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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (3 page)

—A vuestra salud —dijo Montalbano.

—No..., es que... —empezó a justificarse Galluzzo.

—Estábamos un poco pasmados —dijo Fazio.

—Necesitábamos tomarnos algo un poco fuerte —remachó Galluzzo.

—¿Pasmados? ¿Y eso por qué?

—Ha muerto el pobre aparejador Garzullo. Ha sufrido un infarto —explicó Fazio—. Cuando llegamos al hospital, estaba inconsciente. Llamamos a los enfermeros y se lo llevaron corriendo adentro. Nada más aparcar el coche, entramos y nos dijeron que...

—Nos ha impresionado —dijo Galluzzo.

—Pues a mí también me está impresionando —comentó Montalbano—. Haced una cosa, averiguad si tenía familia, y si no la tenía buscad a algún amigo íntimo. Ya me diréis algo cuando vuelva de Montelusa.

Fazio y Galluzzo saludaron a su jefe y se marcharon. Montalbano se bebió con calma el café y después recordó que El Descanso también era famoso porque vendía un queso de cabra que nadie sabía quién lo hacía pero que era exquisito. Al momento le entró hambre y se desplazó hacia la parte de la barra donde, además del queso, se exponía salami, morcillas de cabeza de cerdo hervida y salchichas. Estaba a punto de ceder a la tentación, pero consiguió reprimirse y se limitó a comprar un queso pequeño. Cuando trató de entrar en la carretera desde la explanada, comprendió que no le iba a resultar fácil, pues la hilera de coches y camiones era compacta y no presentaba ninguna brecha. Tras una espera de cinco minutos, vio un hueco y se metió. Circuló sin poder quitarse de la cabeza el germen de un pensamiento al que no conseguía dar forma, y eso lo cabreaba. Y así, sin darse ni cuenta, se encontró de nuevo en Vigàta.

¿Qué iba a hacer? ¿Echarse de nuevo a la carretera de Montelusa y llegar a Jefatura con retraso? Como ya todo estaba perdido, decidió irse a su casa de Marinella, ducharse, cambiarse y después, limpio y fresco, presentarse ante el jefe superior con la cabeza despejada. Justo cuando se encontraba bajo el chorro de la ducha se le aclaró el pensamiento. Aproximadamente media hora después detuvo su vehículo delante de la comisaría, bajó y entró. Y, nada más entrar, lo ensordeció un grito de Catarella, aunque, más que un grito, fue una cosa intermedia entre un ladrido y un relincho.

—¡Aaaaaah,
dottori, dottori
! ¿Está aquí? ¿Está aquí,
dottori
?

—Sí, Catarè, estoy aquí. ¿Qué ocurre?

—¡Pues ocurre que el
siñor
jefe superior está armando la gorda,
dottori
! ¡Cuatro veces ha llamado! ¡Cada vez más furioso!

—Pues dile que se calme.


Dottori!
, yo jamás en la vida me atrevería a hablarle así al
siñor
jefe superior. ¡Eso sería una falta de respeto muy grande! ¿Qué le digo si llama de nuevo nuevamente?

—Que no estoy.

—¡Eso nunca, Dios mío! ¡No le puedo contar una trola, una mentira tan grande al
siñor
jefe superior!

—Pues entonces se lo pasas al señor Augello.

Abrió la puerta del despacho de Mimì.

—¿Qué quería el jefe?

—No lo sé, aún no he ido.

—¡Virgen santísima! ¡Habrá que oírle, a ése!

—Pues lo vas a oír tú. Llámalo y dile que, mientras me dirigía a toda prisa a reunirme con él, me he salido de la carretera por exceso de velocidad. Nada grave, tres puntos en la frente. Dile que, si me encuentro mejor, iré a verlo por la tarde. Dale palique hasta que lo marees. Y después me cuentas.

Entró en su despacho e inmediatamente apareció Fazio.

—Quería decirle que hemos localizado a una nieta del aparejador Garzullo.

—Os felicito. ¿Cómo lo habéis hecho?

—No hemos hecho nada,
dottore
. Es ella la que se ha presentado. Estaba preocupada porque esta mañana, cuando fue a verlo, no lo encontró en casa. Esperó y después decidió venir aquí. Le he tenido que dar la triple y terrible noticia.

—¿Por qué triple?

—Verá usted,
dottore
. Uno: no sabía que su abuelo había perdido todos sus ahorros con el contable Gargano; dos: no sabía que su abuelo había montado una escena de película de gángsters, y tres: no sabía que su abuelo había muerto.

—¿Cómo ha reaccionado, pobrecita?

—Mal, sobre todo al enterarse de que al abuelo le habían birlado el dinero que había ahorrado y que le habría correspondido a ella en herencia.

Se retiró Fazio y entró Mimì, secándose el sudor del cuello con un pañuelo.

—¡Me las ha hecho pasar putas, el jefe! Al final, me ha dicho que te diga que, si no estás a punto de morir, te espera esta tarde.

—Mimì, siéntate y cuéntame todo este asunto del contable Gargano.

—¿Ahora?

—Ahora. ¿Acaso tienes prisa?

—No, pero es una historia muy enredada.

—Pues desenrédamela.

—Muy bien. Pero piensa que yo sólo te puedo contar de la misa la media, pues nos hemos encargado exclusivamente de la parte que nos corresponde por orden del jefe; el grueso de la investigación correrá a cargo del señor Guarnotta, el gran especialista en estafas.

Y, mirándose a los ojos, no consiguieron reprimir una sonora carcajada, pues era bien sabido que a Amelio Guarnotta dos años atrás lo habían convencido para que adquiriera un considerable número de acciones de una empresa encargada de convertir el Coliseo de Roma, tras su privatización, en un aparthotel de lujo.

—Vamos allá. Emanuele Gargano nació en Fiacca en febrero de mil novecientos sesenta y obtuvo el diploma de contable en Milán.

—¿Por qué en Milán? ¿Acaso sus padres se habían trasladado allí?

—No, sus padres se habían trasladado al cielo por culpa de un accidente de tráfico. Y entonces, como era hijo único, fue adoptado por un hermano de su padre, soltero y director de un banco. Con la ayuda de su tío, después de sacarse el diploma de contabilidad entró a trabajar en el mismo banco. Diez años más tarde, al morir su protector, pasó a una agencia inmobiliaria, donde demostró su valía. Hace tres años abandonó la agencia e inauguró en Bolonia la «Rey Midas», de la cual es titular. Y aquí hay la primera cosa rara. Por lo menos, eso me han dicho, porque esta parte no era asunto nuestro.

—¿Qué es esta cosa rara?

—En primer lugar, que la plantilla de la «Rey Midas» de Bolonia estaba integrada por una sola empleada, algo parecido a nuestra señorita Cosentino, y que el volumen de negocios de la gestora correspondía a algo así como dos mil millones de liras en tres años. Una auténtica miseria.

—Una tapadera.

—Claro. Pero una tapadera preparatoria, dada la descomunal estafa que el contable iba a organizar más tarde por estas tierras.

—¿Me quieres explicar bien esta estafa?

—Muy fácil. Supongamos que me confías un millón para que lo invierta y te dé un buen interés. Al cabo de seis meses, te entrego doscientas mil liras de beneficio, el veinte por ciento. Es un porcentaje muy alto, y se corre la voz. Aparece otro amigo tuyo y me confía su millón. Al término del segundo semestre, te doy otras doscientas mil liras y otras tantas a tu amigo. Llegado a este punto, decido esfumarme. He ganado un millón cuatrocientas mil liras. Réstale cuatrocientas mil de gastos y la conclusión es que me he metido en el bolsillo un millón neto. Resumiendo, según Guarnotta se ha embolsado más de veinte mil millones de liras.

—Coño. Todo por culpa de la televisión —dijo Montalbano.

—¿Qué pinta aquí la televisión?

—Pinta mucho. No hay telediario que no te bombardee con la Bolsa, el Nasdaq, el Dow Jones, el Mibtel, la Pollatel... La gente se impresiona, no entiende ni torta, sabe que se corren riesgos pero que se puede ganar, y se arroja en brazos del primer estafador que pasa: deja que yo también participe en el juego, déjame participar. .. En fin, ¿qué idea te has formado?

—Mi idea, que es también la de Guarnotta, es que entre los clientes más gordos debía de haber algún mafioso, el cual, al verse estafado, lo liquidó.

—¿O sea, que tú, Mimì, no perteneces a la escuela de pensamiento según la cual Gargano se lo está pasando en grande en una isla de los mares del Sur?

—No. ¿Y tú qué piensas?

—Yo pienso que tú y Guarnotta sois un par de gilipollas.

—¿Y por qué?

—Ahora te lo explico. Pero, antes, intenta convencerme de que existe un mafioso tan imbécil que no es capaz de darse cuenta de que lo de Gargano es una estafa de lo más vulgar. En todo caso, el mafioso lo habría obligado a aceptarlo como socio mayoritario. Además, ¿cómo se las habría arreglado ese hipotético mafioso para adivinar que el contable estaba a punto de estafarlo?

—No te entiendo.

—Somos un pelín lentitos, ¿verdad, Mimì? Reflexiona. ¿Cómo habría podido adivinar el mafioso que Gargano no se presentaría para el pago de los intereses? ¿Cuándo lo vieron por última vez?

—Ahora no me acuerdo muy bien, hace un mes aproximadamente, en Bolonia. Le dijo a la empleada que al día siguiente se iría a Sicilia.

—¿Cómo?

—Que se iría a Sicilia —repitió Augello.

Montalbano descargó un manotazo sobre la mesa.

—¿Pero es que lo de Catarella es contagioso? ¿Tú también te estás idiotizando? Te pregunto cómo iba a viajar a Sicilia. ¿En avión? ¿En tren? ¿A pie?

—La empleada no lo sabía. Pero siempre que estaba en Vigàta circulaba con un Alfa ciento sesenta y seis superequipado, de esos que llevan un ordenador en el salpicadero.

—¿Lo han encontrado?

—No.

—Tenía un ordenador en el salpicadero, pero en su despacho no he visto ninguno. Curioso.

—Tenía dos. Los ha mandado retirar Guarnotta.

—¿Y qué ha descubierto?

—Aún están en ello.

—¿Cuántos empleados había en la sucursal de aquí, además de la Cosentino?

—Dos chavales, de esos de hoy en día que lo saben todo de Internet y cosas por el estilo. Uno, Giacomo Pellegrino, es licenciado en Ciencias Económicas; la otra, Michela Manganaro, también está a punto de licenciarse en Económicas. Ambos viven en Vigàta.

—Quiero hablar con ellos. Anótame sus teléfonos. Cuando regrese de Montelusa quiero verlos.

Augello se puso muy serio, se levantó y abandonó la estancia sin despedirse.

Montalbano lo comprendió; Mimì temía que él le arrebatara la investigación. O, peor todavía, pensaba que se le había ocurrido una idea genial que podría encauzar la investigación por el camino apropiado. Pero, en realidad, no era así. ¿Cómo podía decirle a Augello que se basaba en una impresión sin fundamento, en una leve sombra, en una fina telaraña que se podía romper al menor soplo de viento?

En la
trattoria
San Calogero se zampó dos raciones de pescado a la parrilla seguidas, como primer y segundo plato. Después dio un largo paseo digestivo por el muelle hasta llegar al faro. Dudó un instante en sentarse en la roca de costumbre, pero soplaba un viento muy fuerte y frío y, además, pensó, era mejor quitarse de la cabeza el asunto del jefe superior. Al llegar a Montelusa, en lugar de dirigirse de inmediato a la Jefatura, se presentó en la redacción de Retelibera. Le dijeron que Zito, el periodista amigo suyo, estaba fuera, realizando un reportaje. Pero Annalisa, la secretaria para todo, se puso a su disposición.

—¿Han realizado algún reportaje acerca del contable Gargano?

—¿Por su desaparición?

—Y también por lo de antes.

—Hemos hecho montones.

—¿Me podría facilitar los que a usted le parezcan más significativos? ¿Los podría tener mañana por la tarde?

Tras dejar el coche en el aparcamiento de la Jefatura Superior, entró por una puerta lateral y aguardó la llegada del ascensor. Había tres personas esperando. Conocía a una de ellas, un subcomisario, y ambos se saludaron. Hicieron pasar primero a Montalbano. Cuando ya estaban todos dentro, incluido un sujeto que había llegado corriendo en el último momento, el subcomisario alargó el dedo para pulsar el botón y se quedó paralizado por el grito de Montalbano.

—¡Quieto!

Todos se volvieron a mirarlo, medio asustados, medio perplejos.

—¡Permiso! ¡Permiso! —dijo, abriéndose paso a codazos.

Una vez fuera, corrió a su coche, lo puso en marcha y se fue soltando palabrotas. Había olvidado por completo la trola que Mimì le había contado al jefe, según la cual le habían dado un par de puntos en la frente. Lo único que podía hacer era regresar a Vigàta y pedirle a un amigo farmacéutico que le aplicara un vendaje.

Tres

Regresó a la Jefatura Superior con una ancha venda de gasa alrededor de la cabeza, como un veterano de Vietnam. En la antesala del despacho de Bonetti-Alderighi se encontró con el jefe del gabinete, el señor Lattes, a quien todos llamaban «leches y mieles» por sus modales empalagosos. Lattes se fijó, habría sido imposible no hacerlo, en el llamativo vendaje.

—¿Qué le ha pasado?

—Un pequeño accidente de tráfico. Poca cosa.

—¡Dele las gracias a la Virgen!

—Ya lo he hecho,
dottore
.

—¿Y qué tal la familia, mi queridísimo amigo? ¿Todos bien?

Hasta los cerdos y los perros sabían que Montalbano era huérfano, no estaba casado y ni siquiera tenía hijos de extranjis. Y, sin embargo, Lattes siempre le hacía la misma puñetera pregunta. Y el comisario a su vez, con ejemplar obstinación, jamás lo defraudaba.

—Todos muy bien, gracias a la Virgen. ¿Y su familia?

—También, gracias al Cielo —contestó Lattes, aprovechando complacido la posibilidad de variación que Montalbano le brindaba. Acto seguido, preguntó—: ¿Qué le trae por aquí?

Pero ¿cómo? ¿El jefe no le había dicho nada acerca de aquella reunión a su jefe de gabinete? ¿Tan reservado era el asunto?

—Me llamó el señor Bonetti-Alderighi. Quiere verme.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Lattes—. Anuncio ahora mismo su llegada al señor jefe superior.

Llamó discretamente a la puerta del jefe, entró y la cerró; poco después ésta se volvió a abrir y apareció Lattes con el rostro demudado y serio.

—Entre —dijo.

Al pasar por delante de él, Montalbano trató de mirarlo a los ojos, pero no lo consiguió, pues el jefe de gabinete mantenía la cabeza gacha. Coño, la cosa debía de ser muy grave. ¿Qué habría hecho de malo? Entró, Lattes cerró la puerta a su espalda y Montalbano tuvo la sensación de que la tapa de un ataúd había caído sobre él.

El jefe superior, que cada vez que lo recibía montaba una escenografía creada a propósito, esa vez había echado mano de unos efectos luminosos especiales que parecían sacados de una película en blanco y negro de Fritz Lang. Las contraventanas estaban rigurosamente cerradas, a excepción de una lama a través de la cual un rayo de sol dividía la estancia en dos partes. La única fuente de luz era una pequeña lámpara de mesa en forma de seta que iluminaba los papeles del escritorio del jefe, pero dejaba su rostro envuelto en las sombras. Al ver el montaje, el comisario entendió de inmediato que estaba a punto de ser sometido a un interrogatorio a medio camino entre los de la Santa Inquisición y los de las SS.

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