—Venga.
El comisario se adelantó. Delante del escritorio había dos sillas, pero Montalbano no se sentó, cosa, por otra parte, que el jefe no le había invitado a hacer. Y tampoco saludó a Bonetti-Alderighi, quien, a su vez, tampoco lo había saludado a él. El jefe superior siguió leyendo los papeles que tenía delante.
Transcurrieron cinco minutos largos. Entonces el comisario decidió pasar al contraataque; como no tomara la iniciativa, aquél era capaz de dejarlo varias horas de pie y privado no sólo de luz sino también de explicaciones. Se introdujo una mano en el bolsillo, sacó una cajetilla de cigarrillos, cogió uno, se lo colocó entre los labios y encendió el mechero. El jefe superior se levantó de un salto de la silla; la llamita le había causado el mismo efecto que un tiro de lupara.
—¿Qué hace? —gritó, levantando aterrado los ojos de los papeles.
—Me estoy encendiendo un cigarrillo.
—¡Haga el favor de apagarlo! ¡Aquí está terminantemente prohibido fumar!
Sin abrir la boca, el comisario apagó el mechero, aunque siguió teniéndolo a mano, de la misma manera que mantuvo el cigarrillo entre los labios. Pero había obtenido el resultado que buscaba, pues el jefe superior, asustado ante la amenaza del mechero listo para entrar en acción, abordó el tema.
—Montalbano, me he visto obligado, por desgracia, a meter la nariz en algunos expedientes relacionados con una maloliente investigación de hace unos años, cuando yo no era todavía el jefe superior de policía de Montelusa.
—Usted tiene una nariz demasiado sensible para el oficio que desempeña.
El comentario se le había escapado, no había conseguido reprimirlo. Se arrepintió al momento. Vio que las manos de Bonetti-Alderighi se acercaban al cono de luz de la lámpara y agarraban con fuerza el borde del escritorio con los nudillos violáceos a causa del esfuerzo por dominarse. Montalbano se temió lo peor, pero el jefe se contuvo y siguió hablando con la voz muy tensa.
—Se trata de la investigación acerca de una prostituta tunecina, hallada posteriormente muerta, que tenía un hijo llamado François.
El nombre del chiquillo se le clavó como un estilete en el centro del corazón. ¡Dios santo, François! ¿Cuánto tiempo hacía que no lo veía? Sin embargo, hizo el esfuerzo de prestar atención a las palabras del jefe superior; no quería dejarse arrastrar por la oleada de sentimientos que lo había asaltado para no perder la posibilidad de defenderse, pues estaba claro que Bonetti-Alderighi iba a pasar a las acusaciones. Trató de recordar todos los detalles de aquella lejana investigación. ¿A que Lohengrin Pera, aquel cabrón del servicio secreto, había encontrado el medio de vengarse después de tantos años?
Pero las palabras que el jefe superior pronunció a continuación lo descolocaron.
—Parece ser que usted, en un primer momento, tenía intención de casarse y adoptar a aquel niño. ¿Es cierto o no?
—Sí, es cierto —contestó el comisario, perplejo.
¿Qué coño tenían que ver sus asuntos personales con el caso? ¿Y cómo se las había arreglado Bonetti-Alderighi para averiguar aquellos detalles?
—Bien. Más tarde, por lo visto, usted cambió de idea a propósito de la adopción del niño. Así que François fue confiado a una hermana de su subcomisario, el señor Domenico Augello. ¿Es así?
Pero ¿adónde quería ir a parar aquel grandísimo cabrón?
—Sí, es así.
Montalbano se estaba poniendo cada vez más nervioso. No entendía por qué le interesaba al jefe superior aquella antigua historia ni desde dónde le llegaría el inevitable golpe.
—Todo en familia, ¿eh?
El tono irónico de Bonetti-Alderighi contenía una insinuación tan clara como inexplicable. ¿Qué le estaba pasando por la cabeza a aquel imbécil?
—Oiga, señor jefe superior, me parece que usted se ha formado una opinión muy concreta acerca de un asunto del cual yo apenas me acordaba. De todos modos, le ruego que reflexione muy bien sobre las palabras que está a punto de dirigirme.
—¡No se atreva usted a amenazarme! —gritó histérico Bonetti-Alderighi, descargando un fuerte puñetazo sobre el escritorio, que reaccionó con un «crac»—. Adelante, dígame: ¿qué fue de la libreta?
—¿Qué libreta?
Sinceramente, no recordaba ninguna libreta.
—¡No se haga el sueco, Montalbano!
Fueron justo aquellas palabras, «no se haga el sueco», las que lo hicieron estallar. Odiaba los tópicos, las frases hechas; le atacaban irremediablemente los nervios.
Esa vez fue él quien descargó un puñetazo sobre el escritorio, que reaccionó haciendo «crac crac».
—Pero ¿de qué coño de libreta me está hablando, me cago en la puta?
—¡Uy, uy, uy! —exclamó el jefe, soltando una risita—. El que se pica, ajos come, Montalbano.
El comisario tuvo la certeza de que si, después del sueco y los ajos, el jefe superior le soltaba otra frase de aquel tipo, lo agarraría por el cuello y lo estrangularía. Milagrosamente, consiguió no reaccionar, no abrir la boca.
—Pero, antes de la libreta —prosiguió diciendo el jefe superior—, hablemos del niño, del hijo de la prostituta. Usted, sin avisar a nadie, se llevó al huérfano a su casa. ¡Pero eso es un secuestro de un menor, Montalbano! Hay un tribunal para eso, ¿o acaso no lo sabe? Hay jueces especiales para los menores, ¿o acaso no lo sabe? ¡Usted tenía que cumplir la ley, no eludirla! ¡Cualquiera diría que estamos en el Lejano Oeste! —Exhausto, el jefe superior hizo una pausa. Montalbano no dijo nada—. ¡Y aún hay más! ¡No contento con su hazaña, va y le regala el niño a la hermana de su subcomisario, como si fuera un objeto cualquiera! ¡Eso es propio de personas sin corazón, es de juzgado de guardia! Pero de esta parte de la historia ya hablaremos después. Hay algo peor. La prostituta era titular de una libreta de ahorro a la vista con un depósito de quinientos millones de liras. En determinado momento, esa libreta pasó por sus manos. ¡Y después desapareció! ¿Qué fue de ella? ¿Se repartió el dinero con su amigo y cómplice Domenico Augello?
Muy despacio, Montalbano apoyó la mano sobre el escritorio, muy despacio inclinó el tronco hacia delante y muy despacio metió la cabeza en el cono de luz de la lámpara. Bonetti-Alderighi se asustó. El rostro del comisario, con sólo una mitad iluminada, parecía una máscara africana de esas que los nativos se colocan antes de los sacrificios humanos. Y entre África y Sicilia hay muy poca distancia, pensó de inmediato el aterrorizado jefe de policía. El comisario lo miró fijamente y después habló en un lento susurro.
—Te lo digo de hombre a hombre. Deja en paz al chiquillo, déjalo fuera de esta historia. ¿Me he explicado? Fue debidamente adoptado por la hermana de Augello y por su marido. Déjalo fuera. Para tus venganzas personales, para tus cabronadas, me basto yo solo. ¿De acuerdo?
El jefe superior no contestó; el miedo y la rabia le impedían hablar.
—¿De acuerdo? —volvió a preguntar Montalbano.
Cuanto más baja y lenta era la voz, tanto más Bonetti-Alderighi intuía su violencia a duras penas reprimida.
—De acuerdo —terminó diciendo con un hilillo de voz.
Montalbano volvió a enderezar la espalda y su rostro se apartó de la luz.
—¿Puedo preguntarle, señor jefe superior, cómo consiguió todas estas informaciones?
El repentino cambio de tono de voz de Montalbano, formal y ligeramente servil, sorprendió tanto al jefe superior que le hizo decir lo que no tenía intención de decir.
—Me han escrito.
Montalbano lo comprendió de inmediato.
—Un anónimo, ¿verdad?
—Bueno, digamos que no estaba firmado.
—¿Y no le da vergüenza? —dijo el comisario, dando media vuelta para encaminarse hacia la puerta sin prestar atención al grito del jefe superior.
—¡Montalbano, vuelva aquí enseguida!
Él no era un perro que obedecía órdenes. Se arrancó de la cabeza el inútil vendaje, dominado por la furia. En el pasillo se tropezó con el señor Lattes, el cual balbuceó:
—Me... me pa... parece que el señor jefe superior lo está llamando.
—A mí también me lo parece.
En aquel momento, Lattes se dio cuenta de que Montalbano ya no llevaba el vendaje y de que su frente estaba intacta.
—¡Se ha curado!
—¿Acaso no sabe que el jefe superior es un taumaturgo?
Lo más bonito de todo aquel asunto, pensó mientras se dirigía a Marinella con las manos contraídas sobre el volante, era que no la había tomado con el que había escrito el anónimo, seguramente una venganza a la chita callando de Lohengrin Pera, el único capaz de reconstruir la historia de François y su madre. Y tampoco la había tomado con el jefe superior. La rabia la experimentaba contra sí mismo. ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado por completo de la libreta de ahorro con los quinientos millones de liras? Se la había entregado a un notario amigo suyo, eso lo recordaba muy bien, para que administrara el dinero y lo entregara a François en cuanto éste alcanzara la mayoría de edad. Recordaba, aunque muy vagamente, que unos diez días después de su visita al notario, éste le había enviado un recibo. Pero no sabía dónde lo había guardado. Y lo peor era que él jamás había hablado de la existencia de aquella libreta ni a Mimì Augello ni a su hermana. Lo cual significaba que Mimì, ajeno a los hechos, podía ser implicado por la fértil imaginación de Bonetti-Alderighi, pese a ser tan inocente como Jesucristo.
En menos de una hora, transformó su casa en un apartamento visitado por hábiles y concienzudos ladrones: todos los cajones del escritorio, sacados de sus compartimientos, y los papeles que contenían, esparcidos por el suelo, donde había libros abiertos, hojeados y maltratados. Las dos mesillas de noche del dormitorio también estaban abiertas, al igual que el armario y la cómoda de siete cajones, con la ropa que éstos contenían esparcida por encima de la cama y sobre las sillas. Montalbano buscó desesperadamente, cada vez más convencido de que jamás conseguiría encontrar lo que buscaba. Justo cuando ya había perdido la esperanza, en el interior de una caja que guardaba en el último cajón de la cómoda, junto con una fotografía de su madre —desaparecida antes de que él pudiera conservar en el recuerdo la imagen de cuando ella vivía—, una fotografía de su padre y algunas de las pocas cartas que éste le había escrito, encontró el sobre que le había enviado el notario, lo abrió, sacó el documento, lo leyó, lo volvió a leer, salió de casa, subió a su coche, recordó que en una de las primeras casas de Vigàta había un estanco que tenía fotocopiadora, fotocopió la hoja, volvió a subir a su vehículo, regresó a Marinella, él mismo se asustó del desastre que había armado en casa, buscó una hoja y un sobre soltando maldiciones, los encontró, se sentó junto a su escritorio y escribió:
Ilustre señor jefe superior de policía de Vigàta:
Dada su tendencia a prestar atención a los anónimos, no pienso firmar esta carta. Le adjunto copia del recibo del notario Giulio Cosentino que aclara la situación del comisario señor Salvo Montalbano. Como es natural, el original se encuentra en posesión de quien esto escribe y se puede mostrar a requerimiento.
Firmado: un amigo
Volvió a subir a su coche, se dirigió a Correos, envió la carta certificada y con acuse de recibo, salió, se inclinó para abrir la portezuela y se quedó petrificado en aquella posición como cuando a uno lo asalta de repente uno de esos dolores de espalda tan fuertes que, al mínimo movimiento, experimenta una terrible puñalada y lo único que puede hacer es quedarse quieto tal como está, a la espera de que algún milagro haga desaparecer el mal. La causa del espasmo del comisario había sido la visión de una mujer que evidentemente se dirigía a la charcutería cercana. Era la señorita Mariastella Cosentino, la vestal del templo del contable Gargano, que, tras haber cerrado el despacho al término del horario vespertino, se disponía a hacer la compra antes de regresar a casa. La contemplación de Mariastella Cosentino le trajo a la mente un pensamiento terrorífico, seguido de una pregunta todavía más terrorífica: el notario, por desgracia, ¿no habría invertido el dinero de François en la empresa del contable Gargano? En caso afirmativo, a aquella hora el dinero ya se habría volatilizado por los caminos de los mares del Sur, de lo cual se deducía no sólo que el chiquillo ya no cobraría ni una lira de la herencia de su madre sino también que él, Montalbano, tras haber enviado la provocadora carta al jefe superior de policía, las pasaría canutas para justificar la desaparición del dinero y, por mucho que dijera que él no tenía nada que ver con aquel asunto, el jefe no lo creería y lo menos que pensaría sería que había llegado a un acuerdo con el notario para repartirse los quinientos millones de liras del pobre huérfano.
Consiguió desentumecerse, abrir la portezuela y salir disparado, derrapando como suelen hacer la policía y los imbéciles, en dirección al despacho del notario Cosentino. Subió corriendo los dos tramos de escalera y se quedó casi sin resuello. La puerta del despacho estaba cerrada, y fuera había una placa con el horario de atención: pasaba una hora del cierre, pero quizá todavía hubiera alguien dentro. Pulsó el timbre y, para más seguridad, llamó también con el puño. La puerta se abrió un poco, y entonces el comisario la abrió del todo con una violencia cien por cien catarelliana. La muchacha que había al otro lado se echó hacia atrás, asustada.
—¿Qué... qué desea? No... no me haga daño.
La pobre creía encontrarse en presencia de un atracador y estaba mortalmente pálida.
—Perdone que la haya asustado —dijo Montalbano—. No tengo ningún motivo para hacerle daño. Soy Montalbano.
—¡Oh, Dios mío, qué tonta soy! —dijo la chica—. Ahora recuerdo haberlo visto en la televisión. Pase.
—¿Está el notario? —preguntó el comisario, entrando.
—¿No lo sabe?
—¿Qué? —dijo Montalbano, inquietándose por momentos.
—El pobre señor notario...
—¡Ha muerto! —rugió Montalbano como si la chica acabara de comunicarle la desaparición del ser más querido del mundo.
La muchacha lo miró un tanto sorprendida.
—No, no ha muerto. Ha sufrido un ictus cerebral. Ya se está recuperando.
—¿Pero habla? ¿Recuerda?
—Pues claro.
—¿Cómo podría hablar con él?
—¿Ahora?
—Ahora.
La chica consultó su reloj de pulsera.
—Puede que lo consigamos. Está ingresado en la clínica Santa Maria de Montelusa.