El secreto de sus ojos (24 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

—Sí, pero… podría pasar tal vez por el Juzgado…

—¿Qué le acabo de decir, muchacho? Ni se le ocurra pasar por Tribunales. Ni por ningún lado. Se mete en la pensión y sale, como mucho, a hacer algún mandado. Acá tiene unos pesos. Vamos, no se haga el estrecho. Después me lo devuelve.

—Gracias, pero…

—Una semana. En una semana tengo que tener más o menos claro el asunto. Aunque hoy en día, en medio de semejante quilombo, no se sabe nunca. Pero, bueno, esperemos que sí.

—¿No puede decirme algo? ¿Qué le parece? —hoy todavía me asombro de lo imbécil que puede ser uno cuando está asustado como yo lo estaba. Báez tuvo el don de gentes de no regodearse con mi estupidez.

—Yo me comunico con usted. Quédese tranquilo.

Empezó a alejarse, pero se detuvo y se volvió hacia mí.

—En el Juzgado, ahora, ¿hay alguien piola a quien recurrir? Digo alguien con cargo, su secretario, el juez, el otro secretario…

—Nuestra secretaria está de licencia, por embarazo —le dije, y me distraje un instante pensando en eso. Enseguida recapacité y seguí—. El otro secretario es un infradotado.

—Suele pasar.

—Y juez no tenemos. Se jubiló Fortuna Lacalle y todavía no nombraron al reemplazante. Está Aguirregaray como subrogante, el del Juzgado de Instrucción n.° 12.

—¿Aguirregaray? —Báez pareció interesado.

—Sí ¿lo conoce?

—Un tipazo. Por fin una buena noticia. Cuídese. Lo veo en una semana, más o menos. Yo lo busco en la pensión, quédese tranquilo.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Yiré por el Centro y cuando caía la tarde me arrimé a San Telmo. El que me atendió en la pensión, supongo que era el dueño, me alcanzó una llave apenas me identifiqué como Abel Rodríguez. El sitio era limpio. Cuando me tiré en la cama, no atiné a sacarme la ropa. Llevaba un día y medio sin pegar ojo, y durante las treinta y seis horas previas había participado en una gresca de taberna, había caminado por media ciudad de Buenos Aires en plena noche y en pleno día, había asistido a la destrucción completa de mi casa y me había convertido en prófugo, aunque sin saber muy bien el motivo. Apoyé la cabeza en la almohada, que también olía a limpio, y me dormí como un bendito.

35

El cuchitril en el que Báez me citó siete días después estaba pegado a la estación de Rafael Castillo y era un verdadero asco. Tres mesas destartaladas de fórmica gris, un mostrador lleno de campanas con sándwiches de aspecto tenebroso, varios taburetes de madera con la pintura descascarada. Todo el ámbito, de por sí minúsculo, parecía empequeñecido por el tufo a grasa que venía de una parrilla sobre la que se acumulaban los chorizos y hamburguesas fríos y secos que habían sobrado del mediodía. Acodados en el mostrador, algunos hombres de aspecto humilde bebían vino y hablaban a los gritos. A intervalos de quince o veinte minutos las chapas del techo se sacudían con el estruendo de las locomotoras que tiraban de los trenes y una fina lluvia de tierra bajaba sobre las personas y las cosas desde los tirantes del techo. Para completar la escena, un jocoso animador, secundado por dos locutoras desquiciadas, vociferaba desde un aparato de radio puesto a todo volumen.

Después de una semana con el alma en vilo, refugiado en una pensión a costillas de los ahorros de Alfredo Báez, se suponía que yo no iba a andar con demasiadas pretensiones. Creo que no las tenía, pero no pude evitar que mi ánimo se derrumbase en semejante ambiente. Debía ser un lugar seguro, ciertamente, donde difícilmente a uno lo buscaran, a menos que ese uno tuviese cuentas pendientes con las cucarachas.

De Báez no había vuelto a tener noticias en toda la semana, salvo por el aviso de esa cita, que me había dejado con el dueño. Como llegué temprano al encuentro, tuve tiempo de hacerme mala sangre imaginando todo lo que podía haber salido mal en esos siete días. ¿Y si Báez había sufrido una persecución idéntica a la que yo había padecido? ¿Y si alguien lo había atacado por remover el avispero? Los nervios acumulados en toda esa semana, potenciados por el olor nauseabundo, el contacto con la mugre y el aturdimiento de gritos y publicidades radiales, me ponían al borde del estallido y de la huida. Por suerte, el policía fue como siempre puntual; creo que de lo contrario no me hubiese hallado. Me estrechó la mano y se sentó haciendo crujir una de las sucias sillas de metal negro y cuerina.

—¿Pudo averiguar algo? —lo atajé, antes de que se acomodara. No estaba de ánimo para reparar en delicadezas.

Báez me miró fijo antes de responder.

—Sí. La verdad es que averigüé unas cuantas cosas, Chaparro.

Me atemorizó. No por lo que decía, sino por el modo en que me miraba. Tenía el gesto de quien no está muy seguro del modo de entrar en materia. ¿Tan grave podía ser la cosa? Decidí acortar el trayecto hacia la verdad más cruda.

—Bueno. Lo escucho, entonces.

—Es que es tanto que no sé por dónde empezar.

—Por donde quiera —intenté bromear—: total, tenemos tiempo de sobra.

—No vaya a creer, Benjamín. No le sobra tanto tiempo —yo escuchaba tratando de no dejar traslucir mi pánico creciente—. Esta noche tiene que tomarse un micro a San Salvador de Jujuy. Sale diez minutos después de la medianoche, desde Liniers. Debajo del puente de la General Paz.

—¿De qué me está hablando? —logré preguntar, casi a los gritos, cuando sentí que me volvía algo de aliento.

—Tiene razón. Discúlpeme. Creo que empecé por lo más difícil. Le pido un poco de paciencia.

—Lo escucho —acordé, sin bajar la guardia.

—Lo primero que me puse a pensar después de nuestro encuentro del otro día era quién cuernos lo había atacado. No habían actuado al voleo, seguro. Eso, sumado a todo lo demás, me permitió identificarlos con cierta facilidad.

—¿Qué es eso de «todo lo demás»?

—Todo, mi amigo —dándose cuenta de que mi angustia requería precisiones, agregó—: para empezar el modo en el que entraron, la hora a la que entraron. ¿Usted se da una idea del quilombo que habrán metido al romper todo lo que rompieron? Si son chorros comunes y corrientes, se mueven con más sigilo. Estos tipos entraron como Pancho por su casa. Les importaba un carajo que pudiesen oírlos. Piense, Chaparro: una bandita de camorreros, actuando impunemente en medio de la noche… hoy en día no hay tantas alternativas para saber de qué palo son, ¿no le parece?

Yo empezaba a entender. Igual era inaudito. ¿Qué podían querer tipos así conmigo?

—Se topó con uno de esos grupos de forajidos que usa el gobierno, mi amigo. Ni más ni menos. Tuvo una suerte monumental de que no lo agarraran adentro. De lo contrario no la cuenta. De los pelos al baúl del auto, y del baúl a un zanjón con cuatro tiros.

Báez se abstrajo un momento del relato y se quedó en silencio, reconstruyendo las imágenes que podrían haber sido. De repente volvió:

—Todo concuerda. La impunidad, el salvajismo, el actuar en barra (la vecina del departamento B, no sé si la conoce, me terminó reconociendo, después de un largo trabajito de ablande, que por la mirilla vio pasar a cuatro).

—¿Y qué podían querer conmigo?

—Ahí vamos, Chaparro. Aguánteme. Porque el siguiente paso era verificar, confirmar digamos, que se tratase de un grupo relacionado con Romano o con Gómez.

—¿Qué? —esos dos apellidos caían en mis oídos con el estrépito aterrador de un cuerpo lanzado desde un décimo piso a la vereda—. ¿De qué me está hablando?

—Tranquilo, Benjamín. No se violente. Pero eso también era cantado. Usted no es un militante, no es un hombre público. No trabaja en un tema que a los militares les interese (no creo que la Justicia les importe un pito, de hecho). ¿Qué razón puede haber entonces para que le caiga encima una banda como esa? Tenían que tener algo con usted, algo viejo, algo personal…

Saqué cuentas con los dedos. Después hablé:

—Es ridículo, perdone que se lo diga. Hace casi tres años que no sé nada de Isidoro Gómez, desde que lo largaron de Devoto, ni del otro hijo de puta.

—Ya lo sé, ya lo sé. Yo también me detuve en ese punto. Pero esa era la pregunta siguiente. Yo di por hecho que el asunto tenía que ver con ellos, ¿me sigue?

—Lo sigo —¿lo seguía, verdaderamente?

—Así que me tuve que poner a pensar en los motivos que podían tener para querer amasijarlo. Motivos nuevos, ninguno. Motivos viejos, sonaba menos lógico todavía. Así que pensando y repensando volvía a lo actual, a lo de ahora. Primero temí que fuera muy difícil averiguar algo de estos tipos que andan en los servicios de inteligencia, y toda esa mano. Capaz que en un país serio esas organizaciones son herméticas. Bah, supongo. Pero acá tienen más agujeros que un colador de té, fíjese. Porque aparte les gusta mostrarse, ¿sabe? Eso de andar en autos sin chapas, con lentes oscuros, exhibiendo sus Itacas como si fueran sus… ya sabe qué.

Volvió a distraerse y su rostro hizo una mueca en la que se mezclaban la burla y el desprecio.

—Así que resultan bastante fáciles de ubicar. Dos o tres conversaciones poniendo cara de boludo maravillado dispuesto a escuchar sus pioladas, y yo ya tenía poco menos que un organigrama de cómo funcionan.

—Me cuesta creer que sean tan obtusos —arriesgué.

—Créalo. Si no fueran unos sanguinarios hijos de puta, serían para cagarse de la risa. Le sigo contando. Parece que Romano tiene su grupito de siete u ocho energúmenos. Se ve que cuando desmantelaron aquel chiste de Devoto el tipo siguió enganchado. Por otro lado, es lógico. ¿A qué cosa productiva se podía dedicar un zanguango como ese?

Intentaba seguir su explicación, pero una y otra vez me venía la imagen del hijo de puta de Romano festejando a los saltos alrededor del escritorio del juez, ocho años atrás. ¿Cómo había podido ignorar, en aquellos días, que el tipo que laburaba conmigo era un sádico y un asesino?

—Romano comanda el grupete ese. Y en general no sale cuando chupan gente —vio mi cara de extrañeza—. Disculpe. Los turros llaman «chupar» a secuestrar a los que a ellos les parece y llevarlos a sus aguantaderos.

Asentí. Recordé la detención del primo de Sandoval, que seguramente habría seguido ese procedimiento atroz. ¿Era posible que hubiese ocurrido la semana anterior? Me parecía que había acontecido en otra vida, lejana y definitivamente inalcanzable.

—El hecho es que Romano sale poco. Él hace… ¿cómo le dicen? Inteligencia de base, o inteligencia de fondo. Que traducido quiere decir que el malnacido es el que comanda las sesiones de tortura en las que sacan nombres a los detenidos. Después manda a sus matones a levantar al que se le cante —el rostro de Báez se ensombreció de nuevo—. Pero de ese tema sí que los fulanos hablan poco. Se ve que algo de raciocinio les queda, como para no andar pavoneándose de cosa semejante.

Lo que me contaba Báez era tan macabro, tan irracional, tan espantoso, y completaba con tanta sencillez lo que intuíamos con Sandoval, que supe que era cierto.

—Adivine quién es uno de los matones que le hacen a Romano el trabajo callejero…

Me acordé de Morales y su máxima de que todo lo que puede salir mal va a salir mal, y de que todo lo que puede empeorar empeorará.

—Isidoro Gómez… —alcancé a balbucir.

—El mismo que viste y calza.

—Qué hijo de puta —fue todo lo que pude agregar.

—Y… son tal para cual. Bueno, en realidad, eran tal para cual, según parece.

—¿A qué se refiere?

—Recuerde que toda la cosa arranca, supuestamente, de que a usted estos tipos le hacen pelota el departamento.

—¿Y?

—Y que estos tipos tenían ahora un motivo para boletearlo, hace unos años no lo tenían.

—No lo entiendo.

—Es natural. Le explico. Romano salió como loco a querer reventarlo a usted en su casa el otro día. ¿Por qué? Sencillo: por venganza. ¿Vengarse de qué? Piénselo un momento. ¿Qué tienen en común ustedes dos? Nada, o casi. Lo tienen a Gómez. ¿Se acuerda, cuando la amnistía de Cámpora?

Asentí. Como si pudiera olvidarme de aquello.

—Bien. Romano habrá sentido, digo, en ese momento, que a usted lo cagaba en toda la línea. Por eso no lo jodió para nada. Porque pensaba que ya lo había jodido lo suficiente.

—¿Y entonces?

—Y… que entonces no se entiende por qué Romano salió el otro día como una exhalación a reventarlo a usted.

—No entiendo nada.

—Aguánteme, que ya llegamos. Es como si fuese una partida de ajedrez, un desafío. Usted lo cagó cuando lo hizo echar del Juzgado. El se vengó cuando lo largó a Gómez. ¿Por qué se le ocurre a Romano amasijarlo a usted ahora, tres años después? Sencillo: porque está convencido de que usted acaba de mover otra pieza. O más precisamente: que usted, Chaparro, acaba de hacerle mierda a uno de sus hombres de confianza, o sea Gómez.

Mi cara habrá dejado traslucir que no tenía ni idea de qué me estaba hablando.

—Romano lo busca a usted para liquidarlo, Chaparro, porque piensa que usted acaba de boletear a Isidoro Gómez. Ni más ni menos.

Tuve un momento de pasmo, pero debí sacudirme la impresión porque corría el riesgo de perderme lo que Báez seguía diciendo.

—No digo que usted lo haya hecho. Digo que es lo que Romano supone que ha hecho. El 28 de julio a la noche lo fueron a buscar a usted en su casa, ¿si? Adivine: dos noches antes, el 26, alguien se cargó a Isidoro Gómez en las cercanías de su departamento de Villa Lugano.

Era demasiado complejo, o el aire viciado del lugar había terminado por saturarme.

—¿Se siente mal? —se preocupó Báez.

—La verdad es que estoy medio mareado.

—Venga. Salgamos un poco al fresco.

36

Caminamos hacia la estación. Nos sentamos en el único banco de listones de madera que estaba sano, en el andén de los trenes que corrían hacia la Capital y que a esa hora estaba casi vacío. Al otro lado de las vías en cambio, y a medida que avanzaba la tarde, de cada tren que llegaba descendía un número creciente de hombres y mujeres que se diseminaban en todas direcciones, o que corrían para treparse a unos colectivos rojos de techo negro.

El aire libre me hizo bien. Por lo menos podía pensar con cierta claridad y caer en la cuenta de que tenía que decirle algo a Báez. Algo impostergable que recién ahora advertía como tal.

—Hay algo que no le dije, Báez —dudé—. ¿Se acuerda de cuando me hice el detective al principio de la causa, y Gómez se apioló de que lo andaban buscando?

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