El secreto de sus ojos (29 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

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El huerto estaba trabajado con esmero. Vista desde los fondos, la casa lucía más desmejorada que por el frente. Tal vez su dueño había administrado la estrechez como para brindar una imagen de cierto decoro, para el caso de que algún visitante se aventurara a llegar, aun sin ser invitado. No había un horno de barro, ni una parrilla, ni una mesa con sillas. Me pareció entender que a Morales lo tenía sin cuidado hacer vida de quinta en las afueras. A las claras seguía siendo un bicho de ciudad. No había cambiado.

Detrás de los frutales se apreciaba, a unos cincuenta metros, un monte de eucaliptos cerrado y frondoso. No soy bueno para calcular la edad de los árboles, pero supuse que Morales los habría plantado al llegar. ¿Veintitrés años, había dicho? Lo que sí pude calcular es que entonces se había venido para Villegas poco después de la amnistía del '73.

Los eucaliptos formaban, al parecer, una densa cortina de unos doscientos metros de largo que cortaba el campo en una línea oblicua a la de la casa y el huerto. Más tarde entendí que seguían la orientación de la ruta vecinal, a la que ofrecían un obstáculo paralelo a su traza. Desde el deslinde del huerto seguía hacia el monte una huella marcada sobre la tierra, de esas que se hacen con pasos frecuentes de ida y de vuelta. Cuando me interné entre los árboles, la luz matinal se oscureció en una húmeda penumbra. Al otro lado se divisaba claramente un galpón de dimensiones respetables. Me costaba calcular el tamaño, porque estaba levantado unos doscientos o trescientos metros más allá de los árboles. De todos modos, no estaba del todo seguro de las distancias. Yo también soy un hombre de ciudad, y me faltaban puntos de referencia urbanos para hacer estimaciones más o menos precisas. La edificación estaba hecha sobre una pequeña lomita, tal vez para evitar anegamientos, aunque todo el campo se veía alto, y con una suave pendiente hacia el norte, es decir, hacia el lado opuesto al camino vecinal.

Me aproximé a la construcción de chapa. El portón corredizo estaba cerrado con tres enormes candados. Las llaves colgaban de un gancho en el exterior. No parecía un sistema de seguridad demasiado elaborado, eso de poner las llaves de los candados a la mano de cualquier intruso. ¿Habría perdido, con la edad, sus viejos reflejos de ajedrecista?

El portón chirrió cuando lo empujé hacia el costado. La luz del sol penetró con violencia en el sitio a oscuras. Miré adentro. A medida que entendía la escena se me fueron aflojando las piernas y una sensación de asco corporal me obligó primero a recostarme sobre la chapa y por último a sentarme en el piso de cemento.

El galpón era bastante grande: unos diez metros de frente por quince de fondo. Contra las paredes había algunas herramientas, una escalera de aluminio desplegable de dos tramos, una máquina portátil que me pareció una amoladora, un par de estanterías.

En realidad, todo eso lo vi después, desde el piso de cemento sobre el que me derrumbé jadeante. Porque durante varios minutos no pude sacar los ojos de la celda, la celda construida en el centro del recinto, la celda cuadrada de barrotes gruesos desde el piso hasta el techo, con una puerta de dos cerraduras sin picaportes y una portezuela pequeña en un rincón, de esas que se usan para meter y sacar cosas en un calabozo, la celda con un lavatorio y un inodoro en una esquina y una mesa y una silla en otra, con un camastro sobre la reja del fondo, la celda con un cuerpo acostado y vuelto de espaldas sobre ese camastro.

Supongo que en ese momento sentí horror, incredulidad, aprensión, pasmo. Pero, por sobre todas las cosas, sentí una descomunal sorpresa que me golpeó con la ferocidad de unas mandíbulas hambrientas, y que poco a poco me obligó a convertir en polvo todo lo que yo había pensado de Morales y su historia en los últimos veinte años.

Cuando noté, después de varios minutos, que mis piernas eran capaces de sostenerme, me incorporé y caminé rodeando el cuadrado de rejas. Sobreponiéndome a la impresión, me puse en cuclillas, cerca de los barrotes, para ver el rostro del hombre que yacía en ese calabozo.

El cadáver de Isidoro Antonio Gómez tenía el mismo tinte azulado que el de Morales. Estaba un poco más gordo, naturalmente más viejo, ligeramente canoso, pero por lo demás no estaba muy distinto a como era veinticinco años antes, cuando le tomé declaración indagatoria.

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Me senté en la lomita de pasto cortado y prolijo que rodeaba el galpón.

Me lo había dicho. La última vez que nos vimos Morales me lo había dicho, cuando yo poco menos que le propuse que se vengase pegándole cuatro tiros. ¿Qué era lo que me había contestado? “Todo es muy complicado«, o algo así. No: «Las cosas nunca son sencillas». Eso me había dicho. Me acordé de Báez. El tampoco se habría imaginado que Morales les imprimiese a los hechos una vuelta semejante. Sandoval tampoco. Pero ¿quién sí? Únicamente Morales. Nadie más que Morales.

Entré de nuevo en el galpón para buscar una pala. Caminé con ella en la mano alrededor del edificio, observando el entorno. La cortina de eucaliptos que había atravesado para llegar era, en realidad, un amplio cerco, de más de mil metros de perímetro, con el galpón dentro. No ocupaba el centro, estaba construido cerca de uno de los laterales, supuse que el menos expuesto a miradas externas. Intenté calcular cuántos árboles habría plantado Morales en total. Desistí. No tenía la menor idea. Pero debían haber sido meses y meses de trabajo, seguramente hecho a la vuelta del banco y los fines de semana. Para construir el galpón habrá requerido manos especializadas. Es probable que a los constructores les haya llamado la atención esa manía de levantarlo tan lejos de la casa, del mismo modo que a los vecinos les habrá parecido extraño que a lo largo de años y años Morales hubiese dejado sin cultivar esas tierras, de la misma manera que a la gente del pueblo, empezando por sus compañeros del banco, les habrá resultado raro que Morales fuese tan retraído, tan refractario a las visitas y a la vida social en general. Recordé el pedido contenido en su última carta. Supongo que todos necesitamos percibir al menos alguna de las formas del afecto. Pese a sus excentricidades Morales habría terminado por caerles bien, y el viudo deseaba mantener intacto el buen recuerdo. Por eso yo avanzaba con esa pala en la mano.

En el amplio terreno delimitado por el cerco de eucaliptos se levantaban, salpicados aquí y allá, montecitos de árboles de otras especies. Fui hasta uno que combinaba algunos álamos con dos robles gigantescos, que debían estar allí desde mucho antes de la llegada de Morales. Me detuve en medio y abarqué de un vistazo todo el contorno. No parecía posible que me estuviesen observando miradas indiscretas. Clavé la pala y la hundí con el pie. El suelo no era demasiado duro. Empecé a cavar.

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Con la policía vinieron también algunos curiosos. Muy pocos, por suerte, porque el aviso lo di a la hora de la siesta, y entre eso y que unos cuantos potenciales mirones debían haber aprovechado el día esplendoroso para salir a cazar o a pescar, el alerta no se esparció lo suficiente. No vi rostros consternados o incrédulos. El oficial principal de la Bonaerense que encabezaba el procedimiento conocía a Morales. No solo él. Todos llevaban años y años viéndolo detrás del vidrio de la caja del tesorero de la sucursal Villegas del Banco Provincia, o cruzándoselo por el pueblo. También lo habían visto enfermarse, y adelgazar, y pasar cada vez con más frecuencia por la clínica y por la farmacia.

—No pensé que la cosa fuera tan grave —dijo uno de los dos bancarios que llegaron con la comitiva policial.

—Sí. Estaba muy mal, pero prefería no andar divulgándolo —le respondió el otro, sin levantar la voz.

También había dos tipos maduros con pinta de comerciantes. Ninguno sabía bien dónde pararse, y miraban la casa como quien ve algo por primera vez. Evidentemente ninguno de los allí presentes la había visitado antes.

Apenas pude, le acerqué al policía la carta que Morales me había enviado al Juzgado. Se sentó a leerla en el mismo sillón que yo había utilizado para leer la otra, la que por las dudas había guardado en el fondo de mi valija, en el baúl de mi coche. Estaba terminando cuando llegó la ambulancia. Uno de los policías salió de la habitación llevando, en una bolsa de plástico transparente, la jeringa que había usado Morales para matarse.

—¿Qué hacemos, jefe?

—¿Gutiérrez ya sacó las fotos?

—Ajá.

—Bueno. Ahí vinieron los de la ambulancia. Ya lo levantamos. Aguanten un cachito —se volvió hacia mí—: Así que usted…

—Benjamín Chaparro —me presenté. Y no me pareció mala idea tejerme un salvoconducto—: Prosecretario del Juzgado en lo Criminal de Instrucción n.° 41, de Capital Federal— agregué, mostrando mi credencial.

—¿Se conocían de hace mucho, señor? —el tono había virado ligeramente al respeto cortés y dispuesto a la sumisión. Me sentó bien el cambio.

—La verdad que sí, aunque hace años que no nos veíamos. Desde que se vino para acá —dudé sobre si correspondía decir lo que me venía a los labios—. Éramos amigos en Buenos Aires —no lo éramos, me dije. Pero si no lo éramos, ¿qué habíamos sido? No supe responderme.

—Entiendo. ¿Le molestaría acercarse a la habitación? Digo, para tener otro testigo de la diligencia de remoción del cadáver.

—Vamos.

Lo habían destapado. Tenía puesto un pijama a rayas, de corte anticuado. Era un pensamiento inútil, pero me asaltó la imagen de Liliana Emma Colotto de Morales, en torno de cuyo cadáver se habían establecido ritos parecidos, de los que yo también había tomado parte involuntaria. En esta ocasión éramos menos, y no había un corrillo de curiosos interesado particularmente en contemplar el cuerpo.

Habían estado removiendo los frascos de la mesa de luz, para secuestrarlos como prueba. Como los habían acomodado en el piso, en la desnudez de la mesa el portarretrato con la foto de Morales y su mujer, vestidos de novios, era mucho más visible. ¿Dónde había visto esa foto? ¿En la mesa de café en la que Morales clasificaba imágenes para mostrármelas antes de romperlas? No. La había visto en el dormitorio de la casa de ellos, casi treinta años atrás, a pocos pasos del cadáver de Liliana Colotto. Me asombró, como tantas otras veces, la férrea paciencia que despliegan los objetos para sobrevivimos. Creo que por primera vez pensé en ellos dos vivos, tomando el café en la cocina de su casa, charlando y sonriéndose; y la vida me pareció insoportablemente cruel y pendenciera. Fue también la primera y la última vez que se me humedecieron los ojos pensando en ellos.

Salimos detrás de la camilla hasta la ambulancia, en una procesión minúscula e improvisada. Detrás de la ambulancia arrancaron los autos en los que habían venido los colegas de Morales y los dos hombres mayores. Cuando se perdieron por el camino hacia la ruta, el oficial se volvió hacia mí:

—Usted pensaba irse hoy mismo, supongo.

—En realidad, creo que voy a quedarme hasta mañana, o el lunes. Por lo que puedan necesitar ustedes, oficial.

—Ah, macanudo —la noticia pareció alegrarlo, porque se libraba de pedírmelo—. De todos modos, no se preocupe. Yo hablo hoy con el médico que nos hace las pericias y con el juez. Es un tipo macanudo, Urbide, de apellido, no sé si lo conoce.

Moví negativamente la cabeza.

—Bueno. No importa. Igual, esto está más que claro.

—Supongo que sí —confirmé, satisfecho de escucharlo decir eso.

En ese momento oí que llamaban al jefe desde la parte trasera de la casa. No me había percatado de que un par de policías habían ido hasta el galpón.

—Sin novedad, señor —dijo uno con insignias de suboficial. Supuse que se las daba de formal porque se había enterado de que el forastero, o sea yo, entendía del asunto—. Un galpón bastante grande, con herramientas y algunos muebles viejos.

—De acuerdo.

—A que no sabe, mi oficial —terció el otro agente. Era joven, morochazo, con cara de recién salido de la escuela de policía—. Este tipo debía tener mucho miedo de que le robaran la herramienta. La puerta del galpón tenía más candados que no sé qué, y lo peor ¿sabe qué?

—¿Qué?

—Adentro del galpón se armó una jaula para guardar las cosas más caras. Una máquina de cortar pasto naftera, una amoladora, un par de guadañas, unos taladros bastante polenta. Se ve que tenía miedo de que se las robaran, ¿vio?

—Y… si todos los policías de acá son tan chambones como vos, no ha de ser un sitio muy seguro… —lo embromó el oficial. El pibe era novato pero no tanto como para no saber que tenía que callarse y aceptar el chiste.

Caminamos de nuevo hacia la casa. No habían dicho nada del lavatorio y del inodoro que seguramente habrían encontrado arrinconados contra una de las paredes, a un lado de las estanterías. Había tapado, dentro de la celda, los desagües de los sanitarios con tierra hasta el ras del piso de cemento. Me tranquilizó advertir que no guardaban la mínima sospecha. No tenían ni idea de nada. De todos modos, ¿quién podía haberla tenido?

—Vallejos —llamó el oficial—. Quedate de consigna, por si el juez quiere pegarse una vuelta entre hoy y mañana.

Vallejos lo miró con una expresión que casi delataba su fastidio. El otro pareció apiadarse.

—O bueno. Hagamos una cosa. Yo lo llamo al juez, y si me dice que le demos para adelante, te llamo al radio y te pegas la vuelta. ¿Te parece?

—Gracias, jefe. La verdad que gracias. Siendo sábado… ¿vio?

—¿Así que tenía una jaula adentro para guardar la herramienta? —preguntó el oficial volviéndose al agente jovencito. No existía el menor rastro de alarma en su voz. Hablaba de eso como podría haberlo hecho acerca de cualquier otra cosa; por el gusto sencillo de no dejar posar el silencio.

—Como lo oye, señor. Con dos brutas cerraduras. Mire que la gente hace cosas raras, ¿eh?

El oficial levantó la gorra que había dejado sobre la mesa de la sala. Miró la estancia con la expresión del que sabe que no va a volver a visitar el lugar que está mirando.

—Es cierto. La gente hace cosas raras.

No se habló más. Subieron a los móviles y yo los seguí en mi auto. Consiguieron ubicar velozmente al médico pericial, que les hizo la gauchada de practicar la autopsia esa misma noche, y el juez les dio la orden de darle para adelante y cerrar todo el asunto.

El entierro de Morales fue el lunes a la mañana. Una lluvia fina y persistente que cayó desde la madrugada hasta la noche le dio un toque melancólico. No asomó ni el mínimo rayo de sol en todo el día. Me pareció bien que sucediera de ese modo.

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