El secreto de sus ojos (22 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Apagó el cigarrillo consumido, y con ademanes automáticos encendió el último del atado.

—Por eso la idea de la cárcel era, pese a todo, la mejor posible. Está bien. No iba a ser de por vida. No iban a ser cincuenta años. Pero treinta años, o cosa así, juntando orina en una celda no era un programa tan deplorable ¿no le parece? Pero… —suspiró con resignación— esa tampoco se dio. Y mire que no era la ideal, en eso estamos de acuerdo. Era, como mucho, la mejor posible, dadas las circunstancias. Y ahí vuelvo al ataque con mi máxima. Como todo tarde o temprano tiene que irse al reverendo carajo, Dios, si existe, mueve un par de piezas como para que el hijo de puta ese se salga con la suya.

Había levantado la voz tanto que la pareja de novios había dejado de hablar para mirarnos. Morales se recompuso y clavó la vista en la mesa de madera.

—No sé cómo ayudarlo —dije. Era verdad—. Me gustaría sinceramente hacerle las cosas más fáciles.

—Lo sé, Benjamín.

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Unos días atrás había sido Báez. ¿Qué extraños canales de solidaridad generaba esta historia horripilante?

—Pero no puede hacer nada. Gracias igual.

—No me agradezca. Pero en serio no sé cómo ayudarlo.

Morales hizo trizas el papel metálico del paquete de cigarrillos que acababa de terminar.

—Tal vez en alguna ocasión pueda. Por ahora me despido —se incorporó, mientras sacaba algunos billetes del bolsillo del saco para pagar su cortado. Después me tendió la mano—. Y le agradezco en serio todo lo que hizo. De verdad.

Le estreché la mano. Cuando salió, me senté de nuevo y contemplé durante largo rato a esos novios que seguían ajenos a todo cuanto no fueran ellos mismos. Los envidié profundamente.

Más café

Por el motivo que sea (y Chaparro no piensa investigar si ese motivo es simplemente una antigua amistad o algo más profundo, más esperanzados más personal y más otro montón de cosas), Irene encuentra placer en su compañía, no solo en su charla de escritor incipiente. Por algo están de nuevo frente a frente, escritorio de por medio. Por algo ella sonríe con una sonrisa distinta de sus sonrisas comunes y corrientes, que, en realidad, «nunca son ni comunes ni corrientes», piensa Chaparro, pero que no son como esta, como estas con las que ella lo bendice cuando están a solas en su despacho y cae la tarde.

Como teme estar soñando de nuevo inútilmente, se pone nervioso, mira el reloj y hace ademán de levantarse. Ella le propone tomar otro café y él, en el colmo de la torpeza, le hace notar que la cafetera eléctrica está vacía y apagada porque ya se lo terminaron. Irene le ofrece ir hasta la cocinita a preparar más y él le dice que no, aunque al instante se arrepiente de ser tan imbécil. Tanto se reprocha no haberle dicho «sí, gracias, te acompaño hasta la cocina», que vuelve a sentarse como un modo de lavar el daño. «¿Qué daño?», se pregunta al mismo tiempo, porque bien puede ser también que simplemente ella quiera más café y punto, que quiera pasarle un chisme de último momento y basta, porque al fin y al cabo no tiene nada de particular tomar un café con un amigo de años del Juzgado y se acabó.

Pero de hecho ambos vuelven a sentarse, y la conversación renace como un madero del cual asirse en medio de todas esas incertidumbres. Sin saber cómo, Chaparro se encuentra comentándole a Irene que el otro día se la pasó leyendo y corrigiendo los borradores mientras afuera llovía, y que escuchó música renacentista de la que a él le gusta tanto, y se detiene azorado precisamente en el instante en que está a punto de decirle, mirándola al centro de los ojos, que lo único que le faltaba para considerarse salvado y en gracia perpetua era ella en el sillón, tal vez recostada leyendo a su lado, y la mano de él, las yemas de los dedos, acariciándole apenas la cabeza, abriendo surcos suaves entre su pelo. Aunque no lo ha dicho es como si lo hubiese dicho, porque sabe que se ha puesto rojo como un tomate. Ahora es ella quien lo mira divertida, o tierna, o nerviosa, y finalmente le pregunta:

—¿Vas a decirme qué te pasa, Benjamín?

Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando por qué se ha puesto colorado, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa: le está preguntando ni más ni menos qué le pasa, qué le pasa a él, a él con ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo que ella supone que le pasa. Ahora bien —barrunta Chaparro—, el asunto es si lo supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión, la gran cuestión de la pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se pone de pie corno un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo tardísimo; ella se levanta sorprendida —pero el asunto es si sorprendida y punto o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada—, y Chaparro poco menos que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos, huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos, y recién retoma el aliento cuando se trepa a un 115 milagrosamente vacío a esa hora pico del atardecer; se vuelve a su casa de Castelar, donde esperan ser escritos los últimos capítulos de su historia, sí o sí, porque ya no tolera más esta situación, no la de Ricardo Morales e Isidoro Gómez, sino la propia, la que lo une hasta destrozarlo con esa mujer del cielo o del infierno, esa mujer enterrada hasta el fondo de su corazón y su cabeza, esa mujer que a la distancia le sigue preguntando qué le pasa, con los ojos más hermosos del mundo.

Dudas

«El 28 de julio de 1976 Sandoval se agarró una curda de padre y señor nuestro que me salvó la vida».

Chaparro relee la frase con que encabeza un nuevo capítulo y duda. ¿Es buena para dar inicio a este tramo de la historia? No termina de convencerlo, pero no encuentra otra mejor. Son varias las objeciones que le nacen contra ella. La más fuerte apunta a la idea que intenta transmitir, ni más ni menos. ¿Puede un solo acto humano, en este caso una curda, ser la causa eficiente que cambie el destino de otro ser, suponiendo que exista tal cosa llamada destino? Y, además, ¿qué es eso de «salvar la vida»? A Chaparro no le agrada esa frase hecha. Algo del escéptico que carga bajo la piel le dice que prolongar algo no es sinónimo de salvarlo. Y otra cosa: ¿quién le garantiza que fue la mamúa de Sandoval, y no algún otro encadenamiento imperceptible de circunstancias, lo que impidió que Chaparro volviese a su casa esa noche de junio?

De todos modos, es factible que esa frase persista al principio del capítulo. Sandoval fue uno de los mejores tipos con los que se cruzó en la vida. Le agrada la idea de deberle a él, aun a sus flaquezas, el no haber terminado esa jornada tirado en un zanjón con dos disparos en la nuca. Y como no deseaba morir entonces, ni ahora, puede transigir con eso de su vida «salvada» por la tranca cósmica que decidió zamparse Sandoval aquella noche.

Chaparro se siente en un brete parecido al de los comienzos de esta narración, cuando no sabía por dónde comenzar a contar esa historia. Al unísono lo asaltan varias imágenes: el espectáculo de su departamento destrozado; Báez sentado frente a él en un tugurio de Rafael Castillo; un tinglado en pleno campo cerrado con un alto portón corredizo; una ruta solitaria y nocturna, iluminada por dos faros potentes, vista a través del parabrisas de un ómnibus; Sandoval demoliendo concienzudamente un bar de la calle Venezuela.

No obstante, supone que este aprieto narrativo no es tan grave como el que padeció al principio. Este caos le ocurrió a él, no tiene que ir a buscarlo a las vidas de los otros. Y además las cosas no le ocurrieron en simultáneo. Fueron sucesivas: seguro que impactantes, tal vez hasta desgarradoras, pero tienen un orden cronológico del cual puede asirse para contarlas. Lo mejor será, concluye, respetar ese orden.

Primero Sandoval destroza un bar de la calle Venezuela. Después Chaparro encuentra su departamento hecho trizas. Luego habla con Báez en un tugurio maloliente de Rafael Castillo. Más tarde se sienta en el primer asiento de un micro que cruza la noche. Y después, muchos años después, se topa con el alto portón corredizo de un tinglado, en pleno campo.

31

El 28 de julio de 1976 Sandoval se agarró una curda de padre y señor nuestro que me salvó la vida.

Había tenido un semblante atroz durante toda la jornada. A duras penas había saludado al llegar para abocarse de inmediato a revisar una pericia balística que era una pavada y que podía tildarse en veinte minutos, pero para la cual empleó cinco horas. Cuando al atardecer los otros empleados se despidieron y salieron hacia sus casas o hacia la facultad, intenté sacarle tema de conversación, pero reboté como contra una muralla. Habló cuando quiso, como siempre.

—Hoy me llamó mi tía Encarnación, la hermana de mi vieja —hizo una pausa; le tembló la voz—. Me dijo que ayer se lo llevaron a mi primo Nacho. Cree que eran milicos. Pero no está segura. Entraron rompiendo todo, en plena noche. Iban vestidos de civil.

De nuevo hizo silencio. No lo interrumpí. Sabía que no había terminado.

—La pobre vieja preguntó qué podía hacerse. Le dije que se viniera para casa. La acompañé a hacer la denuncia —encendió un cigarrillo antes de terminar—: ¿Qué iba a decirle?

—Hiciste bien, Pablo —me atreví.

—No sé —dudó, antes de continuar—. Sentí como si la estuviese engañando. Tal vez debería haberle dicho la verdad.

—Hiciste bien, Pablo —repetí—. Si le decís la verdad, la matás.

La verdad. Qué cosa jodida que es a veces la verdad. Con Sandoval hablábamos mucho de todo el asunto de la violencia política y de la represión. Sobre todo desde la muerte de Perón en adelante. Ahora aparecían menos cadáveres en los descampados. Evidentemente los asesinos habían perfeccionado su estilo. Trabajando en la Justicia Criminal estábamos demasiado lejos de los hechos como para saberlos al dedillo, pero lo suficientemente cerca como para intuirlos. No hacía falta ser adivinos, tampoco. Todos los días veíamos detener gente, por ahí. O nos llegaba el dato. Sin embargo esos detenidos jamás llegaban a la alcaidía, jamás subían a declarar a los juzgados, jamás eran trasladados después a Devoto o a Caseros.

—No sé. Alguna vez tendrá que enterarse.

Traté de recordar cómo era la cara de Nacho. Unas cuantas veces había estado en el Juzgado, de visita, pero su imagen se me escapaba, no lograba definirla.

—Me voy —Sandoval se puso de pie de repente, se colocó el saco y caminó hacia la puerta—. Nos vemos.

«La puta madre», pensé. Otra vez. Abrí la ventana y esperé. Pasaron varios minutos, pero Sandoval no cruzó Tucumán hacia Viamonte. Me sentí un poco culpable: «una inundación en la India deja cuarenta mil muertos, pero, como no los conozco, me angustia más la salud de mi tío que tuvo un infarto». En algún regimiento, en alguna comisaría, a Nacho lo estaban reventando a golpes de puño y de picana. Pero yo no me angustiaba tanto por él como por su primo Pablo, que era mi amigo y pretendía emborracharse hasta quedar en coma.

¿Yo era el egoísta o todos lo éramos? Me consolé pensando que por Sandoval podía hacer algo, y por su primo Nacho, no. ¿Era así? Decidí darle la ventaja habitual: tres horas antes de salir a buscarlo. Me senté a corregir una prisión preventiva. Decidí que fueran dos horas. Tres tal vez fuesen demasiadas.

32

Mientras bajaba las escalinatas de la calle Talcahuano, tuve un momento de duda. Llevaba en un bolsillo un buen toco de plata para pagar la última cuota de mi departamento. Se suponía que iba a abonarla al salir del Juzgado porque en la escribanía cerraban tarde, pero como temía que la demora fuera excesiva para hallarlo a Sandoval, opté por buscar a mi amigo y posponer el pago para otro día. Palpé que el dinero estuviese bien guardado en el bolsillo interior del saco y le hice señas a un taxi. Dimos vueltas por Pasco Colón. No conseguía encontrarlo. El taxista estaba de buen humor, y me ofreció una larga improvisación sobre la forma más sencilla y expeditiva de arreglar los problemas del país. Si hubiese estado menos preocupado y menos concentrado en advertir cualquier pista del paradero de Sandoval, tal vez le habría pedido alguna aclaración sobre la conexión que establecía entre afirmaciones tales como «los militares saben lo que hacen», «acá nadie quiere trabajar», «hay que matarlos a todos» y «el River de Labruna es el ejemplo a seguir».

Le pedí que recorriese las calles transversales. Por fin lo hallé en un bar, muy feo, sobre la calle Venezuela. Le pague al esclarecido analista de la realidad nacional y esperé que me diera el cambio justo. Mientras hurgaba en un bolsillo, con un levísimo dejo de fastidio por mi tacañería, disfruté de una minúscula venganza. Ahora se me había pasado el apuro. Sandoval de ninguna manera iba a tolerar que lo sacase de allí antes de las once, y no eran entonces más de las nueve.

Me senté frente a él y pedí una Coca-Cola. Me ofrecieron Pepsi y acepté. Nunca lo había visto beber así. Sinceramente asustaba, aunque al mismo tiempo era de admirar su resistencia. Sin estridencias, sin gestos excesivos, Sandoval levantaba el vaso lleno y lo vaciaba en uno o dos tragos. Después clavaba la vista en el vacío, frente a él, y dejaba que el líquido caliente bajase hasta sus tripas. Unos minutos después volvía a llenar el vaso.

Eran casi las doce y no había logrado arrancarlo de su silla, aunque tampoco había insistido tanto. Sabía por experiencia que Sandoval pasaba una primera etapa en su borrachera en la que se ponía irritable, reconcentrado, y luego entraba a otra más plácida y relajada. Ese era el momento de llevármelo. Pero esa noche demoraba el tránsito a la segunda fase. Me levanté al baño. Mientras orinaba en el mingitorio, escuché un estruendo de vidrios rotos, seguido de una serie de gritos y corridas sobre el piso de madera.

Salí casi salpicándome. Por suerte a esa hora no quedaban más que tres o cuatro parroquianos, que miraban con más interés que temor. Sandoval blandía una silla en la mano derecha. El dueño del bar, un tipo bajo y fornido, había salido desde atrás de la barra y lo acechaba a cierta distancia, temiéndose probable objetivo del siguiente sillazo. Detrás de la barra se veía el espejo roto y botellas y vidrios esparcidos por todos lados.

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