—Mimì, tú te haces el gracioso porque no quieres reconocer mi mérito. Tú esta investigación te la has tomado a la ligera, tú mismo me lo dijiste. Y yo, en cambio, te he jodido. Pásame la botella.
Ingirió un buen trago y le ofreció la botella a Augello, que hizo lo propio. Pero estaba claro que, después de las palabras de Montalbano, la cosa ya no le hacía tanta gracia.
—¿Y bien? —volvió a preguntar, arrepentido.
—En el interior del coche hay un muerto. No sé decirte quién es, está en muy malas condiciones. Con el golpe se abrieron las portezuelas, puede que haya otro cadáver por allí. El maletero también estaba abierto. ¿Y sabes qué había dentro? Un ciclomotor. Eso es todo.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—La investigación no es nuestra. Y, por consiguiente, le pasaremos la información a quien corresponda.
Los dos caballeros que bajaron de la balsa neumática eran sin la menor duda el comisario Salvo Montalbano y su subcomisario el señor Domenico «Mimì» Augello, los dos conocidos guardianes de la ley. Pero quienes los vieron se quedaron un poco extrañados. Ambos iban agarrados del brazo, se tambaleaban un poco y canturreaban a media voz «la donna è mobile».
Entraron en la comisaría, se lavaron, se arreglaron y pidieron que les llevaran dos tazas de café. Después, Montalbano dijo:
—Salgo un momento, voy a llamar a Montelusa.
—¿No puedes hacerlo desde aquí?
—Desde una cabina es más seguro.
—¿Oiga? ¿Está Guannodda? —preguntó el comisario con voz de persona resfriada.
—¿El señor Guarnotta ha dicho?
—Di.
—¿Quién habla?
—El general Jaruzelski.
—Se lo paso enseguida —dijo el encargado de la centralita, muy impresionado.
—¿Dígame? Guarnotta al habla. No he entendido con quién hablo.
—Oiga, doddore, eschúcheme sin haced pregundas.
Fue una conversación telefónica muy larga y atormentada, pero, al final, el señor Guarnotta, de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, comprendió que un anónimo polaco le había facilitado una información muy valiosa.
Ya eran las siete de la tarde, pero a Fazio no se le había visto el pelo en la comisaría. El comisario llamó por teléfono a su amigo el periodista Nicolò Zito, de Retelibera.
—¿Ya has decidido venir a recoger la cinta que Annalisa te ha preparado?
—¿Qué cinta?
Lo había olvidado por completo, pero fingió haber llamado justo por aquel motivo.
—Si paso dentro de media hora, ¿estarás ahí?
Llegó a Retelibera y encontró a Zito esperándolo en la puerta con la cinta en la mano.
—Toma, date prisa, tengo que preparar el telediario.
—Gracias, Nicolò. Te voy a decir una cosa: a partir de este momento, vigila lo que hace Guarnotta. Y, si puedes, cuéntamelo.
A Nicolò se le pasó de golpe la prisa y levantó las orejas, pues sabía que media palabra de Montalbano valía más que una conversación de tres horas.
—¿Por qué? ¿Ocurre algo?
—Sí.
—¿En relación con Gargano?
—Creo que sí.
* * *
En la
trattoria
San Calogero le entró un apetito tan grande que hasta el propietario, que estaba acostumbrado a verlo comer, se quedó perplejo.
—
Dottore
, ¿qué hace? ¿Es que no tiene bastante?
Llegó a Marinella rebosante de satisfacción. No por la cuestión del coche, eso en aquel momento no le importaba demasiado, sino por el orgullo de haber estado todavía en condiciones de llevar a cabo aquellas agotadoras inmersiones.
—¡Ya quisiera saber cuántos chavales son capaces de hacer lo que he hecho yo!
¡De viejo, nada! ¿Cómo era posible que se le hubieran pasado por la cabeza aquellos malos pensamientos acerca de la vejez? ¡Aún no había llegado la hora!
Mientras la introducía en el vídeo, la cinta se le cayó al suelo. Se agachó para recogerla y se quedó así, medio inclinado y sin poder moverse, con una lacerante punzada de dolor en la espalda.
La vejez se estaba vengando miserablemente.
Lo que sonaba era el teléfono, no el violín del maestro Cataldo Barbera, el cual, nada más aparecérsele en sueños, le había dicho:
—Preste atención a este concertino.
Abrió los ojos y consultó el reloj: las ocho menos cinco de la mañana.
Raras veces se despertaba tan tarde. Al levantarse, observó con satisfacción que el dolor de espalda se le había pasado.
—¿Diga?
—Salvo, soy Nicolò. Hay un reportaje mío en directo en el telediario de las ocho. ¡Míralo!
Encendió el televisor y sintonizó Retelibera. Después de la sintonía apareció el rostro de Nicolò. Éste explicó en pocas palabras que se encontraba en Punta Pizzillo porque la Jefatura Superior de Policía de Montelusa había recibido una llamada de un almirante polaco a propósito de un coche que había caído al mar. El señor Guarnotta había tenido la brillante intuición de que podía tratarse del Alfa 166 del contable Emanuele Gargano. Por consiguiente, dispuso de inmediato la operación de rescate del vehículo. Un rescate que aún no se había podido llevar a cabo. Aquí hubo un cambio de encuadre. El cámara, mediante un vertiginoso zoom desde arriba, mostró una limitada zona de mar, al fondo del precipicio.
El coche, explicó Zito fuera de la pantalla, se encontraba allí, a unos diez metros de profundidad, literalmente encajado entre la pared de marga y una roca de gran tamaño. El cámara amplió la imagen y en la pantalla aparecieron un gran pontón con una grúa y una decena de embarcaciones, entre lanchas motoras, balsas neumáticas y barcos de pesca. Las operaciones se prolongarían a lo largo del día, añadió Zito, pero entretanto los submarinistas habían conseguido sacar a la superficie un cadáver que habían hallado aprisionado en el interior del vehículo. Cambio de encuadre. En el puente de una embarcación pesquera, un cuerpo tendido y un hombre agachado al lado del muerto. Era el doctor Pasquano.
Voz de un periodista: «Perdone,
dottore
, a su juicio, ¿murió como consecuencia de la caída o lo mataron primero?»
Pasquano (sin apenas levantar los ojos): «No me toquéis los (bip)...»
Su encantadora y habitual simpatía.
«Ahora vamos a ceder la palabra a los responsables de las investigaciones», dijo Nicolò.
Aparecieron todos juntos como en una foto: una familia numerosa en unos exteriores. El jefe superior Bonetti-Alderighi; el fiscal Tommaseo; el jefe de la Policía Científica, Arquà; el responsable de la investigación, comisario Guarnotta. Todos sonrientes como si estuvieran en una fiesta y todos peligrosamente cerca del inestable borde del acantilado. Montalbano apartó de su mente el siniestro pensamiento que se le había ocurrido, pero no cabía duda de que ver desaparecer en directo a media Jefatura de Policía de Montelusa habría sido cuando menos un espectáculo insólito.
El jefe superior dio las gracias a todo el mundo, desde Dios Padre Todopoderoso al ujier, por el tesón que habían mostrado en el desempeño de, etcétera, etcétera. El fiscal Tommaseo dijo que estaba descartado un delito de trasfondo sexual, por lo que todo aquel asunto le importaba un carajo. En realidad, esto último no lo dijo, pero lo dio claramente a entender por medio de la expresión de su rostro. Arquà, el jefe de la Científica, señaló que, a primera vista, el coche llevaba más de un mes en el agua. El que más habló fue Guarnotta, sólo porque Zito, como experto periodista que era, comprendió que la retransmisión en directo se estaba yendo al garete y él tenía que formular las preguntas apropiadas para salvar lo salvable.
—Señor Guarnotta, ¿el cadáver encontrado en el coche ha sido identificado con toda seguridad?
—Todavía no se ha hecho una identificación oficial, pero podemos afirmar que se trata con toda probabilidad de Giacomo Pellegrino.
—¿Viajaba solo en el coche?
—No podemos decir nada a este respecto. En el interior del habitáculo había sólo aquel cadáver, pero no se descarta que pudiera haber una segunda persona que probablemente a causa del impacto del coche contra el agua saliera despedida. Nuestros submarinistas están inspeccionando activamente la zona.
—¿Este segundo cadáver podría ser el de Gargano?
—Podría.
—¿Giacomo Pellegrino aún estaba vivo cuando el vehículo cayó o antes lo asesinaron?
—Esto nos lo dirá la autopsia. Pero tenga en cuenta que no está confirmado que se trate de un acto delictivo. Podría haber sido un accidente. Aquí, el terreno, como puede ver, es muy...
No consiguió terminar la frase. El cámara, que había ampliado la toma, captó la escena. A la espalda del grupo se produjo el corrimiento de una ancha franja de tierra. Todos, como en un ballet muy bien ensayado, emitieron simultáneamente un grito y dieron un salto hacia delante. Montalbano se medio levantó de golpe del sillón; lo mismo le solía ocurrir cuando veía películas de aventuras del tipo «En busca del arca perdida». En cuanto estuvieron situados en zona segura, Zito siguió adelante.
—¿Se ha encontrado algo más en el coche?
—Aún no ha sido posible inspeccionar el interior del vehículo. Muy cerca del coche se ha encontrado un ciclomotor.
Montalbano levantó las orejas. Y allí terminó la retransmisión en directo.
¿Qué significaba la frase «muy cerca del coche»? Él había visto con sus propios ojos el ciclomotor en el interior del maletero sin ninguna posibilidad de error. ¿Pues entonces? Sólo podía haber dos explicaciones: o algún submarinista lo había sacado del lugar donde se encontraba, tal vez sin ninguna intención especial, o Guarnotta mentía deliberadamente. Pero, en este segundo caso, ¿con qué propósito? ¿Acaso Guarnotta tenía su propia idea acerca del asunto e intentaba que todos los detalles encajaran en el conjunto?
Sonó el teléfono. Era nuevamente Zito.
—¿Te ha gustado el reportaje?
—Sí, Nicolò.
—Gracias por haberme ayudado a fastidiar a la competencia.
—¿Has conseguido averiguar lo que piensa Guarnotta?
—No es necesario averiguarlo porque Guarnotta no oculta lo que piensa, habla claro. Pero en privado. Le parecen prematuras las declaraciones públicas. Según él, Gargano le pisó el pie a la mafia. Directamente, es decir, embolsándose la pasta de algún mafioso, o indirectamente, es decir, invadiendo un territorio en el que no habría tenido que sembrar ni labrar.
—Pero ¿qué pinta en todo eso el pobre Pellegrino?
—Pellegrino tuvo la desgracia de acompañar a Gargano. Te estoy transmitiendo la opinión de Guarnotta, que conste. Y, de esta manera, los mataron a los dos, los introdujeron en el coche y los arrojaron al mar. Después, o puede que antes, pero eso no tiene importancia, arrojaron también al mar el ciclomotor de Pellegrino. En cuestión de pocas horas encontraremos el cadáver de Gargano en las inmediaciones del vehículo, a no ser que la corriente se lo haya llevado lejos.
—¿Y eso a ti te convence?
—No.
—¿Por qué?
—¿Me quieres explicar qué hacían Pellegrino y Gargano a aquella hora de la noche en un lugar tan desolado? Allí la gente sólo va a follar. Y no me consta que Gargano y Pellegrino...
—Y, sin embargo, te tendría que constar.
Nicolò emitió una especie de gemido; se había quedado sin respiración.
—Pero ¡qué estás diciendo!
—Para más detalles, pásate a las once de esta mañana por la comisaría de Vigàta —dijo Montalbano con voz de locutora de grandes almacenes.
* * *
Mientras colgaba el teléfono se le ocurrió una idea que lo obligó a salir de casa sin haberse duchado ni afeitado. Llegó a Vigàta en pocos minutos y, una vez delante de la oficina de la «Rey Midas», se sintió finalmente más tranquilo: aún estaba cerrada. Aparcó y se dispuso a esperar. Después, a través del espejo retrovisor, vio acercarse un viejo Cinquecento amarillo de coleccionista. El vehículo encontró sitio algo más adelante del coche de Montalbano. De él bajó la señorita Mariastella Cosentino que, con expresión compungida, fue a abrir la puerta de la «Rey Midas». El comisario dejó pasar unos cuantos minutos y entró. Mariastella ya estaba en su sitio, inmóvil como una estatua, con la mano apoyada en el teléfono a la espera de aquella llamada determinada que jamás se iba a producir. No se daba por vencida. No tenía televisión y puede que ni siquiera tuviera amigos, por lo que cabía la posibilidad de que aún no se hubiera enterado del hallazgo del cuerpo de Pellegrino y el coche de Gargano.
—Buenos días, señorita, ¿qué tal está?
—Bastante bien, gracias.
Por el timbre de su voz, el comisario comprendió que Mariastella no estaba al corriente de lo ocurrido. Había llegado el momento de jugar con habilidad y astucia la carta que se guardaba en la manga, pues Mariastella era capaz de encerrarse en sí misma más de lo acostumbrado.
—¿Se ha enterado de las novedades?
Pero ¡cómo! ¿Primero decides tratar el asunto con habilidad y astucia y después sales con una frase inicial tan directa, brutal y trivial que ni que fueras Catarella? Ya daba lo mismo seguir adelante como un carro de combate y que se fuera todo a la mierda. La única señal de atención por parte de Mariastella consistió en posar la mirada en el comisario, aunque no abrió la boca ni preguntó nada.
—Han descubierto el cadáver de Giacomo Pellegrino.
Pero, por Dios bendito, ¿quieres hacer el puñetero favor de reaccionar de la manera que sea?
—Estaba en el mar, en el interior del coche del contable Gargano.
Al final, Mariastella hizo algo que, de objeto inerte, la convirtió en miembro del género humano. Se movió, apartó lentamente la mano que mantenía apoyada en el teléfono y la juntó con la otra como en gesto de oración. Los ojos de Mariastella estaban enormemente abiertos y preguntaban con insistencia. Y Montalbano se compadeció de ella y le contestó.
—Él no estaba.
La mirada de Mariastella se normalizó. Como si actuara con independencia del resto del cuerpo todavía inmóvil, su mano se movió de nuevo muy despacio y se apoyó sobre el teléfono. La espera se podía reanudar.
Entonces Montalbano se sintió invadido por una sorda furia. Introdujo la cabeza a través de la ventanilla y se encontró cara a cara con la mujer.
—Tú sabes muy bien que jamás te volverá a llamar —le dijo con voz sibilante.
Y tuvo la sensación de haberse convertido en una serpiente venenosa, de esas a las que se aplasta la cabeza con el pie. Abandonó la agencia precipitadamente.