En la galería soplaba el viento y hacía frío. El mar ya se había comido casi toda la playa. En la entrada tenía un grueso impermeable forrado. Se lo puso, regresó a la galería y se sentó. Las ráfagas de viento le impedían encender un cigarrillo. Para poder hacerlo, habría tenido que entrar en la casa. Antes que levantarse, prefirió no fumar. A lo lejos se veían unas luces que de vez en cuando desaparecían. Si eran pescadores, las debían de estar pasando canutas con aquella mar. Permaneció inmóvil con las manos en los bolsillos de la gabardina, pensando en lo que le había ocurrido durante la proyección de la película. Y, de golpe, comprendió con claridad meridiana la verdadera, única e innegable razón de su llanto. Y la rechazó de golpe porque le pareció increíble. Pero poco a poco, y a pesar de sus intentos de rodearla y atacarla por todas partes, aquella razón siguió resistiendo. Al final, tuvo que darse por vencido. Y entonces tomó una decisión.
Antes de salir, tuvo que esperar a que llegaran al bar Albanese los barquillos rellenos de requesón fresco. Compró unos treinta junto con varios kilos de galletas recubiertas de azúcar, mazapán y mostachones. Durante el viaje, su coche dejaba una estela aromática a su paso. Tenía que mantener forzosamente las ventanillas abiertas; de lo contrario, la intensidad de los aromas le habría provocado dolor de cabeza.
Para llegar a Calapiano, decidió seguir el camino más largo e incómodo, el que siempre había seguido las pocas veces que había ido, pues le permitía volver a contemplar aquella Sicilia que iba desapareciendo día a día, hecha de tierra avara de verdor y de hombres avaros de palabras. Al cabo de dos horas de viaje, nada más salir de Gagliano, se encontró con una hilera de coches que avanzaba a paso de tortuga sobre el maldito asfalto. Un letrero escrito a mano y clavado a un poste de la electricidad decía: «¡CIRCULEN DESPACIO!»
Un sujeto con cara de presidiario (pero ¿estamos seguros de que los presidiarios tienen esta cara?), vestido de paisano y con un silbato en la boca, emitió un silbido de árbitro, levantó un brazo, y el coche que precedía al de Montalbano se detuvo de golpe. Tras esperar un ratito y ver que no ocurría nada, el comisario decidió estirar un poco las piernas, bajó y se acercó al hombre.
—¿Es usted un guardia municipal?
—¿Yo? ¡Quite, hombre! Yo soy Gaspare Indelicato, el bedel de la escuela elemental. Apártese, que se acercan los coches que vienen hacia acá.
—Perdone, pero ¿hoy no es día de clase?
—Pues claro. Pero han cerrado la escuela porque se han caído dos techos.
—¿Por eso lo han destacado a usted para hacer de urbano?
—A mí no me ha destacado nadie. He venido voluntariamente. Si yo no estuviera en este lado y Peppi Brucculeri en el otro, también voluntario, ¿se imagina el follón que se podría armar?
—Pero ¿qué le ha ocurrido a la carretera?
—Se hundió a un kilómetro de aquí. Hace cinco meses. Los coches sólo pueden pasar de uno en uno.
—¿Hace cinco meses?
—Sí, señor. El Ayuntamiento dice que el bache lo tiene que arreglar la provincia; la provincia dice que la región; la región, que la Dirección de Carreteras, y a ustedes entretanto que les den por el culo.
—¿Y a usted no?
—Yo voy en bicicleta.
Media hora más tarde, Montalbano pudo reanudar su viaje. Recordaba que la finca se encontraba a cuatro kilómetros de Calapiano y que, para llegar hasta ella, tenía que seguir un camino tan lleno de baches, piedras y polvo que hasta las cabras lo evitaban. Esa vez, en cambio, encontró un camino estrecho, pero asfaltado y bien cuidado. Las posibilidades eran dos: o se había equivocado o el Ayuntamiento de Calapiano funcionaba muy bien. Resultó ser lo segundo. La gran casa rural apareció después de una curva; de la chimenea surgía un poco de humo, señal de que alguien estaba preparando la comida en la cocina. Consultó el reloj, era casi la una. Bajó, cargó con los barquillos y los dulces y entró en la casa, cuya espaciosa sala principal incluía el comedor pero también la sala de estar, tal como demostraba el televisor del rincón. Depositó su carga sobre la mesita y se dirigió a la cocina. Franca, la hermana de Mimì, se encontraba de espaldas y no se dio cuenta de que él había entrado. El comisario la contempló un ratito en silencio y admiró la armonía de sus movimientos, pero, sobre todo, se extasió ante el aroma de ragú que le ensanchaba los pulmones.
—Franca.
La mujer se volvió y, al ver a Montalbano, se le iluminó el rostro y corrió a arrojarse en sus brazos.
—¡Qué sorpresa tan grande me has dado, Salvo! —E inmediatamente después, añadió—: ¿Te has enterado de lo de la boda de Mimì?
—Sí.
—Esta mañana me ha llamado Beba. Su padre ha mejorado.
Y ya no dijo nada más, volvió a dedicar su atención a los fogones y no preguntó por qué razón Salvo había ido a verlos.
«¡Qué mujer tan extraordinaria!», pensó Montalbano, y preguntó:
—¿Dónde están los demás?
—Los mayores, trabajando. Giuseppe, Domenico y François están en la escuela. No tardarán en regresar. Los irá a recoger Ernst en el coche, ¿te acuerdas de aquel estudiante alemán que nos echó una mano durante las vacaciones? Regresa siempre que puede, se ha encariñado con todo esto.
—Tengo que hablar contigo —dijo Montalbano.
Y le contó la historia de la libreta de ahorro y del dinero del notario. Jamás se lo había contado ni a Franca ni a su marido, Aldo, por la sencilla razón de que siempre se olvidaba. Durante el relato, Franca iba y venía de la cocina al comedor con el comisario al lado. Al final, su único comentario fue:
—Hiciste bien. Me alegro por François. ¿Me ayudas a llevar los cubiertos?
Cuando oyó el rumor de un vehículo en el patio, no pudo contenerse y salió corriendo.
Reconoció inmediatamente a François. ¡Dios santo, cuánto había cambiado! Ya no era el chiquillo que él recordaba, sino un muchacho moreno y espigado de cabello rizado y grandes ojos negros. En el mismo momento, François lo vio a él.
—¡Salvo!
Y corrió a su encuentro para darle un fuerte abrazo. No como aquella vez en que primero había corrido hacia él, pero, de pronto, se había apartado; en esta ocasión, entre ellos no había ningún problema, no había ninguna sombra, sino tan sólo un profundo afecto que se puso de manifiesto en la intensidad y la duración del abrazo. Y, de esta manera, mientras Montalbano rodeaba con su brazo los hombros de François, quien trataba a su vez de rodearle la cintura con el suyo, ambos entraron en la casa seguidos de los demás.
Después llegaron Aldo y sus tres ayudantes, y todos se sentaron alrededor de la mesa. François estaba a la derecha de Montalbano y, en determinado momento, apoyó la mano izquierda en su rodilla. Éste se pasó el tenedor a la otra mano y se las arregló para comer la pasta con ragú con la izquierda mientras apoyaba la derecha en la del niño. Cada vez que ambas manos tenían que separarse para beber un sorbo de vino o cortar la carne, se apresuraban a regresar a su cita secreta bajo la mesa.
—Si quieres descansar, hay una habitación preparada —dijo Franca después de comer.
—No, tengo que volver enseguida —contestó Montalbano.
Aldo y sus ayudantes se levantaron, lo saludaron y salieron.
Giuseppe y Domenico imitaron su ejemplo.
—Van a trabajar hasta las cinco —explicó Franca—. Después regresan y hacen los deberes.
—¿Y tú? —le preguntó Montalbano a François.
—Yo me quedo contigo hasta que te vayas. Te quiero enseñar una cosa.
—Anda —dijo Franca, y, dirigiéndose a Montalbano, añadió—: Yo entretanto te escribiré lo que me has pedido.
François lo llevó a la parte de atrás de la casa, donde se extendía un gran prado de alfalfa. Cuatro caballos estaban pastando.
—
¡Bimba!
—llamó François.
Una yegua joven de rubia crin levantó la cabeza y se acercó al chiquillo. En cuanto estuvo a su alcance, François tomó carrerilla y, de un salto, montó a pelo sobre el animal, dio la vuelta y retrocedió.
—¿Te gusta? —le preguntó alegremente—. Me la ha regalado papá.
¿Papá? Ah, sí, se refería a Aldo, a quien con toda justicia llamaba papá. Fue la simple punta de un alfiler que, por un instante, le pinchó el corazón, casi nada, pero la percibió.
—También le enseñé a Livia lo bien que lo hago —dijo François.
—Ah, ¿sí?
—Sí, el otro día, cuando vino. Y tenía miedo de que me cayera. Ya sabes tú cómo son las mujeres.
—¿Durmió aquí?
—Sí, una noche. Al día siguiente se fue. Ernst la acompañó a Punta Raisi. Estuve muy contento.
Montalbano no dijo nada. Regresaron a la casa en silencio, entrelazados como antes, el comisario con un brazo alrededor de los hombros del muchacho y François tratando de rodearle la cintura con el suyo, aunque, en realidad, se agarraba a la chaqueta. Al llegar a la puerta, François dijo en voz baja:
—Te tengo que contar un secreto.
Montalbano se inclinó.
—Cuando sea mayor, quiero ser policía como tú.
A la vuelta, siguió el otro camino y, por consiguiente, en lugar de tardar cuatro horas y media, tardó sólo tres horas largas. En la comisaría lo asaltó de inmediato un Catarella más alterado que de costumbre.
—¡Ah,
dottori, dottori
! El
siñor
jefe superior dice que...
—No me vengáis a tocar los cojones tú y él.
Catarella se quedó tan anonadado que ni siquiera tuvo fuerzas para reaccionar.
Una vez en su despacho, Montalbano se dedicó a la afanosa búsqueda de una hoja de papel y un sobre que no llevaran el membrete de la comisaría. Tuvo suerte y le escribió al jefe superior una carta sin andarse con preámbulos de «ilustre» o «distinguido».
Espero que ya haya recibido copia de la carta del notario que yo le envié con carácter anónimo. Adjunto a la presente la transcripción de todos los documentos relacionados con la adopción legal de aquel niño de cuyo secuestro usted llegó a acusarme. Por mi parte, considero zanjada la cuestión. Si usted desea volver sobre el tema, le advierto que presentaré una querella por difamación.
Montalbano
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes,
dottori
!
—Toma estas mil liras, compra un sello, pégalo a este sobre y envíalo.
—
¡Dottori
, pero si aquí en el despacho hay sellos a porrillo!
—Haz lo que te mando. ¡Fazio!
—A sus órdenes,
dottore
.
—¿Tenemos alguna noticia?
—Sí,
dottore
. Y tengo que darle las gracias a un amigo mío de la policía del aeropuerto que tiene un amigo que es novio de una chica que trabaja en el mostrador de billetes de Punta Raisi. Si no se nos hubiera presentado esta buena ocasión, habrían pasado por lo menos tres meses antes de obtener una respuesta.
El sistema italiano para agilizar la burocracia. Por suerte, siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce a un tercero.
—¿Y bien?
Fazio, que quería disfrutar de su triunfo, tardó una eternidad en introducirse una mano en el bolsillo, sacar una hoja de papel, desdoblarla y colocársela delante como recordatorio.
—Resulta que Giacomo Pellegrino tenía un billete facilitado por la agencia Icaro de Vigàta para un vuelo con salida a las dieciséis del treinta y uno de agosto. ¿Y sabe una cosa? No tomó aquel vuelo.
—¿Seguro?
—Tan seguro como el evangelio,
dottore
. Pero me da la impresión de que usted no se ha sorprendido demasiado.
—Porque ya estaba empezando a convencerme de que Pellegrino no se había ido.
—Vamos a ver si lo que le voy a decir lo sorprende. Dos horas antes Pellegrino se presentó personalmente para decir que renunciaba a aquel vuelo.
—O sea, a las dos de la tarde.
—Exacto. Y cambió de destino.
—Esta vez me has sorprendido —reconoció Montalbano—. ¿Adónde se fue?
—Espere, no termina aquí la cosa. Sacó un billete para Madrid. El avión salía el uno de septiembre a las diez de la mañana, pero...
Fazio esbozó una sonrisita triunfal. Puede que, como música de fondo, se imaginara la marcha de «Aida». Abrió la boca para hablar, pero el comisario, con toda la mala idea del mundo, se le adelantó.
—... ese vuelo tampoco lo tomó —terminó diciendo.
Fazio se molestó visiblemente, arrugó el papel y se lo guardó con muy malos modos en el bolsillo.
—Con usted no hay manera, uno nunca puede disfrutar.
—Vamos, hombre, no te enfades —lo consoló el comisario—. ¿Cuántas agencias de viaje hay en Montelusa?
—Aquí en Vigàta hay otras tres.
—No me interesan las de Vigàta.
—Voy a consultar la guía telefónica y le daré los números.
—No es necesario. Llama tú y pregunta si entre el veintiocho de agosto y el uno de septiembre hubo alguna reserva a nombre de Giacomo Pellegrino.
Fazio se quedó parado un momento. Pero inmediatamente se recuperó.
—No puedo. Las agencias ya han cerrado, pero me encargaré de ello mañana a primera hora en cuanto llegue.
Dottore
, y si descubro que este Pellegrino había hecho una reserva, qué sé yo, para Moscú o Londres, ¿eso qué significaría?
—Significaría que nuestro amigo quería crear confusión. Guarda en el bolsillo un billete para Madrid, pero les había dicho a todos que se iba a Alemania. Mañana sabremos si se guarda otros billetes en el bolsillo. ¿Tienes en algún sitio el teléfono del domicilio particular de Mariastella Cosentino?
—Voy a ver entre los papeles del señor Augello.
Se retiró, regresó al poco rato con una hojita de papel, se la entregó a Montalbano y volvió a retirarse. El comisario marcó el número. No obtuvo respuesta, a lo mejor la señorita Cosentino se había ido a hacer la compra. Se guardó el papelito en el bolsillo y decidió regresar a Marinella.
No tenía apetito, la pasta al ragú y la carne de cerdo que había comido en casa de Franca le habían revuelto un poco el estómago. Se hizo un huevo frito y después se comió cuatro anchoas con aceite, vinagre y orégano. Después de comer, volvió a llamar a casa de Cosentino, quien debía de mantener la mano permanentemente extendida hacia el teléfono, pues contestó cuando aún no había terminado de sonar el primer timbrazo. Una voz de moribunda, una voz con una consistencia semejante a la de una telaraña.
—¿Diga? ¿Con quién hablo?