Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
Este Morales era maravilloso. Pretendía que yo me presentara en la casa de Alejandra, a la que veía de Pascuas en Ramos, con un paquete de guita de parte de un vengador anónimo que se sentía en deuda con su marido, muerto catorce años atrás. ¿No pasaba el tiempo, para este hombre? ¿Todo era un eterno presente que se sumaba a los anteriores? Para mis adentros respondí, rendido, que sí, que aceptaba llevarle a la viuda de Sandoval el dinero que Morales se proponía enviarle.
Pero bueno, lo que le mencioné de la muerte del señor Sandoval lo hice para que no me atribuya la insolencia de juzgar tan livianamente todas las muertes. Nada de eso. Apenas me atrevo a considerar así la mía propia. Y en verdad no diría que la encaro como algo liviano, antes bien podría calificarla de algo reparador, algo por fin sereno. Releo lo escrito y siento que me voy por las ramas y que lo fatigo con nociones inconducentes. Ya bastante tiene usted con que yo aparezca emergiendo del olvido, y encima para solicitarle un favor, como para que además deba tolerar mis divagaciones. Discúlpeme. Volvamos al asunto. Decía más arriba que en el caso de que no acoja favorablemente mi pedido destruya por favor esta, aparte de las otras cartas que van a llegarle. No obstante, le ruego se comunique con el escribano doctor Padilla, de aquí de Villegas, en las próximas semanas, pues en mi testamento me he tomado el atrevimiento de legarle a usted mis pocos bienes. Espero no lo tome como una impertinencia. No es gran cosa lo que dejo, salvo la propiedad en la que vivo, que hoy en día debe valer sus buenos pesos, porque son treinta hectáreas de buenos campos.
Me sorprendió. Lo hacía viviendo en el casco urbano. Nunca me había dado la impresión de que fuera hombre para el campo. También me halagó su generosidad, aunque me incomodó levemente: a esa altura había decidido ayudarlo sin recompensas de por medio.
Eso y un automóvil en buen estado de conservación pero muy antiguo.
El Fiat 1500 blanco. Los recuerdos nunca vuelven solos. Siempre retornan en grupo. La imagen de ese auto me vino con la de Báez, sentados él y yo en la estación de Rafael Castillo, mientras el policía narraba el testimonio de los viejos de Villa Lugano que habían visto a Morales cargar en el baúl de ese coche a un Gómez desvanecido pero aún con vida, veinte años antes.
No hay más, salvo unos cuantos muebles viejos, cuyo destino final pongo a su albedrío. Ahora bien, en el caso de que pueda contar con su colaboración para poner en orden, aquí en Villegas, mis últimos asuntos, debería rogarle que haga lo posible por llegarse a mi casa en el transcurso del día sábado 28. Espero no lo tome como otra insolencia de mi parte. Casi le diría que lo hago por usted, para evitarle una incomodidad mayor a la que se me toma imposible dejar de provocarle.
Creí entender. Era atroz pero simplísimo. Morales iba a matarse, y me pedía que fuera el sábado para que no me encontrase con un espectáculo todavía peor el domingo o el lunes. No me lo decía en la carta, pero había planificando hasta el detalle de que a mí me resultaría más cómodo disponer de un fin de semana que pedir un par de días libres en el Juzgado. ¿Sabría que estábamos lejos del próximo turno, y por lo tanto bastante aliviados de tareas? No me habría extrañado que se hubiese tomado el trabajo de averiguarlo.
A estas alturas habrá adivinado —por lo menos en parte— con qué se va a encontrar cuando llegue a mi casa. Le ruego sepa disculparme. Y le reitero que entenderé perfectamente una negativa. Se trate de uno u otro caso, lo saludo con mi más atenta consideración, y le reitero mi más profunda gratitud por todo lo que hizo por nosotros.
Ricardo Agustín Morales
Terminé de leer y guardé la carta. Tardé unos cuantos minutos en reaccionar. El escribiente me preguntó qué me pasaba, que tenía esa cara. Le respondí con evasivas. En eso salió el secretario del despacho. Aproveché para decirle que tenía que retirarme temprano para llevar el auto al taller a que lo revisaran, porque el sábado tenía que viajar por un asunto personal. Me contestó que no había inconveniente.
Manejé desde la madrugada porque quería llegar antes de mediodía. Me parecía la hora menos horrenda para penetrar en una casa vacía o peor, en una casa en la que me esperaban los despojos de un hombre al que había conocido y apreciado.
Las instrucciones que cerraban la carta de Morales eran concretas y sencillas. Pasar de largo el acceso a la ciudad, dejar atrás también la YPF que aparecía luego a mano derecha sobre la ruta. Cuatro kilómetros y vería tres silos muy altos a mi izquierda. Un kilómetro más y el camino vecinal pavimentado, abierto también a la izquierda. Dos kilómetros más, los últimos, atento a la tranquera que debía aparecer ahora a la derecha, entre los pastos altos.
Creo que eran las once cuando me apeé para abrir la tranquera. La crucé con el auto y volví a cerrarla. Seguía una senda de ripio regularmente conservada. Avancé lo que supuse eran dos o tres kilómetros, aunque tal vez exagero: andaba lentamente por el estado del camino, y los pastizales altos de los lados no me ofrecían puntos de referencia. Si Morales había querido mantener su privacidad, lo había conseguido. Por fin la senda se abrió en una explanada bastante amplia, delante de una casa. Era sencilla, de una planta, con ventanas altas y enrejadas, rodeada por una galería sin ornamentos ni macetas ni sillas ni nada. A un costado estaba estacionado el Fiat, protegido por la galería. No me detuve a mirarlo en detalle, pero se lo veía tan impecable como entonces.
Sabía —Morales me lo había dicho en su carta— que el campo tenía en total poco más de treinta hectáreas. Supuse que para comprarlo el viudo debía haberse endeudado hasta las orejas. Me sonaba lejanamente haber leído en su esquela alguna alusión a sus deudas. Caí en la cuenta: el dinero para la viuda de Sandoval. Eso. En su momento no había podido ayudarla, pero evidentemente quince años después había saldado sus compromisos. Supuse que Morales se habría recompuesto a fuerza de grandes sacrificios. Como tesorero de una sucursal bancaria no debía ganar demasiado dinero, y sospeché que esas tierras no debían ser baratas. La estrechez financiera en la que se había aventurado para comprar la propiedad explicaba el deterioro controlado pero evidente de la construcción y del camino de acceso.
Estacioné cerca de la casa y caminé hasta la puerta. Tal como Morales me había anticipado, estaba sin llave. Cuando abrí, me asaltó una esperanza pueril.
—¡Morales! —llamé en voz alta.
Nadie contestó. Maldije para mis adentros, porque supe que iba nomás a encontrarlo muerto. Avancé por la sala. Pocos muebles, una biblioteca bien provista, ningún adorno. Dos escopetas colgadas de la pared. No me aproximé a examinarlas (siempre he sentido una fuerte aprensión frente a las armas), pero lucían limpias y listas para el uso. Sobre la mesa, apoyado con pulcritud sobre un cenicero de cerámica, un sobre abultado a nombre de la «señora de Sandoval». Me acerqué, lo tomé y lo guardé en el bolsillo interior del saco, porque me dio pudor contarlo. Al fondo había un pasillo al que se abría la puerta del baño, y detrás la cocina. ¿Y el dormitorio? Giré sobre mis pasos. Había pasado por alto una puerta cerrada que daba a la sala, a un lado de la biblioteca. Ese tenía que ser el dormitorio. Abrí la puerta con el alma en vilo.
Lo que vi resultó menos terrible de lo que había supuesto. Los postigos de la ventana estaban abiertos y la luz del sol entraba a raudales. Evidentemente, Morales sabía que la claridad no iba a molestarlo esa mañana en particular. Nada de sangre ni de sesos estampados contra la cabecera de la cama, que eran las escenas que mi tórrida imaginación había tenido tiempo de construir desde el momento en que había leído la carta. Apenas el cuerpo del viudo, boca arriba, tapado hasta el cuello con las cobijas.
No voy a cometer la imbecilidad de escribir que parecía dormido, porque nunca entendí a los que a la vista de un difunto afirman cosas semejantes. Para mí los muertos parecen muertos, y Morales no era la excepción. Además, su piel había adoptado una marcada tonalidad azulada. ¿Tendría que ver con el modo que había elegido para matarse? Aún lo ignoraba. Pero seguro era reciente. Aprecié su delicadeza de evitarme los signos más chocantes de la corrupción de su cadáver, con los que me habría indefectiblemente topado de haber mediado más tiempo entre su deceso y mi llegada.
El mobiliario era mínimo. Un ropero de dos cuerpos, un baúl cerrado, una mesa desnuda con una silla recta y la cama de una plaza con una mesa de luz sencilla a un lado, abarrotada de medicamentos, jeringas descartables, frascos de suero. Recién entonces caí en la cuenta de lo difícil que debía haber sido atravesar la enfermedad para ese hombre solo, librado a sus propias fuerzas para menguar el dolor.
Porque había iniciado mi inspección buscando abarcar el conjunto, o porque en mi cobardía evité observar con demasiada insistencia el cadáver, o porque mis ojos se posaron con mayor facilidad en una fotografía de casamiento que emergía, a duras penas, sobre la cordillera de frascos de remedios que poblaban la mesa de luz, lo cierto es que tardé en advertir el sobre blanco y alargado que colgaba del velador, de un lazo hecho con cinta. Me aproximé para recogerlo. Estaba dirigido a mí. Y en grandes letras, bajo mi nombre:
«Por favor, léala antes de llamar a la policía»
.
Este tipo no cesaba de sorprenderme. Ni muerto. ¿Qué podía querer decirme en esa segunda carta? Volví sobre mis pasos, cuidando de no tocar nada. Lo único que me faltaba era quedar involucrado en una muerte sospechosa. Me dije que no tenía motivos para preocuparme: llevaba conmigo la carta que me había enviado a Tribunales, que terminaba poco menos que con un «no se culpe a nadie» dirigido a las autoridades. Volví a la sala con la nueva epístola en la mano. Me senté en el único sillón, cerca de la estufa.
Estimado Benjamín:
Si estas páginas llegan a sus manos es porque me hizo usted el enorme favor de llegarse hasta mi casa. De manera que antes de seguir debo agradecerle. De nuevo y como tantas otras veces, gracias. Se estará preguntando el motivo de estas líneas. Vayamos despacio, como siempre que uno está en la obligación de darle a otro, noticias que pueden resultarle, en cierto sentido, desagradables.
Empecé a sentirme raro. ¿Era posible que con este hombre jamás terminaran de suceder las cosas?
Notará en el fárrago de frasquitos y demás yerbas que tengo sobre la mesa de luz una jeringa usada, con la aguja colocada. Le ruego que no la toque, aunque supongo que mi advertencia es innecesaria. Calculo que en la autopsia saltará a la vista que me apliqué una dosis elefantiásica de morfina y listo el pollo. Aunque tal vez el médico forense que haga la autopsia se las vea en figurillas para separar la paja del trigo: he tenido que suministrarme tal cantidad de fármacos en estos meses que supongo que mi hígado debe asemejarse a una droguería, pero bueno, allá él, que bastante tengo yo con mis propios asuntos.
Era Morales puro: un divorcio perfecto entre las palabras y el dolor, una pizca de ironía, una melancolía sincera sin las claudicaciones de la autocompasión.
Pero eso no es lo importante. Todavía no le he pedido lo que tengo que pedirle. Quiero que sepa dos cosas antes de que lo haga. La primera es que se la encargo a usted porque a mí no me quedan fuerzas para acometerla por mí mismo. No dejé cierto asunto inconcluso hasta el final por desidia, sino por principios. Pero sobreestimé el alcance de mi resistencia. Es decir, pude haberlo hecho yo, si lo hacía dos o tres meses atrás. Pero me pareció incorrecto hacerlo entonces. Pensé que debía esperar hasta lo último. Pero, ahora que ha llegado ese final, mi cuerpo no resistiría el esfuerzo.
¿Para qué cuernos necesitaba fuerza física? ¿De qué me estaba hablando ese hombre que acababa de morir?
La segunda es que no quiero que se sienta obligado a nada. Si no puede, mala suerte. Que la policía se encargue de todo. Porque sinceramente el pedido que tengo para formularle tiene que ver con una cierta vanidad, un irrisorio deseo de conservar aquí mi buen nombre. Usted ha pasado por el pueblo sin detenerse. Pero en las próximas horas empezará a cruzarse con gente que tal vez le hable de mí. Creo no equivocarme si le digo que tendrán un recuerdo apacible, tal vez agradable de mi persona. Tenga en cuenta que llevo veintitrés años viviendo en este campo, trabajando en este pueblo. Por motivos que muy pronto advertirá, porfié durante todos estos años por permanecer aquí, sin que me trasladaran a otra sucursal del banco. Fue difícil, porque muchas veces mis jefes insistieron en proponerme para ascensos. Según parece, resulté, en general, un empleado eficiente. Otras tantas me negué, tratando de no quedar como un descortés, o un desagradecido. No voy a mentirle: nadie en el pueblo puede decirle que me conozca en profundidad. Ni pude ni quise prestarme a ello. Pero creo que quien más, quien menos, guarda de mí la imagen de un misántropo cordial e inofensivo. Y en este tránsito final hacia la nada (ojalá tuviese otras creencias que me respaldasen), me agradaría contar con la benevolencia de un recuerdo afable de quienes aquí me trataron durante todos estos años.
¿Adónde quería llegar con todo eso? ¿Por qué no mostrarle estas líneas a la policía? ¿Tan mal consideraban en Villegas a los suicidas? Contuve mi inveterada impaciencia lectora, que me lleva en general a leer saltando de línea en línea, por temor a perderme lo principal en uno de esos saltos.
Debo pedirle, mi estimado amigo (y permítame que lo llame así, porque así lo siento), que me haga la enorme gauchada de llegarse hasta el galpón. Son quinientos metros, por los fondos. Si llueve, encontrará unas botas junto a la puerta de la cocina. Úselas, porque de lo contrario se pondrá los zapatos y los pantalones a la miseria.
No entendía nada, o no entendía qué tenía que ver ese pedido con la muerte de Morales.
Hasta aquí llegan mis instrucciones. Disculpe si no avanzo más en la materia. Su inteligencia me libera de otras aclaraciones, y su hombría de bien espero me ponga a salvo de su condena ética.
Sinceramente suyo, Ricardo Agustín Morales
¿Y con eso? Di vuelta la hoja, buscando una posdata, una aclaración, una pista. No había nada. Dejé la carta en el sillón y caminé hasta la cocina. Por la ventana se veían varias hileras de árboles frutales y a un costado, cerca de la casa, una escueta quinta de hortalizas. Salí. Vi las botas, que con ese día espléndido no me hacían falta. Para dar en estas páginas imagen de buen observador, de cabal analista, supongo que me convendría decir que iba construyendo, barajando y descartando hipótesis sobre lo que Morales había cifrado en esa segunda carta. Pero no es cierto. Lo que pensé lo pensé después, cuando las preguntas (que mientras avanzaba entre los limoneros y los naranjos ni siquiera me formulaba) se respondieron solas.