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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (20 page)

Le parecía recordar que la agencia cerraba a las cinco y media. Charlando con la señora Clementina, se le había pasado el tiempo sin darse cuenta. Dio las gracias, saludó, prometió regresar muy pronto, subió a su coche y se fue. ¿A que se encontraría la agencia cerrada? Cuando llegó a la altura de la «Rey Midas», vio que Mariastella ya había cerrado y que estaba rebuscando algo en su bolso, con toda certeza las llaves. Montalbano encontró casi inmediatamente sitio, aparcó y bajó. Y todo empezó a desarrollarse como en una película a cámara lenta. Mariastella estaba cruzando la calle con la cabeza inclinada, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Y, de pronto, se detuvo en el momento en que se acercaba un coche. Montalbano oyó el frenazo, vio cómo el coche impactaba de lleno en la mujer y la hacía caer, todo ello con extremada lentitud. El comisario echó a correr y todo recuperó su ritmo natural.

El conductor del coche bajó y se inclinó sobre Mariastella, que estaba tendida en el suelo pero se movía, tratando de levantarse. Otras personas se acercaron corriendo. El automovilista, un distinguido sexagenario, estaba muerto de miedo y más blanco que la cera.

—¡Se ha detenido de golpe! Yo creía que...

—¿Se ha hecho mucho daño? —preguntó Montalbano a Mariastella, ayudándola a levantarse. Dirigiéndose a los demás, gritó—: ¡Váyanse! ¡No ha ocurrido nada grave!

Los recién llegados, que habían reconocido al comisario, se alejaron. El conductor, en cambio, se quedó donde estaba.

—¿Qué quiere? —le preguntó el comisario mientras se inclinaba para recoger el bolso del suelo.

—¿Cómo que qué quiero? ¡Quiero acompañar a la señora al hospital!

—Yo no quiero ir al hospital, no me he hecho nada —dijo con tono decidido Mariastella, mirando al comisario en busca de respaldo.

—¡Pues no! —dijo el señor—. ¡Lo que ha ocurrido no ha ocurrido por culpa mía! ¡Yo quiero un parte médico!

—¿Por qué? —preguntó Montalbano.

—¡Porque después, como el que no quiere la cosa, la señora aquí presente es capaz de decir que ha sufrido fracturas múltiples, y yo tendré problemas con la compañía de seguros!

—Como no se largue de aquí en cuestión de un minuto, yo le doy una hostia que le parto la cara y después ya me traerá usted el parte médico —dijo Montalbano.

El hombre no dijo ni pío, subió a su coche y se alejó derrapando, cosa que, a lo mejor, jamás en su vida había hecho, pero que en esa ocasión el miedo le había obligado a hacer.

—Gracias —dijo Mariastella, tendiéndole la mano—. Buenas tardes.

—¿Qué quiere hacer?

—Cojo el coche y vuelvo a casa.

—¡De eso ni hablar! Usted no está en condiciones de conducir. ¿No ve cómo tiembla?

—Sí, pero eso es normal. Enseguida se me pasa.

—Oiga, yo la he ayudado a no ir al hospital, pero ahora usted tendrá que hacer lo que yo le diga. Yo la acompañaré a su casa en mi coche.

—Sí, pero ¿mañana cómo lo haré para venir al despacho?

—Le prometo que esta misma noche uno de mis hombres le dejará el coche delante de la puerta de su casa. Deme las llaves, así no nos olvidamos. Es el Cinquecento amarillo, ¿verdad?

Mariastella sacó las llaves del bolso y se las dio al comisario. Ambos se encaminaron hacia el coche de Montalbano. Mariastella arrastraba un poco la pierna izquierda y mantenía levantado el hombro del mismo lado en una posición que quizá le aliviaba el dolor.

—¿Quiere cogerse de mi brazo?

—No, gracias.

Amable, pero firme. Si hubiera cogido del brazo al comisario, ¿qué habría pensado la gente viéndola en una actitud de tanta familiaridad con un hombre?

Montalbano le mantuvo abierta la portezuela, y ella subió al vehículo despacio y con mucho cuidado.

Estaba claro que el golpe recibido había sido muy fuerte.

Pregunta: ¿cuál habría sido el deber del comisario Montalbano?

Respuesta: acompañar a la accidentada al hospital.

Pregunta: pues entonces, ¿por qué no lo hacía?

Respuesta: porque, en realidad, el señor Salvo Montalbano, un gusano bajo la falsa apariencia de comisario de policía, quería aprovechar aquel momento de turbación de la señorita Mariastella Cosentino para derribar sus defensas y averiguarlo todo acerca de ella y de sus relaciones con Emanuele Gargano, estafador y asesino.

—¿Dónde le duele? —preguntó Montalbano, poniéndose en marcha.

—En la cadera y el hombro. Pero ha sido por la caída.

Quería decir que el vehículo del sexagenario sólo le había dado un fuerte empujón que la había derribado al suelo. La violencia de la caída sobre los adoquines de la calzada le había hecho daño. Pero no era nada grave, a la mañana siguiente se levantaría con la cadera y el hombro teñidos de un precioso color verde azulado.

—Indíqueme usted el camino.

Y Mariastella se lo indicó hasta una calle de las afueras de Vigàta, donde a derecha e izquierda no había casas sino viejas y solitarias villas, algunas de ellas abandonadas. El comisario jamás había estado en aquella zona, de eso estaba seguro, pues lo sorprendía el hecho de encontrarse en un lugar que parecía haberse detenido antes de la especulación inmobiliaria, de la construcción salvaje de edificios de cemento. Mariastella debió de adivinar su asombro.

—Todas estas villas que usted ve se construyeron en la segunda mitad del siglo diecinueve. Eran las casas de campo de los vigateses ricos. Hemos rechazado ofertas multimillonarias. La mía es aquella de allí.

El comisario no levantó los ojos de la calzada, pero ya sabía que «era una casa cuadrada muy grande, antaño de color blanco, adornada con espirales y balcones con volutas, con toda la pesada ligereza del estilo de 1870 y tantos...».

Finalmente, levantó los ojos, la miró, la vio, era justo tal y como había pensado, mejor dicho, la casa coincidía exactamente con la que le habían inducido a imaginar. Pero ¿quién lo había inducido? ¿Sería posible que ya hubiera visto aquella casa? No, estaba seguro.

—¿Cuándo se construyó? —preguntó, temiendo la respuesta.

—En mil ochocientos setenta —contestó Mariastella.

Dieciséis

—Hace años que no subo al piso de arriba —dijo Mariastella, abriendo la pesada puerta—. Me he instalado en la planta baja.

El comisario contempló las gruesas rejas de las ventanas. Las del piso de arriba estaban cerradas por unas persianas de color ya indefinible a las que faltaban muchos listones. El revoque estaba desconchado.

Mariastella se volvió.

—Si quiere entrar un momento...

Sus palabras eran una invitación, pero sus ojos decían todo lo contrario, decían: «Por el amor de Dios, vete, déjame sola y en paz.»

—Gracias —dijo Montalbano.

Y entró. Cruzaron un espacioso vestíbulo desprovisto de adornos, «mal iluminado y desde el cual una escalinata ascendía a unas tinieblas todavía más densas. Se olía a polvo y abandono: un olor a cerrado y a moho». Mariastella le abrió la puerta del salón. «Estaba decorado con muebles pesados y revestido de cuero.» La pesadilla que ya había vivido escuchando el relato de la señora Clementina se estaba volviendo cada vez más opresiva. En el interior de su cerebro, una voz desconocida le dijo: «Ahora busca el retrato.» Obedeció. Miró a su alrededor y lo vio encima de una mesita, «en un marco patinado con adornos dorados, un retrato al pastel» de un hombre maduro con bigote.

—¿Éste es su padre? —preguntó, seguro de la respuesta y, al mismo tiempo, atemorizado.

—Sí —contestó Mariastella.

Y fue entonces cuando Montalbano comprendió que tenía que adentrarse todavía más en aquella inexplicable zona oscura situada entre la realidad y lo que su propia mente le iba sugiriendo, una realidad que se creaba mientras la pensaba. De pronto notó que tenía fiebre y que ésta le subía minuto a minuto. ¿Qué le estaba ocurriendo? No creía en las brujerías, pero en aquellos momentos necesitaba mucha confianza en la propia razón para no creer en ellas y mantener los pies en el suelo. Se dio cuenta de que estaba sudando.

Algunas veces, pero muy raramente, le había ocurrido encontrarse por primera vez en un lugar y experimentar la sensación de haber estado allí antes o de vivir situaciones vividas previamente. Pero esa vez se trataba de algo distinto. Las palabras que le venían a la mente no se las había dicho nadie, no las había pronunciado ninguna voz. No, a esas alturas ya estaba convencido de haberlas leído. Y aquellas palabras escritas le habían causado un impacto y quizá una turbación tan grandes que se le habían quedado grabadas en la memoria. Tras haberlas olvidado, en ese momento las estaba reviviendo en toda su violencia. Y, de pronto, lo comprendió. Lo comprendió, hundiéndose en una especie de temor como jamás había experimentado en su vida y jamás había imaginado poder experimentar. Había comprendido que estaba viviendo en el interior de un relato. Había sido transportado al interior de un relato de Faulkner leído muchos años atrás. ¿Cómo era posible? Pero no era el momento de buscar explicaciones. Lo único que podía hacer era seguir leyendo y viviendo el relato y llegar al terrible desenlace que ya conocía. No podía hacer nada más. Se levantó.

—Quisiera que me enseñara su casa.

Ella lo miró sorprendida y también un tanto molesta por aquella violencia a la cual el comisario la obligaba a someterse. Pero no tuvo el valor de decirle que no.

—Muy bien —dijo, levantándose con cierta dificultad.

Estaba empezando a experimentar el verdadero dolor de la caída. Levantando un hombro y sosteniéndose el brazo con la otra mano, indicó a Montalbano el camino hacia un largo pasillo. Abrió la primera puerta a la izquierda.

—Ésta es la cocina.

Muy grande y espaciosa, pero escasamente utilizada. En una pared colgaban ollas y cazuelas de cobre casi blancas a causa del polvo acumulado. Mariastella abrió la otra puerta.

—Esto es el comedor.

Muebles oscuros de nogal macizo. En los últimos treinta años se debía de haber utilizado una o dos veces como mucho. La puerta se volvió a cerrar.

Avanzaron unos pasos.

—Aquí a la izquierda está el cuarto de baño —dijo Mariastella.

Pero no lo abrió. Avanzó otros tres pasos y se detuvo delante de una puerta cerrada.

—Ésta es mi habitación, pero no está arreglada.

Se volvió hacia la puerta del otro lado.

—Ésta es la habitación de los invitados.

Abrió la puerta, extendió el brazo, encendió la luz y se apartó a un lado para que pasara el comisario. «Un lienzo fúnebre, ligero y acre como un sepulcro, parecía cubrir todos los objetos de aquella habitación...»

Y Montalbano vio en un instante lo que ya esperaba ver, «en una silla colgaba el traje cuidadosamente doblado: debajo, los dos mudos zapatos y los calcetines tirados a su lado».

Y sobre la cama, marrón a causa de la sangre cuajada, cuidadosamente envuelto en la bolsa de nailon todavía más cuidadosamente sellada con cinta adhesiva, «permanecía tendido él», Emanuele Gargano.

—Y ya no hay nada más que ver —dijo Mariastella Cosentino, apagando la luz de la habitación de los invitados y cerrando la puerta.

Se volvió para recorrer el pasillo en sentido contrario en dirección al salón, caminando con el cuerpo torcido mientras Montalbano permanecía de pie delante de la puerta cerrada sin poder moverse ni dar un solo paso. Mariastella no había visto al muerto. Para ella no existía, no estaba sobre aquella cama ensangrentada, lo había desplazado por completo. Tal como muchos años atrás había hecho con su padre. El comisario percibía en el interior de su cerebro el silbido de una especie de vendaval, su cabeza llena de viento se movía entre espacios llenos de viento, no lograba retener una frase, dos palabras que, colocadas la una detrás de la otra, tuvieran un significado cabal. Después oyó un quejido, una especie de mugido de animal herido. Consiguió dar un paso y librarse de la parálisis con una sacudida casi dolorosa y corrió al salón. Mariastella estaba sentada en un sillón con el rostro muy pálido, le temblaban los labios y se sostenía el hombro con una mano.

—¡Dios mío, qué daño me hace ahora!

—Voy a avisar a un médico —dijo Montalbano, aferrándose a aquel momento de normalidad.

—Llame al doctor La Spina —dijo Mariastella.

El comisario lo conocía, era un septuagenario retirado que sólo atendía a los amigos. Corrió al vestíbulo y vio la guía al lado del teléfono. Oyó que Mariastella seguía quejándose.

—¿Doctor La Spina? Soy Montalbano. ¿Conoce a la señorita Mariastella Cosentino?

—Pues claro, es una de mis pacientes. ¿Qué le ha pasado?

—La ha atropellado un coche. Le duele mucho un hombro.

—Voy enseguida.

Y fue aquí donde se le ocurrió la solución que tan desesperada y convulsamente buscaba.

—Óigame, doctor. Se lo pido bajo mi responsabilidad personal. Necesito, y ahora no me haga preguntas, que la señorita Mariastella duerma profundamente durante unas cuantas horas.

Colgó y respiró hondo tres o cuatro veces.

—Viene ahora mismo —dijo, entrando de nuevo en el salón y procurando adoptar una expresión lo más normal posible—. ¿Tanto le duele?

—Sí.

Cuando más tarde contó la historia, el comisario no consiguió recordar qué otras cosas se habían dicho. Quizá permanecieron en silencio. En cuanto oyó acercarse un coche, Montalbano se levantó y fue a abrir la puerta.

—Se lo ruego, doctor, atiéndala, haga todo lo que tenga que hacer, pero sobre todo procure que duerma profundamente. En el propio interés de la señorita.

El médico lo miró largo rato a los ojos y optó por no hacer preguntas.

Montalbano se quedó fuera, encendió un cigarrillo y empezó a pasear por la casa. Había oscurecido. Le vino a la mente el profesor Tommasino. ¿A qué olía la noche? Inspiró profundamente. Olía a fruta podrida, a cosas que se desintegraban.

El médico abandonó la casa al cabo de media hora.

—No tiene nada roto, dos fuertes contusiones en el hombro, que le he vendado, y en la cadera. La he convencido de que se acueste y he hecho lo que usted quería, ahora ya duerme y lo seguirá haciendo durante unas cuantas horas.

—Gracias, doctor La Spina. Y, por la molestia, quisiera...

—Déjelo correr, atiendo a Mariastella desde que era una chiquilla. Pero no me atrevo a dejarla sola, desearía llamar a una enfermera.

—Me quedo yo con ella, no se preocupe.

Se despidieron. El comisario esperó a que el vehículo se perdiera de vista, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta. Llegaba a la parte más difícil, regresar voluntariamente a la pesadilla del relato, volver a convertirse en un personaje de éste. Pasó por delante de la habitación de Mariastella, la vio durmiendo en su cama bajo la colcha «de un color rosa desteñido, las lámparas con adornos de color rosa, el tocador, la delicada serie de cristales y los objetos...». Pero no era un sueño tranquilo, sus largos cabellos grises parecían moverse constantemente sobre la almohada. Decidió abrir la otra puerta, encendió la luz y entró. La envoltura de la cama brillaba a causa de los reflejos de la luz sobre el nailon. Se acercó y se inclinó a mirar. La camiseta de Emanuele Gargano estaba quemada a la altura del corazón, el orificio de entrada se veía con toda claridad. No se había suicidado, la pistola estaba cuidadosamente colocada en la otra mesilla. Mariastella lo había matado mientras dormía. En cambio, sobre la mesilla más cercana al muerto había un billetero y un Rolex. En el suelo, al lado de la cama, había una maletita abierta, y en su interior se veían unos disquetes de ordenador y unos papeles. La maletita de Pellegrino.

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