Entró en una estancia llena de carpetas, legajos, expedientes y archivadores, marcó un número y pidió que la pusieran con la habitación 114. Después dijo:
—Giulio...
Se interrumpió. Era cosa sabida que al señor notario no se le escapaba ni una. Y la que estaba telefoneando era una treintañera alta, de larga melena hasta más abajo de la cintura y piernas preciosas.
—Señor notario —se corrigió—. Está aquí en el despacho el comisario Montalbano, que desearía hablar con usted... ¿Sí? Hablaremos más tarde.
Le pasó el teléfono a Montalbano y abandonó discretamente la sala.
—¿Señor notario? Soy Montalbano. Sólo quería pedirle una información. ¿Recuerda que hace unos años yo le entregué una libreta de ahorros con quinientos millones de liras que...? Ah, ¿lo recuerda? Se lo pregunto porque temía que usted hubiera podido invertir el dinero en la gestora del contable Gargano y entonces... No, no se ofenda..., no, por Dios, no era mi intención..., imagínese si yo... Muy bien, muy bien, disculpe. Que se mejore.
Colgó el aparato. Ante la sola mención del nombre de Gargano, el notario se había ofendido. «¿Y usted piensa que yo soy tan gilipollas que me fío de un tramposo como Gargano?», le había dicho.
El dinero de François estaba a salvo.
Pero, mientras subía de nuevo al coche para dirigirse a comisaría, Montalbano juró que le haría pagar con creces al contable el susto que se había llevado por su culpa.
Pero no llegó a la comisaría, porque, por el camino, pensó que su jornada había sido muy dura y que se merecía un premio de consolación. Le habían hablado vagamente de una
trattoria
abierta unos cuantos meses atrás a unos diez kilómetros de Montelusa por la carretera provincial de Giardina, donde, al parecer, se comía de maravilla. Hasta le habían dicho el nombre, Giugiù el Carretero. Se equivocó cuatro veces de camino y, justo cuando ya había decidido volver atrás y presentarse en la
trattoria
San Calogero, pues, cuanto más tiempo pasaba, más canina era su hambre, vio a la luz de los faros el rótulo del local, escrito a mano sobre un trozo de madera fijado a un poste de la luz. Para llegar tuvo que circular durante cinco minutos por un auténtico camino de mulas de esos que ya no quedaban, lleno de baches y pedruscos, y por un momento le entró la sospecha de que aquello era un montaje de Giugiù, que se hacía pasar por carretero pero que, en realidad, utilizaba un vehículo de fórmula 1. Apoyando sus sospechas, la solitaria casita a la que llegó tampoco lo convenció: mal encalada y sin luces de neón, constaba de una sala en la planta baja y otra en el piso de arriba. A través de las dos ventanas de la sala de la planta baja se filtraba al exterior una luz mortecina que producía una sensación de tristeza. Seguramente, el toque final del montaje. Bajó del vehículo y se detuvo sin saber qué hacer. En la explanada había dos coches. Trató de recordar quién le había recomendado el local, y al final le vino a la mente: el subcomisario Lindt, hijo de padres suizos («¿pariente del chocolate?», le había preguntado él cuando se lo presentaron), que hasta seis meses atrás había trabajado en Bolzano.
«Ay, Dios mío —pensó—. ¡Ese igual no distingue entre un pollo y un salmón!»
Y, en aquel momento, le llegó muy despacio con la brisa de la tarde un aroma que le dilató las ventanas de la nariz: aroma de cocina auténtica y sabrosa, aroma de platos preparados como Dios manda. Sus dudas se disiparon de golpe, abrió la puerta y entró. El local disponía de ocho mesas, y sólo una de ellas estaba ocupada por una pareja de mediana edad. Se sentó a la primera mesa que tenía a mano.
—Disculpe, pero está reservada —dijo el camarero-propietario, un sexagenario calvo pero con bigotes de manubrio, alto y barrigón.
Obediente, el comisario se levantó. Estaba a punto de sentarse en una silla de la mesa de al lado cuando el bigotudo volvió a hablar.
—Ésta, también.
Montalbano empezó a mosquearse. ¿Acaso aquel tío lo quería desairar? ¿Buscaba camorra? ¿Pretendía acabar de mala manera?
—Están todas ocupadas. Si quiere, puedo prepararle una mesa aquí —dijo el camarero-propietario al ver que al cliente se le habían enturbiado los ojos.
Le indicó una mesita auxiliar llena de cubiertos, vasos y platos, muy cerca de la cocina, de la que escapaban unos efluvios de esos que sacian antes incluso de haber empezado a comer.
—Muy bien —dijo el comisario.
Parecía que lo hubieran castigado: tenía la pared prácticamente a un palmo del rostro y, para ver la sala, habría tenido que sentarse atravesado en la silla y torcer el cuello, pero ¿a él qué coño le importaba la sala?
—Si se atreve, tengo unos
pirciati
que queman —dijo el bigotudo.
Sabía lo que era el
pirciato
, un tipo especial de pasta, pero ¿qué era lo que tenían que quemar? Sin embargo, no quiso darle al otro la satisfacción de preguntarle cómo estaban preparados los
pirciati
. Se limitó a hacerle una sola pregunta:
—¿Qué quiere usted decir con eso de si me atrevo?
—Justo lo que he dicho: si se atreve —fue la respuesta.
—Me atrevo, no se preocupe, me atrevo.
El otro se encogió de hombros, desapareció en el interior de la cocina, regresó poco después y se puso a mirar al comisario. Entonces lo llamó la pareja de clientes, pidiéndole la cuenta. El bigotudo se la hizo, los clientes pagaron y se fueron sin saludar.
«El saludo no debe de ser costumbre de la casa», pensó Montalbano, recordando que, al entrar, él tampoco había saludado a nadie.
El bigotudo regresó de la cocina y volvió a adoptar exactamente la misma posición de antes.
—Estará listo dentro de cinco minutos —dijo—. ¿Quiere que le encienda la televisión mientras espera?
—No.
Al final, se oyó una voz de mujer procedente de la cocina:
—¡Giugiù!
Y llegaron los
pirciati
. Despedían aroma de paraíso terrenal. El bigotudo se apoyó en el marco de la puerta como si se dispusiera a presenciar un espectáculo.
Montalbano dejó que los efluvios penetraran hasta el fondo de sus pulmones.
Mientras él aspiraba ávidamente, el otro habló.
—¿Quiere una botella de vino al alcance de la mano antes de empezar a comer?
El comisario asintió con la cabeza, no le apetecía hablar. Le colocaron delante una jarra de un litro de vino tinto muy espeso. Montalbano llenó un vaso y se introdujo en la boca el primer bocado con el tenedor. Empezó a asfixiarse, tosió, le asomaron las lágrimas a los ojos; tuvo la clara sensación de que sus papilas gustativas estaban ardiendo. Se bebió de un trago todo el vaso de vino, que, por su graduación, tampoco era una broma que digamos.
—Vaya despacito y con cuidado —le aconsejó el camarero-propietario.
—Pero ¿qué es lo que hay aquí dentro? —preguntó, todavía medio asfixiado.
—Aceite, media cebolla, dos dientes de ajo, dos anchoas saladas, una cucharadita de alcaparras, aceitunas negras, tomate, albahaca, media guindilla, sal, queso de oveja y pimienta negra —contestó el bigotudo, enumerando los ingredientes con una pizca de sadismo en la voz.
—¡Jesús! —dijo Montalbano—. ¿Y quién está en la cocina?
—Mi mujer —contestó el bigotudo saliendo al encuentro de tres nuevos clientes.
Intercalando los bocados con tragos de vino y gemidos tanto de extrema angustia como de irresistible placer («¿habrá un plato extremo tal como hay un sexo extremo?», llegó a preguntarse en determinado momento), Montalbano tuvo incluso el valor de mojar el pan en el condimento que había quedado en el fondo del plato, secándose de vez en cuando el sudor que le empapaba la frente.
—¿Qué desea de segundo, señor?
El comisario comprendió que con aquel «señor» el propietario le estaba rindiendo honores militares.
—Nada.
—Hace usted muy bien. Lo malo de los
pirciati
que queman es que uno recupera los sabores al día siguiente.
Montalbano pidió la cuenta, pagó una miseria, se levantó, hizo ademán de salir sin saludar según la costumbre y, justo al lado de la puerta, vio una fotografía de gran tamaño con un pie que decía: «RECOMPENSA DE UN MILLÓN DE LIRAS A QUIEN ME FACILITE NOTICIAS DE ESTE HOMBRE.»
—¿Quién es? —preguntó, volviéndose hacia el bigotudo.
—¿No lo conoce? Este es el grandísimo hijo de puta del contable Gargano, el que...
—¿Y por qué quiere que le faciliten noticias suyas?
—Para agarrarlo y estrangularlo.
—¿Qué le ha hecho?
—A mí, nada. Pero a mi mujer le ha jodido treinta millones.
—Dígale a la señora que será vengada —dijo el comisario, apoyándose solemnemente la mano en el pecho.
Comprendió que llevaba una tajada descomunal.
Había una luna que hasta daba miedo de tan clara que era. Conducía con alegría: tomaba las curvas derrapando y circulaba a ratos a diez y a ratos a cien. A medio camino entre Montelusa y Vigàta, vio a lo lejos la valla publicitaria que ocultaba el camino que conducía a la casita en ruinas junto a la cual se levantaba el gran acebuche. Puesto que en los últimos tres kilómetros había estado a punto de chocar frontalmente con dos coches que circulaban en sentido contrario, decidió girar y dejar que se le pasara la borrachera entre las ramas del olivo silvestre que llevaba casi un año sin visitar.
Giró a la derecha para enfilar el caminito y enseguida tuvo la sensación de haberse equivocado, pues, en lugar del sendero, había una ancha franja asfaltada. A lo mejor se había confundido de valla publicitaria. Dio marcha atrás y golpeó uno de los soportes de la valla, que se inclinó peligrosamente. «FERRAGUTO MUEBLES-MONTELUSA.» No cabía duda, aquélla era la valla. Regresó al ex caminito y, tras recorrer unos cien metros, se encontró delante de la verja de un chalet de reciente construcción. La rústica casita ya no existía, y el acebuche, tampoco. No lograba entenderlo, no reconocía ningún detalle del paisaje al que estaba acostumbrado.
¿Cómo era posible que un litro de vino, por muy fuerte que fuera, lo hubiera dejado reducido a semejante estado? Bajó del vehículo y, mientras meaba, miró a su alrededor. La luz de la luna permitía verlo todo muy bien, pero lo que veía le era desconocido. Sacó la linterna de la guantera del coche y rodeó la verja. El chalet ya estaba terminado, pero era evidente que no estaba habitado, pues los cristales de las ventanas aún conservaban la protección de las tiras cruzadas de cinta adhesiva. El jardín vallado era bastante grande y en él estaban construyendo una especie de glorieta, cerca de la cual se amontonaban las herramientas de trabajo, picos, palas y baldes para la argamasa. Cuando llegó a la parte de atrás del chalet, se golpeó contra algo que, al principio, le pareció un endrino. Lo enfocó con la linterna, miró mejor y lanzó un grito. Había visto a un muerto. O, mejor dicho, a un moribundo. El gran acebuche estaba delante de él agonizante, tras haber sido arrancado de cuajo y derribado al suelo. Agonizaba, le habían separado las ramas del tronco con una sierra eléctrica, y el tronco propiamente dicho presentaba una profunda herida de hacha. Las hojas se habían enrollado y se estaban secando. Montalbano se percató confusamente de que se había echado a llorar, se sorbía los mocos que le colgaban de la nariz y los aspiraba a sacudidas, tal como hacen los niños. Alargó una mano, la apoyó sobre una ancha herida y percibió en la palma de la mano la humedad de la linfa que se estaba escapando poco a poco tal como hace la sangre de un hombre que se muere desangrado. Apartó la mano de la herida, arrancó unas hojas que todavía oponían resistencia y se las guardó en el bolsillo. Después pasó del llanto a una especie de rabia contenida.
Regresó al coche, se quitó la chaqueta, se metió la linterna en el bolsillo de los pantalones y encendió las luces de carretera; a continuación, se acercó a la verja de hierro forjado y se encaramó por ella como un mono, sin duda gracias al vino que todavía le hacía efecto, y, con un salto digno de Tarzán, se encontró en el interior del jardín con sus senderos de guijarros por todas partes, sus bancos de piedra labrada a cada diez metros, sus grandes macetas con plantas, sus falsas ánforas romanas con sus falsas excrecencias marinas y sus capiteles de columna claramente fabricados en Fiacca. Y el inevitable, complicado y modernísimo grill de la barbacoa. Se acercó a la glorieta en construcción, eligió entre las herramientas una maza de picapedrero, la empuñó con fuerza y empezó a romper los cristales de las ventanas de la planta baja, que eran dos por cada pared.
Tras haberse cargado seis ventanas, justo al doblar la esquina, vio un inmóvil grupo de figuras casi humanas. Ay, por Dios, ¿qué era aquello? Se sacó la linterna del bolsillo y la encendió. Eran ocho estatuas de gran tamaño momentáneamente agrupadas a la espera de que el propietario del chalet las distribuyera a su gusto. Blancanieves y los siete enanitos.
—Esperadme que ahora vuelvo —les dijo.
Rompió a conciencia los cristales de las dos ventanas que quedaban y después, volteando por encima de su cabeza la maza tal como Orlando volteaba su espada cuando estaba furioso, se abalanzó sobre el grupo y empezó a soltar golpes a diestro y siniestro.
En cuestión de diez minutos, de Blancanieves, Gruñón, Mudito, Sabio, Dormilón, Trabajador, Comilón y Cantarín o como coño se llamaran no quedaron más que unos minúsculos fragmentos de colores. Pero Montalbano aún no se daba por satisfecho. Descubrió que cerca de la glorieta había unos aerosoles de pintura de distintos colores. Cogió uno de color verde y escribió cuatro veces en letras mayúsculas la palabra «CABRÓN», una por cada lado del chalet. Después volvió a escalar la verja, subió de nuevo al coche para dirigirse a Marinella y notó que se le había pasado totalmente la borrachera.
Tras llegar a Marinella, estuvo media noche ordenando la casa, convertida en una pocilga tras la búsqueda del recibo del notario. No es que hiciera falta tanto rato, lo que ocurre es que, cuando vacías los cajones, encuentras una enorme cantidad de antiguos papeles olvidados, algunos de los cuales te exigen casi a la fuerza que los vuelvas a leer, y acabas inevitablemente cada vez más hundido en el abismo de la memoria, y entonces te vuelven a la mente cosas que durante años has tratado por todos los medios de olvidar. Es un juego muy jodido este de la memoria en el que siempre acabas perdiendo. Se acostó sobre las tres de la madrugada; pero, tras haberse levantado por lo menos tres veces para beber agua, decidió llevarse la botella al dormitorio y dejarla sobre la mesilla de noche. En resumen, a las siete de la mañana tenía la tripa tan hinchada que parecía que estuviera embarazado de agua. El día amaneció nublado, y ello intensificó su mal humor, que ya había alcanzado unos niveles peligrosos como consecuencia de la mala noche pasada. Sonó el teléfono y lo cogió con determinación.