirante en jefe tras haber logrado la ayuda de su amigo Álvaro Ordúñez.

Timbrio Heredia y su hermano Silerio encabezaban la comitiva, sin dejar de ser vigilados ni un solo segundo por cuatro de los cuarenta guardias del penal que acompañaban a diario a los presos. Su marcado carácter violento y las heridas de dos infantes de marina, encargados de su vigilancia en los patios de la prisión, así lo habían aconsejado.

Habían sido detenidos el fatídico treinta de julio en una población cercana a Madrid donde residían desde hacía más de quince años, dedicados a la explotación de una herrería que gozaba de un asentado prestigio y abundante trabajo. Aunque no permitieron que el arresto se saldase sin el cobro de alguna vida, y fueron dos los militares que no lograron superar sus habilidades en el uso de la navaja, no pudieron regalar con idéntico trato al resto, que se emplearon así con mayor saña contra ellos, inmovilizándolos con cadenas y cuerdas, y moliéndolos a palos y patadas después.

Timbrio tenía mujer y dos hijas, ambas de corta edad. Su hermano, que acababa de casarse con Amalia —la prima más joven que tenía su mujer—, aún no había tenido descendencia. Pudo ser su juventud y belleza o una calculada y cruel venganza, lo que convirtió a la recién casada en destinataria de los abusos de aquellos soldados, que practicaron a la vista de los dos hombres maniatados y de las mismas niñas, con la impiedad de ser invitadas a observar aquello que les podía pasar también a ellas de no obedecer sus órdenes. Las lágrimas que corrían por las mejillas de las niñas contrastaban con la serenidad de la joven víctima, que no perdía el orgullo de su honra y con el odio tiñendo sus pupilas. Si algo les quedó marcado de por vida a los dos hermanos gitanos, aparte del cruento desfile de vilezas a que todos fueron sometidos, fue que ninguno de los vecinos que asistieron al espectáculo trató en ningún momento de asistirles. Allí estaban muchos de sus clientes, incluso más de un noble y algún que otro eclesiástico, y a todos consideraron desde ese momento cómplices del delito, con igual culpa que los primeros.

Supieron después que sus bienes habían sido repartidos entre el corregidor, dos justicias, y el oficial que dirigió la detención. Contra éstos, y contra todos los que presenciaron su deshonrosa captura, se juraron empeñar sus vidas en procurarles una despiadada venganza.

Al subir una pequeña loma se cruzaron con otra caravana, formada por niños pequeños, que también se dirigía a trabajar a los talleres. Algunos parecían cadáveres andantes, a la vista de su extrema delgadez.

—¡Fíjate en esos pobres diablos, los tratan peor que a animales!

Un seco golpe en una de sus cejas le abrió una herida por la que empezó a brotar abundante sangre. El guardia que se había empleado contra él le gritó que dejase de hablar en su jerigonza y que se limitara a caminar callado como los demás.

La mujer del almirante, doña María Emilia Salvadores se dirigía con sus criadas a oír misa de ocho y también se cruzó con los pequeños gitanos, cuando éstos atravesaban la explanada principal en dirección al taller de carpintería y calafatería.

Sobrecogida por el lamentable aspecto que presentaban en general, le atrajo uno que destacaba por su desaliñada cabellera abarrotada de rizos de un vivo color rubio. Podría tener unos trece años. Su delgadez aún era más exagerada que el resto, y cerraba el grupo en un triste y aislado caminar que le hacía parecer más huérfano que los demás.

Se dirigió a una de sus acompañantes, confiándole el encargo de informarse sobre el nombre y situación de ese chico tan pronto como pudiera. Se detuvo hasta verle desaparecer por detrás de una esquina, con una extraña sensación de vacío, y sin entender por qué, ardió en deseos de salir a su encuentro para acogerle entre sus brazos.

La imagen de aquella criatura le acompañó durante toda la misa, y estuvo presente en las consultas a su confesor, aunque éste sólo supo interpretar aquellos impulsos como reflejos de su insatisfecho instinto maternal.

De vuelta a su residencia, María Emilia meditaba sobre aquel suceso con el ánimo perturbado pues, sin saber cómo, el niño le había hecho enfrentarse a aspectos de su vida que no funcionaban desde hacía tiempo, como si él fuera la llave que abriese en ella una puerta sin retorno, por ciego que fuera el destino que la dirigiera.

No muy lejos, su marido se desesperaba al comprobar a pie de obra el escaso rendimiento en el trabajo de los gitanos. Para acometer la construcción de los nuevos diques habían tenido que desviar el curso del caño que bañaba esa zona para poder trabajar en seco, pero el terreno contra el que se enfrentaban seguía resultando demasiado húmedo, cuando no era puro fango.

Los hombres tenían que cavar en un bancal casi imposible, donde sus piernas se hundían hasta las rodillas y los grilletes y cadenas sólo complicaban aún más sus movimientos. Aunque en cada dique trabajaban mil hombres, si evaluaba su avance, éste resultaba tan escaso que parecían contar con menos de cien.

Se quejaban de forma constante, unas veces por la incomodidad de sus ataduras, otras por la poca comida que recibían, y siempre por las duras condiciones de la faena.

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