Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
Le tendí la hoja para que la leyese por sus medios, pero Sicora, echando mano a los últimos vestigios de su dignidad, contraatacó preguntándome:
—¿Y qué tiene que ver? ¿No pudieron decir precisamente eso para cubrirse, e ir igual, matar a la chica y tomarse el buque?
—Y, dígame, Sicora, ¿no leyó, tanto en esta declaración como en la de los otros dueños, que la puerta de entrada, la de la calle al pasillo, se cierra siempre con llave, y que tienen que salir a abrir y cerrar a los visitantes? Está en todas las declaraciones. Oigo, por no ir directamente a la declaración de la vecina que hizo la denuncia, y que en todo momento dice que el agresor fue uno solo.
Alcé el manojo que había formado con todos los testimonios y los adelanté sobre el escritorio, pero Sicora no atinó a tomarlos. Se me quedó mirando, cada vez más desencajado. Sentí un escalofrío cuando comprendí el motivo. Le di una orden perentoria:
—Lléveme con los presos.
Sicora se incorporó como si hubiese estado sentado sobre un resorte.
—Este, eh… están en el horario de comida. Están sirviendo el rancho.
Insistí.
—No puedo ni esperar ni venir más tarde. Quiero verlos. Y quiero que me contacte rápido con Báez.
Sicora dudó todavía un momento más. Después vociferó un apellido y un agente emergió desde el fondo del pasillo de las celdas.
—Acompañe al señor hasta el calabozo de los… de esos dos.
Caminé por un pasillo hacia el que daban las rejas de cuatro pares de celdas. Nos detuvimos frente a la última de la izquierda. No había olor a comida. El agente maniobró con la puerta, que se abrió con un chirrido. La luz estaba encendida. Dos hombres yacían acostados en los camastros que ocupaban las paredes laterales. Uno dormía y ni se movió cuando entramos. El otro, que permanecía acostado boca arriba y que se tapaba la cara con los brazos recogidos, giró el cuerpo para vernos. Saludé y el otro farfulló una respuesta. Nos miramos un instante.
—Llame a Sicora —ordené al agente que me acompañaba. Dudó.
—No puedo dejarlo solo en la celda.
Me tenían harto. Alcé la voz cuando insistí.
—Llámelo o usted también se va a comer un sumario.
El policía salió. Decidí tratar de que la rabia y el espanto no se me colaran en la voz:
—¿Cómo se siente?
El otro pareció sonreír, por debajo de la costra de sangre seca que le cubría el rostro bajo la nariz. Le faltaban dos dientes delanteros, y estuve seguro de que la pérdida era reciente. Como pudo, el hombre se las compuso para decirme que ahora le dolía un poco menos, pero que a su compadre le habían pegado muchas patadas en las costillas, y que había estado llorando hasta conseguir dormirse, rato atrás.
Volvió el agente. Dijo que Sicora había salido.
—Entonces traiga al comisario.
—Está almorzando.
—¡Me importa tres carajos! —vociferé. Estaba indignado. De lo contrario no era frecuente que transigiera a usar esos modales cuartelados.
Cuando tres horas después volví a Tribunales, en lugar de entrar a mi Secretaría fui derecho a la 18. Atravesé los estrechos desfiladeros que separaban los escritorios y avancé entre las altas moles de los ficheros sin saludar a nadie. Cuando llegué hasta el escritorio de Romano, que leía el diario con aire ausente, fue mi turno de ponerle un papel frente a la cara.
—Escúchame bien. Vengo de la Cámara, y de hacerles a vos y a ese reverendo pelotudo de tu amigo Sicora una denuncia por apremios. A tus dos sospechosos los están revisando los médicos forenses, por orden mía.
Trataba de no descontrolarme. Romano había bajado el diario, e intentaba pensar. Continué:
—Y me juego las bolas que la idea de cagarlos a trompadas fue tuya, y no del idiota de Sicora. El los fajó para hacerse el héroe y quedar bien con el Juzgado. Pedazo de boludo. Así que te recomiendo dos cosas. Si querés cagar a tortazos a alguien, hacelo vos mismo. Y segundo: si vas a fajar a alguno, fíjate que tenga algo que ver con algo, porque te la agarraste con dos pobres laburantes.
Me di vuelta. Dejé la copia de la denuncia en el escritorio más próximo. Los otros empleados, naturalmente, me miraban en el colmo de la sorpresa.
—Cuando termines de leerla, mandala a mi Secretaría.
Tal vez me hubiera convenido callarme, pero, así como me costaba engranar, también me costaba enfriarme una vez que se me volaban los patos.
—Siempre pensé que eras medio pelotudo, Romano. Pero no. Bah, sí, pelotudo sos. Pero lo que seguro sos es un tipo muy, pero muy, pero muy hijo de puta.
Entonces desconocía todas las dificultades que había sembrado ese día en mi propio destino, y que tarde o temprano tendría que cosechar. Supongo que nadie es capaz de leer, en la borra del presente, las señales de sus futuras tragedias.
Tomé la decisión de ayudar a Ricardo Morales en todo lo que fuera posible esa misma tarde, durante la primera conversación que mantuvimos a solas, en un bar de la calle Tucumán al 1400, sentados junto a la ventana guillotina que nos separaba de la vereda, mientras afuera escampaba después de llover a baldazos.
Desde el momento en que le rajé la puteada a Romano, y me senté resollando e intentando calmarme, tomé conciencia de que el pobre viudo estaría viniendo a los tiros hasta el Juzgado, convencido de que estaba por enterarse de la verdad. De hecho llegó veinte minutos después. Escuché los dos golpes tímidos que dio en la alta puerta de la Secretaría, y el impersonal «pase» de alguno de los pinches.
—Lo buscan, jefe —me anunció el pibe que lo había atendido.
Levanté la cabeza y me tomé un instante para pensar que, si el meritorio nuevo no me tuteaba, yo seguramente acababa de trasponer la puerta de ingreso a la madurez.
—Me llamaron al banco —dijo Morales cuando me vio aparecer en la mesa de entradas. Tal vez me reconocía como uno de los dos que habían ido a darle la noticia de la muerte de Liliana.
—Sí, ya sé —no fui capaz de decir algo más preciso.
Supuse que iba a preguntarme si «era cierto que en la causa había novedades importantes» o si «era verdad que acababan de caer los asesinos», dependiendo de que el idiota de Romano hubiese elegido un tono La Nación o un estilo Crónica para darse aires cuando le comunicó la supuesta primicia. Pero, para mi sorpresa, Morales se contentó con permanecer muy tieso, con las manos suavemente apoyadas sobre el mostrador y los ojos muy fijos en los míos.
Fue peor, porque sentí que ese silencio era el de un desamparado que está convencido de que nada saldrá como se ha atrevido secretamente a soñarlo. Tal vez por eso me decidí a invitarlo a tomar un café. Era consciente de que me estaba saliendo de las normas más elementales de la asepsia judicial. Me consolé diciéndome que lo hacía por compasión, o por enmendar de algún modo la estúpida precipitación de Romano.
Salimos por la puerta de Tucumán, y nos topamos con un aguacero feroz que caía oblicuo por las ráfagas de viento. Cruzamos, a los saltos, la calle que comenzaba a anegarse. Morales me siguió dócilmente por el desfiladero que dibujé, pegado a las vidrieras, bajo los toldos, intentando protegerme. Con la misma mansedumbre, o apatía, se dejó conducir hasta la otra cuadra, cruzando Uruguay, hasta un bar y hasta una mesa pegada a la ventana, y aceptó el café que encargué al mozo con gesto veloz. Después no tuvimos nada que hacer.
—Qué tiempo de porquería, ¿no? —dije, en un intento por sortear el mutismo incómodo en el que nos habíamos hundido.
Morales dejó largo rato los ojos olvidados en la vereda regada por el diluvio.
—Lo mandamos llamar —me sentí en la obligación corporativa de usar la primera persona del plural, aunque ese «nos» me atase al hijo de puta de Romano—, pero tengo que decirle algo.
Volví a trabarme. ¿Cómo empezar? ¿Tal vez con un «lo ilusionamos al pedo, discúlpenos»?
—Pierda cuidado — Morales al fin me miraba. En su rostro se trazó apenas una sonrisa—: Acaba de decírmelo.
Lo miré, confundido.
—El «pero» —intentó aclarar Morales. Abrí la boca como para responder, aunque no entendía el sentido de lo que el viudo pretendía decirme. Viendo mis brazadas de náufrago, continuó:
—El «pero». Usted acaba de decirme «lo mandamos llamar, pero…». Es suficiente. Ya entendí. Si hubiese dicho «lo mandamos llamar y…» o «lo mandamos llamar porque…», hubiese significado algo. No lo hizo. Dijo «pero».
Morales volvió a mirar la lluvia y supuse erradamente que había terminado.
—Es la palabra más puta que conozco —Morales volvió a arrancar, pero no me sonó a que eso fuese una conversación, sino un monólogo íntimo al que le ponía voz por pura distracción—. «Te quiero, pero…»; «podría ser, pero…»; «no es grave, pero…»; «lo intenté, pero…». ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era, o lo que podría haber sido, pero no es.
Miré el perfil de ese hombre que veía caer la lluvia. Había supuesto que era un sencillo muchachito de horizontes pequeños cuyo mundo acababa de desmoronarse. Pero sus palabras, y el tono en el que las decía, eran las de un hombre acostumbrado a caminar por el dolor. Parecía alguien preparado desde siempre para que lo golpease la peor de las derrotas.
—Eso me simplifica un poco las cosas —aunque fuera un poco vergonzoso, encontraba en esa sabia melancolía la escotilla para escabullirme de una extraña sensación de culpa que me estaba cercando.
—Dele, lo escucho —Morales giró la silla hacia mi lado, como para focalizar más fácilmente la atención en mí, o como si quisiera evitar que la lluvia volviese a hipnotizarlo.
Le conté. Ahora no me sentí obligado a usar plurales que disfrazaran las responsabilidades de Romano y de Sicora. Que se fueran al demonio. Terminé contándole que acababa de irme hasta la Cámara para radicar la denuncia contra los dos, y que estaba a la espera del informe de los médicos forenses sobre los golpes que habían sufrido los albañiles.
—Pobres tipos —dijo Morales—. El baile en el que los metieron.
Lo dijo en un tono tan neutro, tan falto de emoción, que daba la impresión de estar hablando de algo que le era totalmente ajeno. Yo había temido que Morales desaprobase mis acciones, que se empeñase fanáticamente en aferrarse a esa pista que Romano y el otro idiota habían construido con el humo de su propia estupidez. Ahora estaba empezando a entender que el muchacho era demasiado inteligente para encontrar consuelo en cualquier historia que no fuera la verdad.
—Si lo agarran, ¿qué van a hacerle? —Morales habló sin dejar de mirar la lluvia, que se había convertido en una llovizna tenue.
No pude evitar que las palabras del Código me vinieran a la mente, con aquello de prisión perpetua, más la eventual accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, para el que «matare para preparar, facilitar, consumar u ocultar otro delito». Creí entender que a ese hombre ninguna verdad podía lastimarlo, simplemente porque no le quedaba ningún retazo ileso en el alma como para que pudiera llagársele.
—Es homicidio calificado. Artículo 80, inciso 7 del Código Penal. Le corresponde perpetua.
—Prisión perpetua… —Morales repitió, como en un esfuerzo por captar el fondo de la idea. Noté que no decía «cadena perpetua» como casi todo el mundo que desconoce el Derecho, y que usa el léxico aprendido de las películas. Ese muchacho seguía sorprendiéndome.
—¿Lo desilusiona? —me atreví a preguntarle.
Temí haber sonado insolente con esa pregunta tan personal. Después de todo, éramos dos desconocidos. Morales volvió a mirarme con una repentina perplejidad que me pareció sincera.
—No —contestó por fin—. Me parece justo.
Callé. Tal vez era mi obligación aclararle que, aun cuando le aplicaran la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado del artículo 52 del Código Penal, si el asesino no era reincidente, a los veinte o veinticinco años podría salir en libertad condicional. Pero me dio la impresión de que eso sí podría aumentar su dolor. Como tenía la vista clavada en Morales, que a su vez miraba la vereda, advertí que de repente el ceño de mi interlocutor se ensombrecía en un gesto de contrariedad. Miré yo también hacia afuera. Había dejado de llover, y el sol iluminaba las calles empapadas y refulgía en los charcos, como si alumbrase por primera vez.
—Odio cuando pasa esto —dijo de repente Morales, como si yo debiese estar al tanto de lo que significaba «esto»—. Nunca pude soportar ver salir el sol después de una tormenta. Mi idea de un día de lluvia es que debe llover hasta la noche. Que el sol salga a la mañana siguiente, vaya y pase, pero ¿así?… Que el sol interrumpa donde nadie lo llama… En los días de lluvia el sol es un intruso imperdonable. —Morales se detuvo un segundo y dejó entrever una sonrisa ausente—. No se preocupe. Estará pensando que la tragedia me ha fundido los sesos. No es para tanto.
Yo no sabía qué contestar, pero Morales, de nuevo, no parecía esperar una respuesta.
—Me encantan los días de lluvia. Desde chico. Siempre me ha parecido una imbecilidad que la gente hable de «mal tiempo» cuando llueve. ¿Mal tiempo por qué? Usted mismo dijo algo sobre eso al salir de Tribunales ¿cierto? Pero sospecho que lo dijo por decir algo, porque estaba muy incómodo y no sabía cómo llenar ese silencio. Igual no es nada.
Seguí callado.
—En serio. Es natural. Supongo que yo soy el raro. Pero siento que la lluvia tiene una inmerecida mala fama. El sol… no sé. Con el sol parece todo demasiado fácil. Como en las películas de este pibe… ¿cómo se llama? Palito Ortega. Esa supuesta ingenuidad siempre me saca de quicio. El sol tiene demasiada propaganda, creo. Y por eso me irrita que se inmiscuya en los días de lluvia. Como si el maldito sencillamente no tolerase que de vez en cuando los que no lo veneramos como idólatras pudiésemos disfrutar de un día completo.
A esa altura, yo lo contemplaba absorto. Era el discurso más largo que le había oído decir.
—Un día perfecto, para mí, es así —Morales se permitió una mínima gesticulación con las manos, como si bosquejara la acción de una película que pensase dirigir—: Una mañana cargada de nubarrones, unos cuantos truenos, y una buena lluvia de todo el día. No digo un aguacero, porque los imbéciles solares se quejan el doble si la ciudad se llena de agua. No, alcanza con una lluvia pareja que dure hasta la noche. Hasta la noche tarde, eso sí. Para que uno pueda dormirse con el ruido de las gotas. Y si podemos agregarle de nuevo unos truenos, mejor.