Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
Me aproximé al mostrador rebatible por el que el muchacho estaba saliéndonos presuroso al encuentro. Había decidido presentarme por mi nombre pero dejar que Báez fuera el que hablase. Ya habría tiempo de explicarle quién era el policía y quién el funcionario de Justicia. Además, Báez parecía acostumbrado a comunicar primicias espantosas. Y yo, al fin y al cabo, no tenía por qué carajo estar ahí, siendo testigo de cómo se le pulverizaba la vida a un joven bancario. Si estaba, se lo debía exclusivamente al pelotudo del doctor Fortuna Lacalle y a su perentoria ansiedad por ascender cuanto antes a juez de Cámara.
Mientras nos apretujábamos con Báez y el flamante viudo en la cocinita del banco, pensé que la vida era una cosa rara. Me sentía triste, pero, ¿qué era, exactamente, lo que me ponía así de triste? Difícilmente fueran el aturdimiento, la palidez, los ojos abiertos y a la deriva de ese muchacho al que Báez acababa de decirle que veníamos a comunicarle que la esposa había sido asesinada en su casa. Tampoco el dolor de ese chico. Uno no ve el dolor. No puede verlo, sencillamente porque el dolor no se ve, en ninguna circunstancia. Pueden verse, cuanto mucho, algunos de sus mínimos signos exteriores. Pero esos signos siempre me han parecido máscaras antes que síntomas. ¿Cómo puede expresar el hombre la angustia atroz de su alma? ¿Llorando a chorros y dando alaridos? ¿Balbuceando unas palabras inconexas? ¿Gimiendo? ¿Soltando unas pocas lágrimas? Yo sentía que todas esas muestras posibles de dolor eran solo capaces de insultar a ese dolor, de menospreciarlo, de profanarlo, de colocarlo a la altura de muestras gratis.
Mientras contemplaba el rostro aterido del muchacho, y escuchaba lo que le decía Báez acerca de un reconocimiento en la morgue, creí entender que lo que a veces nos conmueve del dolor ajeno es el temor atávico de que ese dolor nos transite a nosotros. En 1968 yo llevaba tres años de casado y creía o prefería creer, o deseaba fervientemente creer, o intentaba desesperadamente creer que estaba enamorado de mi esposa. Y mientras contemplaba ese cuerpo derrumbado en un banquito estropeado, esos ojos pequeños y fijos en la llama azul de la hornilla, esa corbata de nudo estrecho que caía como una plomada entre las piernas abiertas, esas manos crispadas en las sienes, me ponía en el lugar de ese hombre mutilado que se había quedado sin vida y me horrorizaba por eso.
Morales había dejado los ojos abandonados en el fuego que él mismo había encendido cinco minutos antes con la idea de hacerse unos mates, cuando aún no habíamos irrumpido salvajemente en su existencia. Y yo creía entender lo que pasaba por la mente de ese chico, mientras respondía con monosílabos de autómata las preguntas metódicas que le dirigía Báez. El muchacho no estaba atento a la hora en que abandonó su casa esa mañana, ni a recordar con precisión cuántas personas pueden tener la llave de su casa, ni a haber visto ningún rostro sospechoso en las inmediaciones de su vivienda. Me parecía más probable que en medio de semejante naufragio el muchacho estuviera haciendo el inventario de todo lo que acababa de perder.
Su mujer ya no lo acompañaría a hacer las compras esa tarde ni ninguna otra, ni volvería a ofrecerle su cuerpo de marfil, ni quedaría embarazada de sus hijos, ni envejecería a su lado, ni caminaría con él por la playa de Punta Mogotes, ni se reiría soltando algunas lágrimas con algún capítulo especialmente gracioso de «Los Tres Chiflados» por Canal 13. Yo no conocía esos detalles (que recién con el tiempo Morales transigiría en contarme), pero sí podía apreciar en el rostro desquiciado del chico cómo el futuro le estallaba en escombros.
Cuando Báez le preguntó si tenía algún enemigo declarado, no pude menos que sentir, allá en el fondo, el impulso de reírme con sarcasmo. Como no fuera alguien a quien el muchacho le hubiera entregado mal un vuelto u omitido el sello de «pagado» en la boleta de la luz… ¿quién podría tener algo contra ese pibe que, luego de negar sin énfasis con la cabeza, volvía a dejar quieta la expresión impávida sobre la llama azul de la hornilla?
A medida que transcurrían los minutos, y el interrogatorio de Báez se internaba en detalles que a Morales y a mí nos tenían sin cuidado, vi cómo la expresión del chico se iba vaciando, los rasgos se le distendían paulatinamente en una expresión neutra, y las lágrimas y el sudor que en un primer momento habían asomado a su piel se secaban definitivamente. Como si una vez frío, una vez vacante de emociones y sentimientos, una vez asentada la humareda del polvo de su vida hecha ruinas, Morales pudiera avizorar, más allá, en qué consistiría su futuro, y comprobara sin lugar para el equívoco que sí, que no había duda alguna, que su futuro era nada.
—Está resuelto, Benjamín. Asunto terminado.
Pedro Romano me soltó la frase con expresión de triunfo, acodado sobre mi escritorio, mientras me deslizaba ante las narices un papel con dos nombres manuscritos. Acababa de colgar el teléfono. Lo había visto sosteniendo una larga conversación en la que había alternado unas cuantas exclamaciones vociferadas (para que a nadie le quedasen dudas de que se traía entre manos algo muy importante) con largas parrafadas en un susurro conspirativo. En mi distracción inicial me había preguntado para qué cuernos venía a hablar por teléfono a mi Secretaría en lugar de quedarse en la suya. Cuando vi que el juez Fortuna estaba en el despacho del secretario Pérez, entendí que Romano pretendía lucirse. Como yo me consideraba un tipo compasivo, y como estaba naturalmente en la más absoluta ignorancia de todas las derivaciones que los hechos de ese día iban a tener en los años siguientes, me causaba más gracia que fastidio que Romano pugnara por deslumbrar a nuestros superiores. No tanto por el intento de lucimiento sino por la calidad moral e intelectual del superior ante el cual Romano pretendía destacarse. Hacerse el empleado modelo delante de un juez podía resultarme ligeramente patético, pero hacerlo sin advertir que el juez en cuestión era un idiota de marca mayor que no iba a notar ese lucimiento me dejaba sin palabras. Más allá de eso, que una vez terminada su conversación telefónica Pedro Romano me dijese que el caso estaba resuelto, alargándome un papel con dos nombres escritos y mirándome con cara de «acá te hice el favor aunque no me corresponde porque la causa es de tu Secretaría», me sorprendió profundamente.
—Albañiles. Están trabajando en el departamento tres. Cambiando los pisos.
Al parecer Romano consideraba que el estilo telegráfico, salpicado de silencios teatrales, aumentaba el dramatismo de su primicia. Me pregunté cómo un tipo tan limitado había llegado a ser prosecretario. Me respondí que un buen casamiento obra milagros. Su mujer no era particularmente linda, ni particularmente simpática, ni particularmente inteligente. Pero era particularmente hija de un coronel de infantería, y eso en la Argentina de Onganía era un mérito sobresaliente. Evoqué la ceremonia del casamiento, plagada de gorras verdes, y creció mi fastidio.
—La vieron pasar. La piba les gustó. Tuvieron la idea —Romano había pasado de la identificación de los seguros autores a la reconstrucción del propio crimen—. Se ve que el martes vieron salir temprano al marido. Tomaron coraje. Se mandaron.
Si seguía hablando como un telegrama colacionado, iba a sugerirle que se fuera al infierno. Me ilusioné falsamente cuando dejó de reclinarse sobre mi sitio con las manos apoyadas en el escritorio. Pero no se incorporó para irse, sino para dejarse caer en la silla que tenía más cerca. La arrimó con varios balanceos de cadera, y volvió a quedar con los ojos a la altura de los míos.
—Se pasaron de rosca, y terminaron haciéndola mierda.
No habló más. Tal vez estaba a la espera de una ovación cerrada o de los flashes de los reporteros gráficos.
—¿Quién te pasó el dato? —pregunté, y de inmediato arriesgué la respuesta que intuía—: ¿Sicora?
—Precisamente —el tono de voz de Romano incluía, por primera vez, un levísimo matiz de duda—. ¿Por qué?
¿Lo puteaba o lo dejaba así nomás? Opté por la variante pacífica. El oficial ayudante Sicora, de Homicidios, era un especialista en escabullirle el bulto al trabajo. Odiaba contactar gente, aborrecía caminar la calle, detestaba el laburo propio de un investigador. O sea, su único parecido con Báez estaba, creo, en el blanco del ojo. Sicora armaba sus hipótesis desde el living de su casa, encajándole el sambenito de homicida al primer perejil que se le ponía a tiro. Lo que más me calentaba no era lo de Sicora, sino que el pelotudo de Romano le llevase el apunte. Que Sicora era un palurdo y un vago lo sabían hasta las monjas de clausura. ¿Cómo podía ignorarlo este muchacho, que aunque fuera de oídas tenía la obligación de saber cómo eran las cosas en la instrucción de un sumario penal?
Pese a todo no quería calentarme. A fin de cuentas Romano era un colega, y yo tenía suficiente experiencia en la Justicia como para advertir que las heridas verbales son difíciles de sanar.
Viré parcialmente el destino de mis preguntas.
—Aparte… ¿el caso no lo estaba llevando Báez?
Mi delicadeza no tuvo premio. Romano me contestó con irónica frialdad.
—Báez tampoco creo que sea Spencer Tracy. Y no puede con todo, ¿no te parece?
Me estaba saturando, y los restos de mi paciencia se me escurrían como arena entre los dedos.
—No, no me parece. Sobre todo si la alternativa es que la causa la empiece un vago y un pelotudo como Sicora.
Romano no recogió el guante por la ofensa que acababa de propinarle a su fuente. En cambio, y como transigiendo en desasnarme, se tomó los dedos de la mano izquierda y empezó a enumerar.
—Son dos. Albañiles. Laburaban en el departamento de adelante, o casi. No son del barrio, ni los conoce nadie. ¿Te das cuenta?
Romano se detuvo, como confiando en cautivarme con sus argumentos. Por fin agregó, sacudiendo la cabeza y adelantando el mentón, como decidiéndose a exponer el argumento definitivo:
—Y aparte son dos negritos con cara de chorros, no sé si me entendés.
En esa época, por joven o por tierno, o por ambas razones, me costaba calificar a mis conocidos como hijos de puta. Pero Romano parecía cada vez más dispuesto a dejarme sin margen para la clemencia. Más de una vez lo había visto sobrar a un detenido morochito y con cara de pobre. También lo había visto desangrarse en gentilezas con los abogados más o menos célebres en el ambiente. Le dije lo que me salió del alma:
—Ah, bueno. Si los querés procesar por negros, avísame.
Pensé en agregar «aguantame que reviso qué artículo del Código podemos aplicarles», pero decidí que esa ironía era demasiado ingenua e iba a perjudicar el efecto. Vi, de todos modos, que el otro hacía un esfuerzo atroz para no insultarme, y cuando habló no quedaba en su voz ni el último vestigio de la floja simpatía con la que había empezado.
—Voy a la seccional. Me dijo Sicora que los tenía listos para interrogarlos.
—¿Listos? —el fastidio me ponía ya al borde del estallido—. Entonces seguro que ya los recagaron a patadas. Voy yo. No te olvides de que la causa es mía.
En general, me desagradaban los celos forenses que llevaban a algunos conocidos a usar posesivos con los expedientes, pero este tipo me había desbordado la paciencia. En mi casa me habían enseñado a no putear a la gente en la cara. Por eso me controlé, me calcé el saco y me despedí con un seco «hasta luego». Solo me permití cerrar la puerta con bastante más fuerza que la necesaria.
Entré en la comisaría con el aire de perdonavidas que solía adoptar frente a los uniformados y que usualmente me daba buenos resultados. Esperé dos minutos, después de anunciarme, hasta que Sicora me salió al encuentro luciendo una sonrisa satisfecha. Evidentemente su amigo Romano no había considerado necesario ponerlo en autos de mi cólera.
—Los tengo listos para declarar —blandió dos carpetas de cartulina de las que asomaban unas cuantas actuaciones—. Sebastián Zamora. Paraguayo, 38 años. Albañil. Vive en Los Polvorines. El otro es José Carlos Almandós, 26 años. También albañil. Este por lo menos es argentino, pero vive en Ciudad Oculta.
Traté de sonar natural al preguntar:
—¿Hizo rueda de personas?
Sicora me miró con la boca entreabierta.
—¿Cruzó esta pista con los testigos? Hablo de los que recopiló Báez.
Sicora dominó un tartamudeo incipiente y respondió:
—Todavía no. Llamé al Juzgado y me dijo el oficial primero Romano que le diera para adelante, que él se ocupaba de avisarle al marido y que…
—No digo con el marido —no lo dejé terminar—, sino con la vecina del departamento del fondo, que vio salir al homicida y llamó a la policía. O con los dueños de los otros departamentos, incluido el tres, donde trabajaban estos tipos.
Cuando vi la expresión de desconcierto en la cara de Sicora comprendí que la idiotez de ese fulano era tan abismal que yo nunca sería capaz de considerarla en toda su magnitud. Seguí:
—¿No me dirá que no cotejó este asunto con lo que traía laburado Báez, cierto? —nuevo silencio—. Traiga los papeles de Báez y lléveme con los detenidos.
Sicora era demasiado estúpido como para protestar o quejarse de que un civil le diese órdenes. Fue a buscar las declaraciones, pero no me llevó con los presos. Mala señal. Me acomodé como pude en un escritorio abarrotado de cajas desbordadas de papeles, casi atravesado en el pasillo que llevaba a las celdas. Apenas me puse a revisar las actuaciones, me detuve en la declaración de una tal Estela Bermúdez; la leí con atención, la saqué de la carpeta y la dejé a un costado. Levanté hacia Sicora una mirada que, calculo, echaba chispas.
—¿Usted revisó esta declaración de Estela Bermúdez?
Sicora desvió la mirada un segundo, como si tratase de hacer memoria, o de hacer tiempo para decidir lo que le convenía contestar, y enseguida volvió a enfocarme, frunciendo el ceño.
—¿Quién es esa Bermúdez?
Yo esperaba esa pregunta.
—La dueña del departamento tres, Sicora.
El policía se sabía completamente a la deriva.
—Cuando Báez le tomó declaración —traté de que mi voz sonara pacífica, porque me parecía el mejor modo de humillarlo—, la mujer informó que tenía a dos albañiles trabajando, pero que no habían ido ni el lunes ni el martes. El lunes porque llovió todo el día. Y el martes porque, como estaban trabajando en la terraza, necesitaban que secase bien para poder manipular el alquitrán, de manera que la llamaron por teléfono y quedaron directamente para el jueves.