La segunda opinaba que el contable se había aprovechado imprudentemente del dinero de algún mafioso y estaba criando malvas un par de metros bajo tierra o bien sirviendo de alimento a los peces del mar.
En toda Montelusa y provincia sólo había una mujer que pensaba otra cosa. Una sola, llamada Mariastella Cosentino.
Cincuentona, achaparrada y poco agraciada, Mariastella se había presentado para un puesto de trabajo en la agencia de Vigàta y, tras una entrevista tan corta como intensa con el contable en persona, había sido contratada. Una entrevista muy corta, pero bastó para que la mujer se enamorara perdidamente de su jefe. Y aquel puesto de trabajo, que era el segundo para Mariastella —pues se había pasado muchos años ejerciendo de ama de casa tras haber obtenido el título de contable para ayudar primero a su padre y a su madre y después sólo a su padre, cada vez más quisquilloso hasta que murió—, había sido también su primer amor, ya que su familia la había prometido cuando nació a un primo lejano a quien sólo había visto en fotografía y jamás en persona, pues el pobre había muerto muy joven a causa de una enfermedad desconocida. Esa vez la cosa era distinta, porque Mariastella había podido ver muchas veces a su amor vivito y coleando, y una mañana tan de cerca que incluso aspiró el aroma de su loción para después del afeitado. Entonces se atrevió a hacer algo que jamás habría imaginado poder hacer: tomó el autobús, se desplazó a Fiacca, donde una familiar suya tenía una perfumería, y, aspirando el aroma de una serie de frascos hasta que le dolió la cabeza, consiguió identificar la loción para después del afeitado que utilizaba su amor. Entonces compró un frasquito, que guardaba en la mesilla de noche. Cuando se despertaba sola en su cama, sola en su enorme casa vacía, y se sentía invadida por una sensación de desconsuelo, destapaba el frasco, aspiraba el perfume y, de esta manera, conseguía conciliar el sueño, murmurando: «Buenas noches, amor mío.»
Mariastella estaba convencida de que el contable Emanuele Gargano no había huido con el dinero que los clientes habían depositado en sus manos y menos aún que había sido liquidado por la mafia a causa de algún error. Interrogada por Mimì Augello (Montalbano no había querido intervenir en la investigación porque decía que él de cuestiones de dinero no entendía ni torta), la señorita Cosentino había dicho que, a su juicio, el contable había sido víctima de una amnesia transitoria y que el día menos pensado aparecería para acallar las malas lenguas. Y lo había dicho con una vehemencia tan lúcida que el propio Augello había corrido el peligro de creérselo.
Amparada por su firme creencia en la honradez del contable, Mariastella abría cada mañana el despacho y allí se ponía a esperar el regreso de su amor. En el pueblo todos se burlaban de ella. Todos los que no tenían asuntos pendientes con el contable, claro, porque los demás, los que habían perdido el dinero, aún no estaban en condiciones de reírse. La víspera, Montalbano había averiguado por medio de Gallo que la señorita Cosentino había ido al banco a pagar de su propio bolsillo el alquiler del local. Así que, ¿por qué la había tomado con ella, pobrecita, el tío que la estaba amenazando con un revólver, ella que en aquel asunto no tenía absolutamente nada que ver? Y, además, ¿por qué había tenido el acreedor aquella salida ingeniosa tan tardía, un mes después de la desaparición, es decir, cuando todas las víctimas del contable Gargano ya estaban más calmadas? Montalbano, que pertenecía a la primera escuela de pensamiento, la que afirmaba que el contable se había largado tras dejarlos a todos jodidos, se compadecía de Mariastella Cosentino. Cada vez que pasaba por delante de la agencia y la veía decorosamente sentada detrás de la ventanilla al otro lado del cristal, se le encogía de tal manera el corazón que el malestar le duraba todo el día.
Delante de la agencia de la «Rey Midas» había unas treinta personas que conversaban animadamente y gesticulaban muy alteradas, mantenidas a raya por tres guardias municipales. Al ver al comisario, lo reconocieron y lo rodearon.
—¿Es verdad que hay un hombre armado en el despacho?
—¿Quién es, quién es?
Montalbano se abrió paso a gritos y a codazos hasta que por fin llegó a la puerta de entrada. Allí se detuvo, un poco sorprendido. Dentro estaban, pues los reconoció de espaldas, Mimì Augello, Fazio y Galluzzo, y parecían interpretar una curiosa danza mímica: ora inclinaban el tronco a la derecha, ora lo inclinaban a la izquierda, ora daban un paso al frente, ora lo daban atrás. Abrió sin hacer ruido la puerta de cristal y pudo contemplar mejor la escena. El despacho constaba de una sola y espaciosa sala dividida por la mitad por un pequeño tabique de madera sobre el cual se levantaba un panel de cristal en el que se abría la ventanilla. Al otro lado del tabique había cuatro escritorios vacíos. Mariastella Cosentino estaba sentada como de costumbre detrás de la ventanilla, con el rostro muy pálido, pero serena y tranquila. Las dos zonas del despacho se comunicaban por medio de una puertecita de madera abierta en el mismo tabique.
El asaltante o lo que fuera, Montalbano no sabía cómo definirlo, se encontraba de pie justo en el hueco de la puerta, para poder apuntar simultáneamente tanto a la empleada como a los tres representantes de la policía. Era un anciano octogenario a quien el comisario reconoció de inmediato, el querido aparejador Salvatore Garzullo. En parte por la tensión nerviosa y en parte debido a un Alzheimer bastante avanzado, el revólver que el aparejador empuñaba, perteneciente sin duda a la época de Buffalo Bill y los sioux, bailaba tanto que, cuando apuntaba a uno de los hombres de la comisaría, todos se espantaban porque era imposible calcular adónde iría a parar el posible disparo.
—¡Quiero el dinero que ese hijo de la gran puta me ha robado! ¡Si no, me cargo a la empleada!
El aparejador llevaba más de una hora gritando la misma frase, ni una palabra más ni una menos, y ya estaba cansado, se había quedado ronco y, más que hablar, parecía que estuviera haciendo gárgaras.
Montalbano se adelantó decididamente tres pasos, dejando atrás a sus hombres, y le tendió la mano al viejo, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Mi querido aparejador! ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Qué tal está?
—No del todo mal, gracias —contestó Garzullo, perplejo.
Pero se recuperó enseguida en cuanto vio que Montalbano estaba a punto de dar otro paso hacia él.
—¡No se mueva o disparo!
—¡Señor comisario, por el amor de Dios, no se exponga! —terció con voz firme la señorita Cosentino—. ¡Si alguien se tiene que sacrificar por el contable Gargano, aquí me tienen, estoy preparada!
En lugar de echarse a reír ante aquella ocurrencia tan melodramática, Montalbano se cabreó. Si en aquel momento hubiera tenido delante al contable, le habría partido la cara a tortazos.
—¡No diga bobadas! ¡Aquí no se tiene que sacrificar nadie!
Después, dirigiéndose al aparejador, dio comienzo a su improvisada interpretación.
—Disculpe, señor Garzullo, pero, usted anoche, ¿dónde estaba?
—¿Y a usted qué coño le importa? —replicó belicosamente el viejo.
—Por su propio bien, haga el favor de contestarme.
El aparejador apretó los labios, pero al final decidió abrir la boca.
—Acababa de regresar a mi casa de aquí. Me he pasado cuatro meses en el hospital de Palermo, donde me enteré de que el contable se había largado con mi dinero, ¡todo lo que tenía después de una vida entera dedicada al trabajo!
—¿O sea, que anoche no encendió el televisor?
—No me apetecía sentarme a escuchar idioteces.
—¿Lo ve? ¡Por eso no sabe nada! —dijo Montalbano con aire triunfal.
—¿Y qué es lo que tendría que saber? —preguntó aturdido Garzullo.
—Que el contable Gargano ha sido detenido.
Miró por el rabillo del ojo a Mariastella. Esperaba un grito, una reacción de la clase que fuera, pero la mujer se había quedado inmóvil como una estatua, más confusa que convencida.
—¿De veras? —preguntó el aparejador.
—Le doy mi palabra de honor —contestó Montalbano como el gran actor que era—. Lo han detenido y le han embargado doce enormes maletas llenas a rebosar de dinero. Esta mañana mismo en la Jefatura Superior de Montelusa dará comienzo la devolución del dinero a los inversores estafados. ¿Tiene usted el recibo de lo que le entregó a Gargano?
—¡Cómo no! —contestó el viejo, golpeándose con la mano libre el bolsillo de la chaqueta donde se suele guardar el billetero.
—Pues entonces no hay problema, todo arreglado —dijo Montalbano.
Se acercó al anciano, le quitó el revólver de la mano y lo depositó sobre el mostrador.
—¿Puedo ir mañana a la Jefatura? —preguntó Garzullo—. No me encuentro muy bien.
Y se habría desplomado si el comisario no se hubiera apresurado a sostenerlo.
—Fazio, Galluzzo, rápido, metedlo ahora mismo en el coche y llevadlo al hospital.
Ambos levantaron al viejo. Al pasar por delante del comisario, el aparejador consiguió decir:
—Gracias por todo.
—Faltaría más, por Dios —contestó Montalbano, sintiéndose el más miserable de los miserables.
Entretanto, Mimì se había apresurado a socorrer a la señorita Mariastella, que, a pesar de estar sentada, había empezado a oscilar como un árbol azotado por el viento.
—¿Quiere que le vaya a buscar algo al bar?
—Un vaso de agua, gracias.
En aquel momento oyeron, procedente del exterior, una ensordecedora salva de aplausos y gritos de: «¡Bravo! ¡Viva el aparejador Garzullo!» Estaba claro que entre la muchedumbre había muchas personas estafadas por Gargano.
—Pero ¿por qué la toman tanto con él? —preguntó la mujer mientras salía Mimì. No paraba de retorcerse las manos y su rostro, antes pálido, estaba por reacción más colorado que un tomate.
—Bueno, algún motivo puede que tengan —contestó diplomáticamente el comisario—. Usted sabe mejor que yo que el contable ha desaparecido.
—De acuerdo, pero ¿por qué hay que pensar enseguida en algo malo? Puede haber perdido la memoria por culpa de un accidente de tráfico, de una caída, cualquier cosa... Yo me tomé la libertad de telefonear... —Dejó la frase sin terminar y movió la cabeza con desconsuelo—. Nada —dijo como si diera por concluido un pensamiento.
—Dígame a quién telefoneó.
—¿Usted ve la televisión?
—A veces. ¿Por qué?
—Me habían dicho que hay un programa que se llama «¿Quién lo ha visto?» y que trata sobre personas desaparecidas. Conseguí el número y...
—Entiendo. ¿Qué le dijeron?
—Que no podían hacer nada porque yo no estaba en condiciones de facilitarles los datos indispensables: edad, lugar de la desaparición, fotografía, cosas de este tipo.
Se hizo el silencio. Las manos de Mariastella se habían convertido en un solo nudo inextricable. Por un instante, el condenado instinto de policía de Montalbano, que estaba tumbado dormitando, se despertó de golpe vete tú a saber por qué.
—También debe tener en cuenta, señorita, la desaparición del dinero junto con el contable. Se trata de miles de millones, ¿sabe?
—Lo sé.
—¿Usted no tiene ni la menor idea de dónde...?
—Yo sé que invertía el dinero. En qué y dónde, lo ignoro.
—¿Y él y usted...?
El rostro de Mariastella se convirtió en una llamarada de fuego.
—¿Qué... qué quiere decir?
—¿Él y usted han tenido algún contacto después de la desaparición?
—Si lo hubiéramos tenido, se lo habría dicho al señor Augello. Es él quien me interrogó. Y le repito lo que le dije a su subcomisario: Emanuele Gargano es un hombre que tiene un solo objetivo en la vida: hacer felices a los demás.
—No tengo la menor dificultad en creerla —dijo Montalbano.
Y era sincero. En efecto, estaba convencido de que el contable Gargano seguía haciendo felices a putas de altos vuelos, barmans, directores de casinos y vendedores de coches de lujo en alguna isla perdida de la Polinesia.
Mimì Augello regresó con una botella de agua mineral, unos vasos de plástico y el móvil pegado a la oreja.
—Sí, señor, sí, señor, ahora mismo se lo paso. —Le ofreció el artilugio al comisario—. Es para ti. El jefe superior.
¡Vaya por Dios, menuda lata! Las relaciones entre Montalbano y el jefe superior Bonetti-Alderighi no se podían definir precisamente como cordiales y basadas en el mutuo aprecio y la simpatía.
Si el jefe lo llamaba por teléfono, significaba que tenía algún asunto desagradable que discutir. Y, en aquel momento, él no estaba de humor para eso.
—A sus órdenes, señor jefe superior.
—Venga inmediatamente.
—Dentro de una horita como máximo estaré...
—Montalbano, usted es siciliano, pero, por lo menos en la escuela, habrá estudiado el italiano. ¿Entiende el significado del adverbio «inmediatamente»?
—Espere un momento que lo repaso. Ah, sí. Significa «sin interposición de lugar o de tiempo». ¿He acertado, señor jefe superior?
—No se haga el gracioso. Dispone exactamente de media hora para llegar a Montelusa.
Y cortó la comunicación.
—Mimì, tengo que ir a ver al jefe superior enseguida. Coge el revólver del aparejador y llévalo a la comisaría. Señorita Cosentino, permítame un consejo: cierre ahora mismo este despacho y váyase a casa.
—¿Por qué?
—Verá, dentro de poco todo el pueblo se enterará de la ocurrencia del señor Garzullo. Y no se puede descartar que algún imbécil quiera repetir la hazaña, sólo que esta vez podría tratarse de alguien más joven y más peligroso.
—No —dijo con firmeza Mariastella—. Yo no abandono este puesto. ¿Y si, por casualidad, vuelve el contable y no encuentra a nadie?
—¡Imagínese qué desilusión! —dijo Montalbano, enfurecido—. Y otra cosa: ¿va usted a presentar una denuncia contra el señor Garzullo?
—De ninguna manera.
—Mejor así.
El denso tráfico que había en la carretera de Montelusa empeoró el humor de Montalbano. Además, el comisario se sentía incómodo porque le escocía la arena que tenía entre los calcetines y la piel y bajo el cuello de la camisa. A unos cien metros a mano izquierda y, por tanto, en dirección contraria a la suya, se encontraba El Descanso del Camionero, donde hacían un café de primera. Al llegar casi a la altura del local, puso el intermitente y giró. Estalló un cataclismo, un guirigay de frenazos, bocinas, gritos, insultos y tacos. Milagrosamente, consiguió llegar indemne a la explanada del local, bajó y entró. Lo primero que vio fue a dos personas a las que reconoció de inmediato a pesar de que se encontraban casi de espaldas. Eran Fazio y Galluzzo, tomándose una copichuela de coñac por barba, o eso por lo menos le pareció a él. ¿Un coñac a aquella hora de la mañana? Se situó entre ambos y pidió al camarero un café. Al reconocer su voz, Fazio y Galluzzo se volvieron de golpe.