—Pero se equivocó, porque Giacomo, la víspera del día en que tendría que haber llegado Gargano, se fue a Alemania.
—¿De veras? —preguntó la chica, sinceramente sorprendida—. ¿Para hacer qué?
—Por encargo de Gargano. Una estancia de por lo menos un mes. Tenía que resolver ciertos asuntos.
—Pero, eso a usted, ¿quién se lo ha dicho?
—El tío de Giacomo, el que vigila la construcción del chalet.
—¿Qué chalet? —preguntó Michela, totalmente desconcertada.
—¿No sabe que Giacomo se hizo construir un chalet entre Vigàta y Montelusa?
Michela se sujetó la cabeza entre las manos.
—Pero ¿qué me está usted contando? ¡Giacomo vivía con los dos millones y doscientas mil liras del sueldo! ¡Lo sé con toda seguridad!
—Pero, a lo mejor sus padres...
—Sus padres son de Vizzini y sobreviven comiéndose la achicoria de su huerto. Mire, comisario, de toda esta historia que me ha contado no hay nada que me cuadre. Es cierto que de vez en cuando Gargano enviaba a Giacomo a resolver ciertas situaciones, pero se trataba de asuntos de poca importancia y siempre en nuestras agencias de la provincia. No creo que lo enviara a Alemania por asuntos importantes. He dicho que Giacomo sabía más cosas que nosotros, pero no estaba en modo alguno en condiciones de actuar a escala internacional. No tiene ni edad...
—¿Cuántos años tiene? —la interrumpió Montalbano.
—Veinticinco. Ni experiencia. No, estoy convencida de que se ha sacado de la manga la excusa del tío porque quería desaparecer durante algún tiempo. No habría conseguido soportar a los clientes enfurecidos.
—¿Y se pasará todo un mes escondido?
—Pues no sé qué pensar —dijo Michela—. Deme un cigarrillo.
Montalbano se lo dio y se lo encendió. La chica se lo fumó dando pequeñas y nerviosas caladas sin abrir la boca. Montalbano tampoco estaba de humor para hablar y dejó que su cerebro marchara a rienda suelta.
Cuando se terminó el cigarrillo, Michela dijo con su voz de Marlene (¿o de Garbo doblada?):
—Ahora me duele la cabeza.
Trató de abrir la ventanilla, pero no lo consiguió.
—Déjeme a mí —dijo Montalbano—. De vez en cuando, se atasca.
Se inclinó hacia la chica y comprendió demasiado tarde su error.
Michela le rodeó de repente el cuello con sus brazos. Montalbano abrió la boca, sorprendido. Y fue su segundo error. La boca de Michela se apoderó de la otra boca entreabierta y empezó a explorarla a conciencia con la lengua. Por un instante, Montalbano cedió, pero enseguida se recuperó y llevó a cabo una dolorosa maniobra de despegue.
—Quieta —ordenó.
—Sí, papá —dijo Michela con un pícaro brillo en sus ojos violeta.
Montalbano puso el vehículo en marcha y arrancó.
Pero el «quieta» de Montalbano no se refería a la chica sino a aquella parte de su cuerpo que, obedeciendo a un estímulo, no sólo había reaccionado de inmediato sino que incluso había empezado a entonar con voz vibrante un himno patriótico: «Se abren las tumbas, se levantan los muertos...»
—¡María santísima,
dottori
! ¡Virgen santa, qué susto tan grande me he pegado! ¡Aún estoy temblando,
dottori
! Míreme la mano. ¿Ve cómo tiembla?
—Lo veo. Pero ¿qué ha pasado?
—Llamó el
siñor
jefe superior en persona personalmente y preguntó por usía. Yo le dije que usía estaba momentáneamente ausente y que, en cuanto regresara, le diría que él quería hablar con usted. Pero él, o sea, el
señor
jefe superior, me preguntó si había algún superior
encragado
.
—Encargado, Catarè.
—Bueno, lo que sea, lo importante es que se entienda. Entonces yo le dije que el
dottori
Augello estaba a punto de casarse y tenía un permiso. ¿Y sabe lo que me contestó el
siñor
jefe superior? «¡Me importa un carajo!» ¡Así como le digo,
dottori
! Entonces le dije que, como Fazio también había salido, no había ningún
encragado
. Entonces él me preguntó cómo me llamaba y yo le dije que Catarella. Y entonces él me dijo: «Oye, Santarella», y yo entonces lo quise corregir y le dije: «Me llamo Catarella.» ¿Y sabe lo que me contestó el
siñor
jefe superior? «Me importa un carajo cómo te llames.» Así como suena. ¡Estaba completamente fuera de sí!
—Catarè, a este paso se nos va a hacer de noche. ¿Qué quería?
—Me dijo que le dijera a usía que usía tiene veinticuatro horas de tiempo para darle la respuesta que usía sabe.
Al día siguiente, con permiso de Correos, el señor jefe superior recibiría la carta pseudoanónima y se calmaría.
—¿Hay alguna otra novedad?
—Nada de nada,
dottori
.
—¿Dónde están los demás?
—Fazio está en Via Lincoln porque ha habido una trifulca; Gallo, en la tienda de Sciacchitano porque ha habido un pequeño atraco...
—Pequeño, ¿en qué sentido?
—En el sentido de que el atracador era un chiquillo de trece años con un revólver de verdad tan grande como mi brazo. En cambio, Galluzzo se ha ido al sitio donde esta mañana han encontrado una bomba que no ha estallado. Imbrò y Gramaglia, por su parte, están...
—Bueno, bueno —dijo Montalbano—. Tú tienes razón, Catarè, sin novedad en el frente occidental.
Y se fue a su despacho mientras Catarella se rascaba perplejo la cabeza.
—¿Cuál es la frente occidental,
dottori
? ¿La mía?
En el escritorio, Fazio le había dejado un montón de metro y medio de papeles para firmar con una nota encima: «Urgentísimos.» Soltó una maldición, sabía que no se podría escapar.
En cuanto se sentó a su mesa de costumbre de la
trattoria
San Calogero, el propietario, Calogero, se le acercó con aire de conspirador.
—
Dottore
, tengo chanquetes.
—Pero ¿no está prohibido pescarlos?
—Sí, señor, pero, de vez en cuando, permiten pescar una caja por barca.
—Pues entonces, ¿por qué me lo dices de esta manera, como si fuera una conjura?
—Porque todo el mundo los quiere y yo no tengo suficientes.
—¿Cómo me los prepararás? ¿Con limón?
—No,
dottore
. Los chanquetes se hacen fritos como albóndigas.
Tuvo que esperar un buen rato, pero mereció la pena. Las albondiguitas crujientes y aplastadas estaban consteladas por centenares de puntitos negros: los ojitos de los minúsculos peces recién nacidos. Montalbano se los comió como si fueran sagrados, pese a constarle que estaba devorando algo así como el fruto de una matanza, de un exterminio. Para castigarse, no quiso comer nada más. Al salir de la
trattoria
, oyó, tal como de vez en cuando le ocurría, la molestísima voz de su conciencia.
«¿Para castigarte, has dicho? ¡Pero qué grandísimo hipócrita estás hecho, Montalbà! ¿No habrá sido más bien por temor a estropearte la digestión? ¿Sabes cuántas albondiguitas te has comido? ¡Dieciocho!»
Se fue a dar un paseo por el puerto sin saber muy bien por qué, llegó hasta el faro y se deleitó con la brisa del mar.
—Fazio, a tu juicio, ¿cuántas maneras hay de llegar a Sicilia desde el continente?
—Son las que hay,
dottore
. Con el coche, con el tren, en barco y en avión. O a pie, si uno quiere.
—Fazio, no me gustas nada cuando quieres hacerte el gracioso.
—No quería hacerme el gracioso. Mi padre en la última guerra hizo a pie el trayecto desde Bolzano a Palermo.
—¿Tenemos en algún sitio el número de la matrícula del coche de Gargano?
Fazio miró con asombro a su jefe.
—¿De este asunto no se ocupaba el señor Augello?
—Pues ahora me ocupo yo. ¿Tienes algo en contra?
—¿Y por qué lo tendría que tener? Voy a echar un vistazo a los papeles del señor Augello. Es más, lo voy a llamar por teléfono. Si ése se entera de que he revuelto sus cosas, es capaz de pegarme un tiro. ¿Ya ha firmado estos papeles? ¿Sí? Pues entonces me los llevo y le traigo otros.
—Como me traigas más papeles para firmar, te los hago tragar uno a uno.
Ya en la puerta, con los brazos cargados de carpetas, Fazio se detuvo y se volvió:
—
Dottore
, si me permite, con Gargano perderá el tiempo. ¿Quiere saber lo que pienso?
—No, pero si no puedes evitarlo, habla.
—¡Virgen María, pero cómo estamos hoy! ¿Qué ha pasado, le ha sentado mal la comida?
Y se retiró ofendido sin revelar lo que pensaba acerca de Gargano. Al cabo de menos de cinco minutos la puerta golpeó contra la pared y cayó al suelo un trozo de enlucido mientras aparecía Catarella sosteniendo en sus brazos más de un metro de documentos que le ocultaban el rostro.
—Perdone,
dottori
, he tenido que empujar con el pie porque tengo los brazos ocupados.
—¡Quieto ahí!
Catarella se quedó petrificado.
—¿Qué son?
—Papeles para firmar,
dottori
. Me los acaba de dar Fazio.
—Voy a contar hasta tres. Como no desaparezcas, te pego un tiro.
Catarella obedeció y retrocedió, gimoteando de miedo. Una pequeña venganza de Fazio, que se había ofendido.
Pasó una media hora larga sin que Fazio diera señales de vida. Después de la venganza, ¿había pasado al sabotaje?
—¡Fazio!
Se presentó con la cara muy seria.
—A sus órdenes,
dottore
.
—¿Todavía no se te ha pasado el enfado? ¿Tanto te has ofendido?
—¿Por qué tendría que haberme ofendido, según usted?
—Porque no te he dejado decir lo que pensabas. Bueno, dímelo.
—Ahora ya no se lo quiero decir.
¿Qué era aquello, la comisaría de policía de Vigàta o el jardín de infancia Maria Montessori? Si le hubiera dado a Fazio una concha roja o un botón con tres agujeros, ¿habría hablado? Mejor seguir adelante.
—Vamos a ver, ¿qué hay de la matrícula?
—No he conseguido encontrar al señor Augello, no contesta ni siquiera al móvil.
—Mira entre sus papeles.
—¿Me da usted su autorización?
—Te la doy. Anda, ve.
—No hace falta que vaya. La tengo en el bolsillo.
Sacó un papelito y se lo alargó a Montalbano, que no lo cogió.
—¿Cómo la has conseguido?
—Buscando entre los papeles del señor Augello.
Montalbano experimentó el impulso de emprenderla a tortazos con él. Cuando se empeñaba, Fazio era capaz de atacarle los nervios hasta a un invertebrado.
—Pues ahora vuelve a buscar entre los papeles de Augello. Quiero saber exactamente qué día esperaban todos el regreso de Gargano.
—Gargano tenía que estar aquí el uno de septiembre —dijo inmediatamente Fazio—. Se tenían que pagar los intereses, y a las nueve de la mañana ya había unas veinte personas esperando.
Montalbano comprendió que, durante su ausencia de media hora, Fazio se había dedicado en cuerpo y alma a la lectura de los expedientes de Augello. Era un policía auténtico, a esas alturas ya lo sabía todo acerca del caso.
—Pero ¿por qué esperaban? ¿Acaso les pagaba en efectivo?
—No,
dottore
. Con cheques, con ingresos, con transferencias. Los que hacían cola eran los ancianos jubilados, les gustaba recibir el cheque de manos del propio Gargano.
—Hoy estamos a cinco de octubre. Lo cual significa que hace treinta y cinco días que no se tiene noticias suyas.
—No,
dottore
. La empleada de Bolonia ha dicho que la última vez que lo vio fue el veintiocho de agosto. En esa ocasión, Gargano le dijo que al día siguiente, es decir, el veintinueve, viajaría aquí. Puesto que el mes tiene treinta y un días, hace treinta y ocho días que al contable Gargano no se le ve el pelo.
El comisario consultó el reloj, cogió el teléfono y marcó un número.
—¿Oiga?
Desde el despacho desierto, Mariastella Cosentino contestó al primer timbrazo con voz esperanzada. Con toda seguridad, soñaba que algún día sonaría el teléfono y desde el otro extremo de la línea le llegaría la cálida y seductora voz de su amado jefe.
—Soy Montalbano.
—Ah.
La decepción de la mujer se materializó, penetró en el hilo telefónico, lo recorrió por entero y se introdujo en la oreja del comisario en forma de molesto prurito.
—Quisiera una información, señorita. Cuando el contable venía a Vigàta, ¿qué medio utilizaba?
—El coche. El suyo.
—Me explicaré mejor. ¿Viajaba en coche desde Bolonia hasta aquí?
—No, de ninguna manera. Yo siempre me encargaba de reservarle los billetes de la vuelta. Cargaba el coche en el transbordador Palermo-Nápoles y después reservaba para él un camarote individual.
Dio las gracias, colgó el aparato y miró a Fazio.
—Ahora te explico lo que vas a hacer.
En cuanto abrió la puerta de su casa, comprendió que Adelina había sacado un poco de tiempo para ir a dar un repaso, pues todo estaba en orden, no había ni una sola mota de polvo en los libros, y el suelo brillaba como un espejo. Pero no había sido su asistenta; sobre la mesa de la cocina había una nota:
Totori
, le mando para las faenas a mi
sovrina
Cuncetta
ques
muy mañosa y apañada y le
preparara unpoco
de comida yo
buelbo pasadomañana
.
Concetta había hecho la colada en la lavadora y había tendido toda la ropa. El corazón de Montalbano se estremeció repentinamente de angustia al ver que el jersey que Livia le había regalado había quedado reducido a la talla de un niño de diez años. Había encogido porque él no había tenido en cuenta que aquella prenda se tenía que lavar a una temperatura distinta de la del resto de la colada. El terror lo atenazó, tenía que hacerlo desaparecer de inmediato, no debía quedar ni rastro de él. Lo único que podía hacer era quemarlo, reducirlo a ceniza. Lo cogió, pero aún estaba un poco mojado. ¿Qué hacer? Ah, ya estaba: cavar un profundo hoyo en la arena y enterrar el cuerpo del delito. Actuaría mientras aún fuera de noche, exactamente igual que un asesino. Estaba a punto de abrir la puerta vidriera que daba a la galería cuando sonó el teléfono.
—¿Diga?
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
Era Livia. De manera absurda, al verse pillado in fraganti, emitió un leve grito, dejó caer al suelo el maldito jersey y trató de esconderlo debajo de la mesa con el pie.