El otoño ha regresado a Vigàta con algunas sorpresas. Mientras Mimì Augello, el brazo derecho del comisario Montalbano, ha tirado la toalla y está a punto de casarse, don Salvo aguanta la enésima reprimenda de Livia por haber estropeado el suéter que le regaló. Pero, como la vida hay que vivirla, Montalbano ya está de nuevo husmeando en un caso extraño, tan anómalo como que el cadáver aún no ha aparecido. La curiosidad irrefrenable del comisario y su innato sentido de la sospecha lo inducen a investigar la desaparición de un financiero y su ayudante, que han desvalijado a medio pueblo y alrededores. La incógnita podría explicarse como una vulgar fuga con el botín sustraído a las numerosas almas crédulas de la euforia de la bolsa, pero otra bastante más atroz parece imponerse. En cualquier caso, a estos enigmas se aboca Montalbano con esa falta de prejuicios y esa lógica tan particular que tanta admiración despierta. En la medida en que su habilidad y su afán de justicia le permitan llegar hasta la verdad, podrá entonces decirse «que el olor de la noche había cambiado: era un perfume fresco y ligero, un perfume de hierba tierna, de verbena y albahaca».
Andrea Camilleri
El olor de la noche
(Montalbano-8)
ePUB v1.0
Kytano27.09.11
L'odore della notte
Publicación: 2001
Traducción: María Antonia Menini Pagès
La hoja de la ventana abierta golpeó con tal fuerza contra la pared que el impacto sonó como un disparo, y Montalbano, que en ese preciso momento soñaba que estaba participando en un tiroteo, se despertó de golpe empapado en sudor y, al mismo tiempo, muerto de frío. Se levantó soltando maldiciones y corrió a cerrar la ventana. Soplaba un viento tan gélido y porfiado que, en lugar de avivar los colores de la mañana, tal como siempre hacía, esa vez se los llevó borrándolos hasta dejar un simple esbozo o, mejor, unas desvaídas huellas semejantes a las de una acuarela de un pintor dominguero. Estaba claro que el verano, agonizante desde hacía varios días, había decidido durante la noche darse definitivamente por muerto para dejar paso a la estación que lo seguiría y que habría tenido que ser el otoño. Habría tenido porque, en realidad, por su manera de presentarse, el susodicho otoño parecía un invierno, y un invierno de lo más crudo.
Montalbano volvió a acostarse y se permitió el lujo de entonar una elegía a la desaparición de las estaciones intermedias. ¿Qué había sido de ellas? Puede que, arrastradas por el ritmo cada vez más rápido de la existencia humana, también se hubieran acomodado a la nueva situación: habían entendido que ellas significaban una pausa y por eso habían decidido desaparecer, porque hoy en día no hay lugar para ninguna pausa en esta carrera delirante que se alimenta de infinitivos: nacer, comer, estudiar, follar, producir, zapear, comprar, vender, cagar y morir. Pero unos infinitivos que duran un nanosegundo, un visto y no visto. ¿Acaso no hubo un tiempo en que existían otros verbos? Pensar, meditar, escuchar y, ¿por qué no?, haraganear, dormitar, divagar... Casi con lágrimas en los ojos, Montalbano recordó las prendas de entretiempo y el guardapolvo de su padre. Y eso le hizo pensar que, para ir al despacho, tendría que ponerse un traje de invierno. Se dio ánimos, se levantó y abrió la puerta del armario en el que guardaba la ropa de abrigo. La fetidez de casi un quintal de naftalina lo asaltó inesperadamente. Primero se le cortó la respiración, después empezaron a lagrimearle los ojos y al final se puso a estornudar. Estornudó doce veces seguidas con los mocos colgándole de la nariz, la cabeza retumbándole y un dolor creciente en la caja torácica. Había olvidado que Adelina, su asistenta, libraba desde hacía mucho tiempo una guerra sin cuartel contra las polillas en la que siempre llevaba las de perder. El comisario renunció a su propósito, cerró el armario y fue a buscar un jersey grueso a la cómoda. Allí Adelina también había utilizado gases asfixiantes, pero esta vez estaba preparado y contuvo la respiración.
Salió a la galería y dejó el jersey sobre la mesilla para que el aire le quitara un poco el pestazo. Cuando, tras haberse duchado, afeitado y vestido, volvió a la galería para ponérselo, el jersey había desaparecido. ¡Precisamente aquel tan nuevecito que Livia le había traído de Londres! ¿Cómo iba a explicarle que algún hijo de la gran puta que pasaba por allí no había resistido la tentación, había alargado la mano y adiós muy buenas? Poco a poco se imaginó el diálogo con su novia.
—¡Vaya por Dios! ¡Era de esperar!
—¿Y eso por qué, perdona?
—¡Porque te lo he regalado yo!
—¿Qué tiene que ver eso?
—¡Pues claro que tiene que ver! ¡Vaya si tiene que ver! ¡Tú nunca das importancia a lo que yo te regalo! Por ejemplo, la camisa que te llevé de...
—Esa todavía la tengo.
—¡Pues claro que todavía la tienes, si nunca te la has puesto! ¡Pero hombre, por Dios, el famoso comisario Montalbano deja que le robe un ladronzuelo! ¡Es como para que se te trague la tierra!
En aquel momento vio el jersey. Arrastrado por el viento, estaba rodando por la playa, cada vez más cerca del lugar donde la arena se mojaba cuando aparecía una ola.
Saltó por encima de la barandilla, corrió, se le llenaron los calcetines y los zapatos de arena y llegó justo a tiempo para recoger el jersey y salvarlo de una enfurecida ola que parecía haberse encaprichado especialmente de él.
Mientras regresaba, medio cegado por la arena que le había entrado en los ojos, tuvo que resignarse a que el jersey se hubiera convertido en un informe amasijo de lana medio mojada. En cuanto entró en la casa, sonó el teléfono.
—Hola, cariño, ¿cómo estás? Quería decirte que hoy no estaré en casa. Me voy a la playa con una amiga.
—¿No vas al despacho?
—Aquí es día festivo, el patrón.
—¿Tenéis buen tiempo ahí arriba?
—Una maravilla.
—Entonces, que te diviertas. Hasta esta noche.
¡Lo que faltaba para fastidiarle el día! ¡Él, temblando de frío, y Livia, tumbada alegremente al sol! Otra prueba más de que el mundo ya no funcionaba como antes. Ahora, en el norte se morían de calor y en el sur tenían heladas, osos y pingüinos.
Se preparaba para abrir de nuevo el armario conteniendo la respiración cuando volvió a sonar el teléfono. Vaciló un momento, pero la idea de los problemas gástricos que le provocaría el olor de la naftalina lo convenció de que se pusiera al aparato.
—¿Diga?
—¡Ah,
dottori, dottori
! —dijo la torturada y afanosa voz de Catarella—. ¿Es usía en persona personalmente?
—No.
—Pues entonces, ¿con quién hablo?
—Soy Arturo, el hermano gemelo del comisario.
¿Por qué se estaba comportando como un cabrón con aquel pobre desgraciado? ¿Tal vez para desahogar un poco su mal humor?
—¿De verdad? —dijo Catarella, sorprendido—. Perdone, señor gemelo Arturo, pero, si el
dottori
estuviera casualmente en casa, ¿le dice que tengo que hablar con él?
Montalbano dejó transcurrir unos segundos. A lo mejor, lo que se acababa de inventar podría serle útil en otra ocasión. Escribió en una hoja de papel «mi hermano gemelo se llama Arturo» y contestó a Catarella.
—Aquí estoy, ¿con quién hablo?
—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Se va a armar la gorda! ¿Usted conoce el sitio donde tenía el despacho el contable Gragano?
—Querrás decir Gargano.
—Sí. ¿Por qué, qué es lo que he dicho? He dicho Gragano.
—Dejémoslo correr, ya sé dónde está. ¿Qué es lo que pasa?
—Pues que ha entrado uno armado con un revólver. Se dio cuenta Fazio, que pasaba casualmente por allí. Parece que tiene intención de pegarle un tiro a la empleada. Dice que quiere que le devuelvan el dinero que Gragano le robó y que, si no, mata a la mujer.
Arrojó el jersey al suelo, lo empujó de un puntapié bajo la mesa y abrió la puerta de casa. El tiempo que tardó en subir al coche fue suficiente para que el viento le atacara los nervios.
El contable Emanuele Gargano, un cuarentón tan alto, guapo y elegante como el héroe de una película americana, siempre bronceado por el sol en su punto justo, pertenecía a aquella raza de breve existencia empresarial llamada «de los ejecutivos trepas»; una existencia muy breve, pues a los cincuenta años estaban tan gastados que los tenían que desguazar, por utilizar un verbo que a ellos les encantaba. El contable Gargano había nacido en Sicilia, según él mismo decía, pero había trabajado durante mucho tiempo en Milán, donde, rápidamente y siempre según sus propias palabras, se había hecho famoso como mago de las especulaciones bursátiles. Después, considerando que ya había alcanzado el renombre necesario, había decidido montar su propio negocio en Bolonia, donde, según seguía diciendo, había dado la fortuna y la felicidad a varias decenas de ahorradores. Poco más de dos años atrás se había presentado en Vigàta para fomentar, decía, «el despertar económico de esta querida y desgraciada tierra nuestra», y en pocos días había abierto agencias en cuatro importantes pueblos de la provincia de Montelusa. Era un tipo con mucha labia que sabía convencer a sus interlocutores, siempre con una radiante y tranquilizadora sonrisa en los labios. Tras pasar una semana desplazándose de una población a otra con un aparatoso y reluciente coche de lujo, una especie de espejito para alondras, consiguió captar un centenar de clientes cuya media de edad giraba en torno a los sesenta y tantos años y que le confiaron sus ahorros. Al cabo de seis meses, los jubilados fueron convocados y recibieron, con riesgo de sufrir allí mismo un infarto, un interés del veinte por ciento. Posteriormente, el contable citó en Vigàta a todos los clientes de la provincia para asistir a un gran banquete a cuyo término dio a entender que, en el siguiente semestre, quizá los intereses fueran todavía más elevados, aunque no mucho. Corrió la voz y la gente empezó a hacer cola delante de las ventanillas de las distintas agencias locales, suplicando a Gargano que aceptara su dinero. Y el magnánimo contable lo aceptó. En aquella segunda fase, a los ancianitos se añadieron muchachos deseosos de ganar dinero con la mayor rapidez posible. Al final del segundo semestre, los intereses de los primeros clientes subieron al veintitrés por ciento. La cosa iba viento en popa hasta que, al término del cuarto semestre, Emanuele Gargano no apareció. Los empleados de las agencias y los clientes esperaron un par de días y después decidieron llamar a Bolonia, donde hubiera tenido que estar la sede central de la «Rey Midas», que era el nombre de la gestora financiera del contable. Nadie contestó al teléfono. Tras efectuar una rápida investigación, descubrieron que los locales de alquiler de la «Rey Midas» habían sido devueltos a su legítimo propietario, el cual, por su parte, estaba furioso porque llevaba varios meses sin cobrar la renta. Al cabo de una semana de inútiles indagaciones sin que al contable se le viera el pelo ni en Vigàta ni en sus alrededores, y tras numerosos y turbulentos asaltos a las agencias por parte de los inversores, surgieron, a propósito de esta misteriosa desaparición, dos escuelas de pensamiento.
La primera de ellas sostenía que Emanuele Gargano había cambiado de nombre y se había trasladado a una isla de la Polinesia, donde se lo estaba pasando en grande con bellísimas mujeres medio desnudas, burlándose de quienes habían depositado en él su confianza y sus ahorros.