Una vez en la comisaría, llamó al doctor Pasquano, a Montelusa.
—¿Qué quiere, Montalbano? ¿Por qué me molesta? Que yo sepa, no ha habido ningún asesinato por su zona —dijo Pasquano con su proverbial simpatía.
—O sea que a Pellegrino no lo asesinaron.
—Pero ¿quién le ha dicho semejante bobada?
—Usted,
dottore
, ahora mismo. Mientras no se demuestre lo contrario, el lugar en el que se ha encontrado el coche de Gargano pertenece a mi jurisdicción.
—¡Sí, pero la investigación no es suya! ¡Es del muy ilustre Guarnotta! Y, para su conocimiento, le diré que el muchacho murió a causa de un disparo en pleno rostro. Un solo disparo. De momento, no puedo ni quiero decirle nada más. En los próximos días cómprese los periódicos y conocerá el resultado de la autopsia. Buenos días.
Sonó el teléfono.
—¿Qué hago, le paso esta llamada o no?
— Catarè, si no me dices quién está al aparato, ¿cómo te puedo decir que sí o que no?
—Gran verdad,
dottori
. El caso es que la telefonista quiere conservar el
nonimato
, no me quiere decir cómo se llama.
—Pásamela.
—¿Oiga, papá?
La voz ronca a lo Marlene de Michela Manganaro, la muy cabrona.
—¿Qué quiere?
—He visto la televisión esta mañana.
—¿Suele ser tan madrugadora?
—No, pero tenía que preparar unas cosas. Esta tarde voy a Palermo a hacer unos exámenes. Estaré ausente algún tiempo. Pero antes quisiera verlo, tengo que decirle una cosa.
—Venga aquí.
—Ahí no quiero, podría tener malos encuentros. Vamos a aquel bosquecito que tanto le gusta. Si le parece bien, a las doce y media del mediodía, delante de mi casa.
—Pero ¿estás seguro de lo que me dices? —preguntó Nicolò Zito, que se había presentado puntualmente en la comisaría a las once—. Jamás lo habría imaginado. Y pensar que lo había entrevistado tres o cuatro veces.
—Yo he visto la grabación —dijo Montalbano—. Y, por su manera de hablar y de moverse, la verdad es que no parecía un homosexual.
—¿Lo ves? ¿Quién te ha contado esta historia? ¿No podría ser una trola, un chisme que alguien ha hecho correr para...?
—No, me fío de la fuente. Es una mujer.
—¿Y Pellegrino también lo era?
—Sí.
—¿Y tú crees que entre ellos había algo?
—Me han dicho que sí.
Nicolò Zito lo pensó un poco.
—Pero eso no modifica esencialmente la situación. Puede que ambos fueran cómplices en la estafa.
—Es una posibilidad. Yo te quería decir simplemente que estuvieras atento porque puede que el asunto no sea tan fácil como quiere dar a entender Guarnotta. Y otra cosa: trata de averiguar dónde han encontrado exactamente el ciclomotor.
—Guarnotta ha dicho que...
—Ya sé lo que ha dicho Guarnotta. Pero necesito saber si eso coincide con la verdad. Porque, si el ciclomotor se ha encontrado a escasa distancia del coche, quiere decir que un submarinista lo ha sacado del lugar donde estaba.
—¿Dónde estaba?
—En el maletero.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Lo he visto.
Nicolò lo miró, perplejo.
—¿Eres tú el almirante polaco?
—Yo no dije que fuera almirante ni polaco —contestó solemnemente Montalbano.
Era una cabrona, pero guapísima, todavía más guapa que la otra vez, quizá porque ya se le había pasado la gripe. Subió al coche en un revuelo de muslos al viento. Montalbano giró a la segunda a la derecha y después cogió el camino de la izquierda.
—Recuerda muy bien el camino. ¿Quizá ha vuelto después? —preguntó Michela cuando vio el bosquecillo, abriendo la boca por vez primera.
—Tengo buena memoria —dijo Montalbano—. ¿Por qué quería verme?
—¡Pero qué prisa tiene! —dijo la chica.
Se desperezó como una gata cruzando las muñecas por encima de la cabeza y sacando pecho. La camiseta pareció alcanzar el punto de rotura.
«Si llevara sujetador, se sentiría como con una camisa de fuerza», pensó el comisario.
—Cigarrillo.
Mientras se lo encendía, le preguntó:
—¿Qué exámenes tiene que hacer?
Michela se rió de tan buena gana que la calada la hizo atragantarse.
—Si me queda tiempo, haré uno.
—¿Si le queda tiempo? ¿Qué otra cosa tiene que hacer?
Michela se limitó a mirarlo mientras en sus ojos violeta se encendía un pícaro destello. Más elocuente que una prolongada y detallada explicación. El comisario se dio cuenta, con rabia, de que se estaba poniendo colorado. Entonces rodeó de golpe con un brazo los hombros de Michela y la atrajo con fuerza hacia sí mientras le introducía brutalmente la otra mano en la entrepierna.
—¡Déjeme! ¡Déjeme! —gritó la chica con voz repentinamente estridente, casi histérica.
Se libró del abrazo del comisario y abrió la portezuela. Bajó del vehículo, pero no se alejó. Montalbano, que no se había movido de su sitio, se quedó mirándola. De pronto, Michela sonrió, abrió de nuevo la portezuela y volvió a sentarse al lado del comisario.
—Usted es muy astuto. Y yo he caído en su trampa. Tendría que haber permitido que siguiera adelante a ver cómo salía de este lío.
—Habría salido como la otra vez, cuando se te ocurrió la idea de besarme —dijo Montalbano—. Pero, en cualquier caso, estaba seguro de que tú reaccionarías así. ¿Tanto te divierte provocar?
—Sí. Tanto como a usted interpretar el papel del casto José. ¿Hacemos las paces?
Aquella chica lo tenía todo, hasta inteligencia.
—Las hacemos —dijo Montalbano—. ¿De verdad me querías decir algo o ha sido un pretexto para divertirte?
—Mitad y mitad —contestó Michela—. Esta mañana, cuando me he enterado de que Giacomo había muerto, me he quedado muy impresionada. ¿Sabe cómo murió?
—Le pegaron un disparo en la cara.
La chica experimentó una sacudida, y después dos lágrimas tan gruesas como perlas le mojaron la blusa.
—Perdona, necesito un poco de aire.
Bajó. Mientras se alejaba, Montalbano observó cómo se estremecían sus hombros a causa de los sollozos. ¿Qué reacción era más normal, la de Michela o la de Mariastella? Bien mirado, ambas eran normales. Bajó del vehículo y se acercó a la chica para ofrecerle un pañuelo.
—¡Pobrecito! ¡Qué pena me da! —dijo Michela, enjugándose las lágrimas de los ojos.
—¿Erais muy amigos?
—No, pero habíamos trabajado dos años juntos en la misma habitación, ¿no te parece suficiente?
Le seguía hablando de tú, y su italiano se estaba mezclando con giros dialectales.
—¿Me coges?
Por un instante, Montalbano no comprendió el significado de la pregunta; después le rodeó los hombros con su brazo y Michela se apoyó en él.
—¿Quieres que regresemos al coche?
—No. Es lo de la cara lo que me ha... se la cuidaba tanto... se afeitaba dos veces al día... utilizaba cremas para la piel... Disculpa, ya sé que estoy diciendo tonterías, pero...
Se sorbió los mocos. ¡Madre santísima, así todavía estaba más guapa!
—No he entendido bien la historia del ciclomotor —dijo tras haberse recuperado un poco, lanzando un profundo suspiro.
El comisario se tensó y prestó atención.
—El que se encarga de las investigaciones dice que lo encontraron bajo el agua a poca distancia del coche de Gargano. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque lo solían colocar en el maletero.
—Explícate mejor.
—Bueno, por lo menos una vez lo hicieron así. Gargano le pidió a Giacomo que lo acompañara a Montelusa, pero, como no lo podía acompañar a la vuelta porque él tenía que desplazarse a otro sitio, colocaron el ciclomotor en el maletero, que era muy grande. De esa manera, Giacomo podría regresar solo cuando quisiera.
—A lo mejor, con el golpe contra la roca, se abrió el maletero y el ciclomotor salió despedido.
—Puede ser —dijo Michela—. Pero hay tantas cosas que no me explico.
—Dímelas.
—Te las diré por el camino. Quiero volver a casa.
Mientras subían al coche, el comisario recordó que otra persona había utilizado las mismas palabras de Michela: «Un maletero muy grande.»
—Las cosas que no me cuadran son muchas —dijo Michela mientras el comisario circulaba despacio—. Para empezar, ¿por qué se ha encontrado aquí el coche de Gargano? Hay dos posibilidades: o la última vez que estuvo con nosotros en la agencia se lo dejó a Giacomo o bien Gargano regresó. Pero ¿para qué? Si tenía previsto desaparecer tras haber puesto el dinero a buen recaudo, y este proyecto seguro que lo tenía, tanto es así que la habitual transferencia de fondos desde Bolonia a Vigàta esta vez no se hizo, ¿por qué lo puso todo en peligro viniendo aquí?
—Continúa.
—Otra cosa: suponiendo que Gargano mantuviera relaciones con Giacomo, ¿por qué reunirse en el coche como dos amantes furtivos? ¿Por qué no hacerlo en el hotel de Gargano o en cualquier otro lugar tranquilo y seguro? Estoy convencida de que las otras veces no se habían encontrado en el coche. Es cierto que Gargano era muy tacaño, pero...
—¿Cómo sabes que Gargano era tacaño?
—Bueno, tacaño, lo que se dice tacaño, no, pero un poco roñoso, sí. Lo sé porque una noche que fui a cenar con él, mejor dicho, fui dos veces...
—¿Te invitó él?
—Claro, formaba parte de su sistema de seducción, le gustaba gustar. Bueno, me llevó a una
trattoria
de Montelusa y se le leía en la cara el miedo que tenía de que yo eligiera platos caros y después protestó por la cuenta.
—¿Dices que eso formaba parte de su sistema? ¿No te invitó porque eres una chica muy guapa? Creo que a todos los hombres les encanta exhibirse con una chica como tú a su lado.
—Gracias por los cumplidos. No quiero parecer mala, pero tengo que decirte que también invitó a cenar a Mariastella. Al día siguiente, Mariastella estaba completamente aturdida, no se enteraba de nada, esbozaba una radiante sonrisa y se movía a trompicones entre las mesas. ¿Y sabes una cosa?
—Dímela.
—Mariastella le devolvió la invitación. Lo invitó a cenar a su casa. Y Gargano fue, por lo menos así lo deduje, porque Mariastella no hablaba sino que gimoteaba de alegría, en las nubes.
—¿Tiene una casa bonita?
—Nunca he estado allí. Es un chalet muy grande y aislado, justo en las afueras de Vigàta. Vivía allí con sus padres. Ahora lo ocupa ella sola.
—Pero ¿es cierto que Mariastella sigue pagando el alquiler y el teléfono del local?
—Sí.
—Pero ¿tiene dinero?
—Algo le debió de dejar su padre. ¿Sabes una cosa? Me quería pagar de su propio bolsillo los dos sueldos atrasados. «Después ya me los pagará el contable», dijo. Mejor dicho, no. Se le escapó decir, enrojeciendo como un tomate: «Después ya me los pagará Emanuele.» Está loca por ese hombre y no quiere rendirse ante la evidencia.
—¿Y cuál es la evidencia?
—Que, en el mejor de los casos, Gargano se lo está pasando bomba en una isla de la Polinesia. Y, en el peor, se lo están comiendo los peces.
Ya habían llegado. Michela besó en la mejilla a Montalbano y bajó. Después se inclinó hacia la ventanilla diciendo:
—Los exámenes que tengo que hacer en Palermo son tres.
—Te deseo lo mejor —dijo Montalbano—. Ya me dirás qué tal te ha ido.
Regresó directamente a Marinella. En cuanto entró, se dio cuenta de que Adelina había reanudado su servicio: la ropa interior y las camisas estaban sobre la cama, planchadas. Abrió la nevera y la encontró vacía, exceptuando una
passuluna
, anchoas condimentadas con vinagre, aceite y orégano y un buen trozo de queso de vaca. La pequeña decepción se le pasó cuando abrió el horno: ¡dentro estaba la mítica pasta
'ncasciata
! Cuatro raciones. Se la comió despacio y con perseverancia. Después, aprovechando que el día lo permitía, fue a sentarse en la galería. Necesitaba pensar. Pero no pensó. Al poco rato, el susurro del oleaje lo adormeció dulcemente.
«Menos mal que no soy un cocodrilo; de lo contrario, me ahogaría en mis propias lágrimas.»
Fue la única cosa sensata, o insensata, que le vino a la mente.
* * *
A las cuatro de la tarde ya estaba en su despacho de la comisaría, e inmediatamente se presentó Mimì.
—¿Dónde estabas?
—Cumpliendo con mi deber. En cuanto me he enterado de la noticia, he corrido al lugar de los hechos y me he puesto a la disposición de Guarnotta. En tu nombre y siguiendo las instrucciones de nuestro jefe superior. Aquello corresponde a nuestra jurisdicción, ¿verdad? ¿Hice bien?
Cuando quería, Augello era capaz de complacer a todo el mundo.
—Hiciste muy bien.
—Le he dicho que estaba allí sólo y exclusivamente para prestar ayuda. Si quería, podía ir a comprarle unos cigarrillos. Me lo ha agradecido mucho.
—¿Han encontrado el cuerpo de Gargano?
—No, pero están desanimados. Han preguntado a un viejo pescador del lugar. Éste les ha dicho que, si no encuentran a Gargano retenido en alguna roca, a estas horas, a causa de las fuertes corrientes que hay por allí, el cadáver ya estará navegando rumbo a Tunicia. Por consiguiente, al atardecer, interrumpirán las tareas de búsqueda.
Apareció Fazio en la puerta. El comisario le indicó por señas que entrara y tomara asiento. Fazio ponía cara de circunstancias. Estaba claro que no podía con su alma.
—¿Y bien? —le preguntó Montalbano a Mimì.
—Mañana por la mañana está prevista una rueda de prensa de Guarnotta.
—¿Sabes lo que dirá?
—Pues claro. De lo contrario, ¿por qué me habría desplazado hasta aquel infame lugar? Dirá que tanto Gargano como Pellegrino han sido víctimas de una venganza de la mafia, estafada por nuestro contable.
—Pero, lo digo y lo repito, ¿cómo se las arregló esta condenada mafia para saber con un día de antelación que Gargano no cumpliría sus compromisos y matarlo? Si lo hubieran matado el uno o el dos de septiembre, lo comprendería. Pero matarlo la víspera, ¿no te parece por lo menos un poco raro?
—Pues claro que me parece raro. Rarísimo. Pero eso pregúntaselo a Guarnotta y no a mí.
El comisario se volvió con una ancha sonrisa en los labios hacia Fazio.
—¡Dichosos los ojos!
—Voy muy cargado —dijo Fazio en tono pausado—. Llevo una carga de una tonelada.
Quería decir que tenía unas cartas muy importantes para jugar. Montalbano no le hizo ninguna pregunta, dejó que se tomara su tiempo y disfrutara de su hazaña. Después, Fazio se sacó del bolsillo una hojita de papel, la consultó y empezó a hablar.