—¿Qué te pasa? —preguntó Livia.
—Nada, me he quemado con el cigarrillo. ¿Has pasado unas buenas vacaciones?
—Estupendas, las necesitaba. ¿Y tú? ¿Alguna novedad?
—Lo de siempre.
Sin saber por qué, siempre experimentaban una especie de turbación, de pudor, al iniciar una conversación.
—Tal como acordamos, pasado mañana estoy ahí.
¿Ahí? ¿Qué quería decir aquel «ahí»? ¿Livia pensaba viajar a Vigàta? ¿Por qué? Él se alegraba, por supuesto, pero ¿de qué acuerdo le estaba hablando? No tuvo necesidad de preguntar nada, a aquellas alturas Livia ya sabía cómo era.
—Como es natural, te habrás olvidado de que hace quince días acordamos una fecha. Dijimos: mejor dos días antes.
—Livia, no te enfades, te lo ruego, no pierdas la paciencia, pero...
—Tú la paciencia se la harías perder a un santo.
¡No, por Dios! ¡Frases hechas, no! ¡Vivir como un crápula, comer a dos carrillos, vender la piel del oso antes de haberlo matado, con la variante del cuento de la lechera!
—¡Te lo suplico, Livia, no hables de esta manera!
—Perdona, cariño, pero yo hablo como todas las personas normales.
—¿Es que a tu juicio yo soy una persona anormal?
—Dejémoslo correr, Salvo. Habíamos acordado que yo iría dos días antes de la boda de Mimì. ¿De eso también te has olvidado? ¿De la boda de Mimì?
—Pues sí, te lo confieso. Fazio me ha tenido que recordar que Mimì ya disfrutaba de su permiso matrimonial. Qué extraño.
—A mí no me parece nada extraño —dijo Livia con una voz en la que ya se percibía la formación de banquisas polares.
—¿Ah, no? Y eso, ¿por qué?
—Porque tú no olvidas, desplazas. Lo cual es otra cosa.
Comprendió que no podría resistir mucho rato aquella conversación. Además de las frases hechas y los lugares comunes, le atacaban los nervios aquellas interpretaciones de psicoanálisis barato a las cuales solía entregarse Livia con tanta fruición. Aquel psicoanálisis de película americana, en la que alguien mata pongamos por caso a cincuenta personas y después se descubre que la matanza se debe a que el padre del asesino múltiple, cuando éste era pequeño, un día no le quiso dar la mermelada que le pedía.
—¿Qué es lo que desplazo, en tu opinión y en la de tus colegas Freud y Jung?
Oyó en el otro extremo de la línea una sarcástica carcajada.
—La idea misma del matrimonio —le explicó Livia.
Unos osos polares se paseaban por la banquisa de su voz. ¿Qué hacer? ¿Reaccionar de mala manera y echarlo todo a rodar? ¿O bien fingir sumisión, docilidad, buena disposición de ánimo? Eligió, por motivos tácticos, este segundo camino.
—Puede que tengas razón —dijo con voz arrepentida.
Fue una jugada acertada y triunfadora.
—Dejemos este tema —dijo Livia, magnánima.
—¡Pues no! Ahora vamos a hablar —replicó Montalbano, que sabía que ya pisaba terreno seguro.
—¿Ahora? ¿Por teléfono? Ya hablaremos con calma cuando yo esté en Marinella.
—De acuerdo. Pero piensa que todavía tenemos que elegir el regalo de boda.
—¡Quita, hombre! —dijo Livia riéndose.
—¿No se lo quieres hacer? —preguntó Montalbano, sorprendido.
—¡El regalo ya lo he comprado y enviado! ¿Cómo quieres que esperara al último día? He comprado una cosita que estoy segura de que a Mimì le encantará. Conozco sus gustos.
Otra vez la habitual punzada de celos, absolutamente absurda, pero siempre lista para aflorar a la superficie.
—Ya sé que conoces muy bien los gustos de Mimì.
No lo pudo evitar, la estocada se le había escapado sola. Un momento de pausa por parte de Livia y después, la parada.
—Imbécil.
Otra entrada a fondo:
—Como es natural, has pensado en los gustos de Mimì, pero no en los de Beatrice.
—Hablé con Beba por teléfono y le pedí consejo.
Montalbano ya no supo a qué terreno desviar el desafío, pues últimamente sus llamadas telefónicas se habían convertido sobre todo en ocasiones y pretextos para enfrentamientos y peleas. Y lo bueno era que aquella animosidad estaba al margen de la inmutable intensidad de su relación. Entonces, ¿a qué obedecía el hecho de que se pelearan por teléfono a cada dos por tres? Quizá, se dijo el comisario, sea un efecto de la lejanía, que cada día resulta más insoportable porque, cuando uno se hace mayor, lo mejor es contemplar de vez en cuando la verdad cara a cara y utilizar las palabras adecuadas, y se experimenta la creciente necesidad de tener al lado a la persona a la que más queremos. Mientras lo pensaba (y la idea le gustaba porque era tan trivial y tranquilizadora como las frases de las tarjetitas que a veces se encuentran dentro de las cajas de bombones), cogió el jersey de debajo de la mesa, lo introdujo en una bolsa de plástico, abrió el armario, el olor de la naftalina estuvo a punto de asfixiarlo, se echó hacia atrás cerrando la puerta del ropero de un puntapié y arrojó la bolsa de plástico hacia el techo del mueble. De momento, se podía quedar allí, ya lo enterraría antes de la llegada de Livia.
Abrió el frigorífico y no encontró nada especial, un bote de aceitunas, uno de anchoas y un poco de queso. Pero se animó al abrir el horno: Concetta le había preparado un plato muy fácil de patatas aderezadas, que podía no ser nada o serlo todo según la mano que dosificaba los condimentos y creaba una interacción entre la cebolla y las alcaparras, las aceitunas con el vinagre y el azúcar y la sal con la pimienta. Al primer bocado, comprendió que Concetta era una virtuosa de la cocina, digna alumna de su tía Adelina. Tras terminarse el abundante plato de patatas aderezadas, se puso a comer pan con queso, no porque se hubiera quedado con apetito sino por pura glotonería. Recordó que siempre había sido muy goloso y glotón ya desde pequeño, hasta el extremo de que su padre lo llamaba
liccu cannarutu
, que significa exactamente goloso y glotón. El recuerdo lo estaba arrastrando a un principio de emoción, a la que consiguió resistir valerosamente con la ayuda de un poco de whisky solo. Se preparó para irse a la cama. Pero antes quería elegir un libro para leer. Dudaba entre el último libro de Tabucchi y una antigua novela de Simenon que jamás había leído. Estaba alargando la mano hacia Tabucchi cuando sonó el teléfono. Contestar o no contestar, he aquí la cuestión. La estupidez de la frase que le había venido a la mente lo hizo avergonzarse hasta el extremo de inducirlo a contestar aunque ello tuviera que suponerle una molestia descomunal.
—¿Te molesto, Salvo? Soy Mimì.
—En absoluto.
—¿Ya te ibas a acostar?
—Pues sí.
—¿Estás solo?
—¿Quién quieres que haya?
—¿Me puedes dedicar cinco minutos?
—Faltaría más, dime.
—Por teléfono, no.
—Pues entonces, ven.
Estaba claro que Mimì no quería hablarle de cuestiones de trabajo. Pues entonces, ¿de qué? ¿Qué problemas podía tener? ¿Habría discutido con Beatrice? Se le ocurrió un pensamiento miserable: si se trataba de una pelea con la novia, le diría que llamara a Livia. ¿Acaso no se entendían el uno al otro a la perfección? Llamaron a la puerta. ¿Quién podía ser a aquella hora?
Tenía que descartar a Mimì porque de Vigàta a Marinella se tardaba por lo menos diez minutos.
—¿Quién es?
—Soy yo, Mimì.
¿Cómo se las había arreglado? Entonces lo comprendió. Mimì, que debía de encontrarse en las inmediaciones, lo había llamado desde su móvil. Abrió. Augello entró muy pálido, abatido y apesadumbrado.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Montalbano, impresionado.
—Sí y no.
—¿Qué coño quiere decir sí y no?
—Después te lo explico. ¿Me das dos dedos de whisky sin hielo? —dijo Augello, sentándose en una silla junto a la mesa.
El comisario, que estaba escanciando el whisky, se bloqueó de golpe. Pero ¿aquella misma escena él y Mimì no la habían interpretado en otra ocasión? ¿Acaso no habían dicho casi las mismas palabras?
Augello se bebió el whisky de un solo trago, se levantó para tomarse otro y volvió a sentarse.
—De salud estoy bien —dijo—. El problema es otro.
«El problema, en política, en economía, en lo público y en lo privado, siempre es otro —pensó Montalbano—. Alguien dice: "Hay demasiados parados", y el político de turno contesta: "Mire, el problema es otro." Un marido le pregunta a la mujer: "¿Es cierto que me has puesto los cuernos?", y ella contesta: "El problema es otro."» Pero, puesto que ya recordaba perfectamente el guión, le dijo a Mimì:
—Ya no te quieres casar.
Mimì lo miró estupefacto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie, me lo dicen tus ojos, tu cara, tu aspecto.
—No es eso exactamente. La cuestión es más compleja.
No podía faltar la complejidad de la cuestión después de la otredad del problema. ¿Qué vendría a continuación, que el asunto se había ido al garete o que había que seguir adelante con él? Augello añadió:
—El caso es que yo a Beba la quiero muchísimo, me gusta hacer el amor con ella, su manera de pensar, de hablar, de vestir, de cocinar...
—¿Pero? —preguntó Montalbano, interrumpiéndolo a propósito.
Mimì se estaba adentrando por un camino muy largo y extenuante: la enumeración de las cualidades de una mujer de la cual un hombre se ha enamorado podía ser tan infinita como los nombres del Señor.
—Pero no me siento capaz de casarme con ella.
Montalbano no dijo nada, seguramente habría una continuación.
—O, mejor dicho, me siento capaz de casarme con ella, pero...
La continuación ya se había producido, pero tenía otra a su vez.
—Algunas noches, cuento las horas que me faltan para la boda.
Pausa atormentada.
—Y otras noches, en cambio, quisiera tomar el primer avión que pasara y largarme a Burkina Faso.
—¿Pasan muchos aviones con destino a Burkina Faso por aquí? —preguntó Montalbano con cara de querubín.
Mimì se levantó de golpe con el rostro congestionado.
—Me voy. No he venido para que te cachondees de mí.
Montalbano lo convenció de que se quedara y hablara. Y entonces Mimì dio comienzo a un largo monólogo. El caso era, explicó, que algunas noches tenía corazón de asno y otras noches tenía corazón de león. Se sentía dividido por la mitad, a veces tenía miedo de asumir obligaciones que no podría cumplir y otras se imaginaba en el papel de satisfecho padre de cuatro hijos. No sabía decidirse, temía largarse en el momento de tener que dar el sí y mandarlo todo al carajo. Y la pobre Beba, ¿cómo podría resistir semejante golpe? Tal como había ocurrido la vez anterior, ambos se bebieron todo el whisky que había en la casa. El primero en caer fue Augello, ya afectado por otras malas noches y agotado por el monólogo de tres horas de duración: se levantó y abandonó la sala. Montalbano pensó que se había ido al cuarto de baño. Se equivocaba, Mimì se había tumbado atravesado en su cama y estaba roncando. El comisario soltó un taco, lo maldijo, se tumbó en el sofá y, poco a poco, se quedó dormido.
Se despertó con dolor de cabeza porque alguien estaba cantando en el cuarto de baño. ¿Quién podía ser? De repente, recuperó la memoria. Se levantó con el cuerpo dolorido por la incómoda posición en que había dormido y corrió al aseo. Mimì se encontraba en la ducha y estaba inundando el suelo. Pero no le importaba, parecía contento. ¿Qué hacer? ¿Dejarlo fuera de combate con un puñetazo en la nuca? Se dirigió a la galería, el día era aceptable. Regresó a la cocina, se preparó el café y se bebió una taza. Apareció Mimì, afeitado, fresco como una rosa y sonriente.
—¿Hay también para mí?
Montalbano no contestó, no sabía qué le habría salido de la boca en caso de haberla abierto. Augello se llenó media taza de azúcar y, al verlo, el comisario experimentó un conato de vómito: aquél no bebía café, se lo comía como si fuera mermelada.
Tras haberse tomado el café o lo que fuera, Mimì lo miró con la cara muy seria.
—Te ruego que olvides lo que te dije anoche. Estoy más que decidido a casarme con Beba. Son bobadas pasajeras que de vez en cuando me rondan por la cabeza.
—Enhorabuena y que tengas hijos varones —murmuró Montalbano entre dientes.
Y, mientras Augello se disponía a salir, añadió, esta vez con toda claridad:
—Y te felicito.
Mimì se volvió muy despacio y se puso en guardia; el tono del comisario había sido deliberadamente insinuante.
—¿Por qué me felicitas?
—Por lo bien que has llevado el asunto de Gargano. Has hecho un trabajo genial.
—¿Has estado fisgando en mis papeles? —preguntó Augello, inmediatamente irritado.
—Tranquilo, prefiero otras lecturas más instructivas.
—Oye, Salvo —dijo Mimì, retrocediendo y volviendo a sentarse—, ¿cómo te tengo que explicar que yo sólo he colaborado, y en grado mínimo, en la investigación? Todo está en manos de Guarnotta. Del asunto se encargan también en Bolonia. Por consiguiente, no la tomes conmigo, he hecho lo que me han dicho que hiciera y punto.
—¿No tienen idea de adónde ha ido a parar el dinero?
—Hasta el momento en que yo me encargué del caso, no lograban comprender qué camino había seguido. Tú ya sabes cómo actúan estos personajes: mueven el dinero de un país a otro, de un banco a otro, crean unas sociedades que son como cajas chinas,
off shore
, cosas de este tipo, y llega un momento en que hasta empiezas a dudar de la existencia del dinero.
—Por consiguiente, ¿el único que sabe dónde se encuentra ahora el botín es Gargano?
—Teóricamente, tendría que ser sólo él.
—Explícate.
—Bueno, no podemos descartar que tenga un cómplice. O que le haya revelado algo a alguien. Aunque yo no creo que lo haya hecho.
—¿Por qué?
—No era ese tipo de persona, no se fiaba de sus colaboradores, lo tenía todo controlado. El único que gozaba de cierta autonomía, muy poca, aquí en la agencia de Vigàta, era Giacomo Pellegrino, creo que se llama así. Me lo han dicho las otras dos empleadas, yo no lo he podido interrogar porque está en Alemania y aún no ha regresado.
—¿Quién te dijo que se había ido?
—Me lo dijo su patrona.
—¿Estáis seguros de que Gargano no ha desaparecido o lo han hecho desaparecer en nuestra tierra?
—Mira, Salvo, no hemos encontrado ningún billete de tren, de avión o de barco que atestigüe su partida hacia algún destino en los días anteriores a su desaparición. Nos dijimos que quizá viniera en coche. Tenía una tarjeta de crédito de autopistas. No hay constancia de que la haya utilizado. Paradójicamente, cabría la posibilidad de que Gargano no se hubiera movido de Bolonia. Por aquí nadie ha visto su coche, que era muy llamativo. —Mimì miró el reloj—. ¿Algo más? No quisiera que Beba se preocupara al no encontrarme.