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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (28 page)

Zamorano no contestó. Oyó la respuesta y todas las explicaciones que se sucedieron sin poder apartar de la cabeza la idea de que, en tal caso,
Fuenteovejuna
también quería decir algo; que asimismo encerraría un mensaje que habría de descifrar. Intentaba prestar atención a la conversación de Cayetana, que continuaba contando y divirtiéndose con las historias de esa clase de regalos librescos, pero su imaginación estaba huyendo una y otra vez al que había portado en la bolsa y a las indicaciones que su título debía de dar para completar el mensaje del documento en que se relacionaba el inventario del rico equipaje real.

—Creo que ahora debo partir —dijo Zamorano cuando se dio cuenta de que estaba inquieto y ya no era capaz de seguir escuchando los cuentos de la marquesa.

—¿Tan pronto? ¿Es que no vas a probar bocado?

—Me temo que…

—Vamos, mi valiente capitán. —Cayetana le tomó una mano y lo miró con una dulzura irresistible—. Que no se diga… Sólo un rato más. Ordenaré que nos sirvan de comer…

—Está bien, está bien, me rindo —cedió Zamorano, sonriendo mientras exageraba una reverencia—. Consideradme vuestro prisionero, marquesa.

—Bobo…

Entre el fuego y el sopor de las primeras horas de la tarde, amilanados por la pesada calma de una ciudad entregada sin remedio a la siesta, Ezequiel y Sartenes permanecían tendidos en sus camas, con todas las ventanas de la casa abiertas de par en par e inmóviles para conservar las pocas energías que a esa hora albergaban sus cuerpos. Sartenes dormía y sudaba, empapando las sábanas; Ezequiel le daba vueltas a las circunstancias que lo habían llevado hasta allí y al misterio que se proponía resolver.

Pensaba en que nunca creerían en su pueblo que un pobre maestro, cuya única intención era sacar de la ignorancia a un rebaño de zoquetes que, a pesar de todo, dejarían de ir a la escuela en cuanto reuniesen fuerzas bastantes para ayudar a sus padres en el campo, estuviese ahora en la capital del reino confabulado con una partida de guerrilleros para descubrir el paradero de un inmenso tesoro y devolverlo a su legítimo dueño. Nada menos que el rey. Nunca creerían sus paisanos que el pobre Ezequiel, ese hombre sin músculos de soldado, talla de luchador, destreza de espadachín ni cualidades para la guerra, fuese ahora el artífice de una estrategia para descubrir un enigma cuyas consecuencias desconocía. Si no lograba dar con la solución, se sentiría un fracasado; pero si lo descifraba, no imaginaba lo que habría de hacerse después con unas mercancías cuya mera recreación le producía vértigo. ¿Cómo volvería a su pueblo un hombre demacrado, huesudo, débil y despistado, que tenía en sus gafas su mayor riqueza, a decir que había tenido en sus manos millones y millones de reales y los había entregado a su dueño cumpliendo un deber patriótico? Y de nuevo a enderezar bestezuelas vocingleras que estaban convencidas de que saber los ríos de España o las letras del alfabeto era algo inútil y preferían aprender junto a su progenitor el modo de ayudar a la vaca en el acto de parir un ternero.

Ezequiel rondaba los treinta años. Veintinueve o treinta y uno, ni él mismo lo sabía. Había pasado unos largos años en el seminario, desde la infancia, y luego, sin cantar misa, había regresado a su casa para ayudar a sus padres en las faenas del campo cuando enfermaron, siendo él aún muy joven. Cuando poco después murieron, primero su madre y luego el padre, vendió las tierras a un tío carnal por lo que quiso pagarle y se preparó para maestro de nuevo entre las aulas y las normas estrictas del seminario, de donde un día salió, según le dijeron, a punto de cumplir los veintidós años. Y desde entonces impartió como mejor supo la docencia, por encargo y a costa del municipio.

Ajeno a los asuntos amatorios y demasiado retraído para galanteos de domingo, su única afición se reducía a entregarse a los libros con la fruición del hambriento, aunque bien es cierto que en los últimos tiempos alguna madre había puesto sus ojos en él y lo azuzaba con la persistencia de un moscardón para que descubriese por sí mismo las evidentes virtudes de sus hijas en edad de matrimoniar. Ahora, tendido en la cama, a la hora del grueso silencio del sopor, recordó los rostros de algunas muchachas del pueblo y se detuvo, embelesado, en el de la Luisilla, tan pizpireta y alegre siempre, tan hacendosa y coplera, y decidió que si todo acababa bien y volvía alguna vez al pueblo se lo pensaría, no fuese a ser que le conviniera casarse con ella.

Aunque no supo si la Luisilla podría creer la narración de sus peripecias y querría casarse con un hombre que había oficiado de bandido, guerrillero, espía y no se sabía cuántas cosas más durante estos tiempos, en lugar de dedicarse a la lectura de libros y a la enseñanza, cual era su menester. Ni qué grito pondría en el cielo cuando descubriese que, pudiendo volver cual brigadier victorioso, regresaba tan raso como había salido del pueblo. La Luisilla… Tal vez haría una buena esposa. Le pediría al capitán, si toda aquella locura resultaba cierta y lograban alcanzar sus propósitos, que como recompensa y botín pudiese conservar la menor de las joyas del equipaje real para pedirle con ella la mano en matrimonio, en cuanto acabase la guerra. ¡Ah!, y si no le parecía mal del todo, y ya no sirviese, para él querría conservar el libro que contenía la solución al misterio que los había conducido a Madrid.

El libro. En él se hallaba seguramente la respuesta que no lograba encontrar. De don Félix Lope de Vega y Carpió.

Fuenteovejuna
. Se levantó y lo volvió a tomar entre las manos, como si al tacto pudiese palpar la solución al enigma que contenía. Recitó en voz alta las palabras del Comendador en los dos primeros versos del primer acto:

¿Sabe el maestre que estoy

en la villa?

Fuese lo que fuese aquello, estaba en la villa; de eso no cabía duda. El equipaje del rey estaba en algún lugar de la villa de Madrid. Pero, ¿en dónde? El resto de la obra no contenía significado alguno que pudiese relacionarse con lo que buscaban; o, de escondido, resultaba tan difícil hallarlo que era impensable que su majestad quisiera poner a Porlier ante tan dura prueba. Sólo cabía interpretar los primeros versos del acto segundo, aquellos que decían:

Así tenga salud, como parece,

que no se saque más agora el pósito.

El año apunta mal, y el tiempo crece,

y es mejor que el sustento esté en depósito,

aunque lo contradicen más de trece.

Era posible deducir que el tesoro era «el sustento» y convenía mantenerlo «en depósito», porque «el año apunta mal», refiriéndose a la urgente llamada de Napoleón y a las negras perspectivas que sospechaba don Fernando que se avecinaban. Pero, siendo así, ¿qué aportaba el pesimismo y la guarda del equipaje a la noticia sobre su paradero? Trece. ¿Trece, qué? ¿Era un número cabalístico o un simple recurso de Lope de Vega para rimar con «parece» y «crece» y así completar el quinteto?

La respuesta estaba con toda seguridad allí, ante sus ojos. Pero le resultaba imposible descubrirla y eso lo desesperaba.

Anochecía sobre la ciudad cuando las botas del capitán resonaron en las escaleras de madera que conducían al segundo piso, donde estaba la casa. Eran unas pisadas irregulares, titubeantes, entremezcladas con tropezones y pausas largas: los andares de un hombre incapaz de dominar la coordinación de sus miembros por encontrarse bajo los efectos del exceso de vino o quizá por la fatalidad de una noticia que no está seguro de atreverse a dar.

Golpeó dos veces la puerta con la palma de la mano y Sartenes fue a abrir. El capitán entró en la casa sin hablar y se dirigió a la cocina, en donde tomó agua de la cacerola con un cazo y bebió con ansiedad. Ezequiel, que había oído las pisadas inciertas de Zamorano por las escaleras y su llamada a la puerta, se quitó las gafas para frotarse los lagrimales y se las volvió a poner para seguir con la mirada los pasos del recién llegado. Lo observó con curiosidad: venía descompuesto, agobiado, pensativo… Algo le pasaba y estaba a punto de declararlo.

—Traes mal aspecto, capitán —le dijo.

Zamorano se secó la boca con la manga de la camisa y se acercó a él. Sartenes lo siguió hasta llegarse junto al maestro.

—¿Mal aspecto dices? No me extraña. Creo que he empeñado mi palabra por complacer a una dama y con ello he subastado mi honor. Y ahora no sé qué hacer.

—¿Qué significa eso, capitán? —intervino Sartenes.

—Lo que oís —Zamorano respiró hondo y se sentó frente a Ezequiel—. Que me voy a casar, amigos míos.

—¡Hombre, menos mal…! —resopló Sartenes e hizo un gesto cómplice al maestro—. Porque este y yo…

—Calla, Sartenes —le aconsejó Ezequiel.

—¿Callar? ¡Pero si tú y yo, esta misma tarde, decíamos…!

—Espera un poco, Sartenes —Ezequiel se incorporó en su asiento—. ¿Con quién vas a casarte, capitán?

—¿Con quién va a ser? —Zamorano se pasó la mano por la cabeza como si le estuviese a punto de estallar y se levantó para dar unos pasos por la sala—. Pues con ella.

—Con la marquesa, claro… —aventuró Ezequiel.

—¿Cómo que con la marquesa? —brincó Sartenes al oírlo—. ¿Con qué marq…?

—Así es —Zamorano se desplomó de nuevo en la silla, abatido.

—¡Con la marquesa! —exclamó Sartenes, y ahora sí, ahora se quedó estupefacto, mirando al capitán y las manos pegadas a la cabeza—. ¡Madre mía…!

Sartenes se inclinó hasta casi besar el suelo y al levantarse se echó una mano a la frente, como conteniendo el zafarrancho que bullía en su sesera. Ezequiel se quitó despacio las gafas, se volvió a frotar el caballete de la nariz y afirmó con la cabeza, apesadumbrado. Y Zamorano, observando a uno y otro, extrañado de tanta solidaridad frente al drama que se le avecinaba, guardó un expectante silencio a la espera de que alguno de ellos le aclarase qué milagro se había producido para convertir el vino en agua, o lo que era lo mismo, la gresca previsible, por lo mentecato que resultaba su capitán, en el silencio compungido, en un abatimiento absoluto de sus amigos que no era fácil comprender.

—¿Qué os pasa, rediez? —terminó por blasfemar Zamorano—. ¿Puede saberse qué diablos…? Fue ella quien lo propuso y yo, confundido por el vino, acepté. Pero quien se va a casar soy yo, no vosotros. ¿Qué os sucede?

Ezequiel y Sartenes se miraron, compartiendo los sentimientos de compasión por Teresa, en quien pensaban. Y al cabo dijo el maestro, con voz neutra:

—Me parece que mientras te refrescas la nuca y le comunicas el feliz acontecimiento a Teresa, saldré a dar un paseo.

—Y yo en tu compañía —se apresuró Sartenes.

—¡De eso nada! —gritó Zamorano—. ¡De aquí no se mueve nadie hasta que se me diga qué está ocurriendo! Y, por cierto, ¿dónde está Teresa?

—Bajó al mercado —informó Sartenes. Y rezongó—: ¡Por fortuna!

—¿Y qué? —Zamorano se enfrentó a Ezequiel.

Ezequiel se levantó, puso su mano en el hombro de Zamorano y, respirando profundamente, dijo mientras cerraba los ojos:

—Que no puedes casarte con la marquesa, capitán.

—¡Vaya! —sonrió Zamorano—. ¡A buenas horas me lo dices! Ojalá fuese cierto, amigo. Me hubiese gustado verte a ti allí, a ver qué replicabas a su proposición… Pero era yo, ¡yo era el que estaba en su casa! Así es que le he dado palabra a Cayetana y mi honor de soldado…

Ezequiel negó con la cabeza, interrumpiéndole. Volvió a respirar hondo y se acercó a la ventana, sin querer ver la reacción de su amigo.

—Te casarás con quien quieras, capitán; eso es cosa tuya. Será tu decisión. Porque hay mil maneras de perder el honor y sólo una de conservarlo.

—¡Estoy harto de tus acertijos, maestro!

—¡No hay tal! —respondió Ezequiel, sin volverse—. ¡Baste con que sepas que tienes preñada a Teresa!

—¿Qué…?

Los ojos de los tres hombres, mirándose unos a otros, producían tal ruido que el silencio que guardaron fue el más estruendoso y ensordecedor de cuantos podían recordar, incluyendo los fragores de las batallas. Por eso no oyeron entrar a Teresa, que en aquel momento venía con el delantal cargado y la atención dispuesta para no dejar caer los tomates y los huevos que con dificultad acarreaba.

Ellos no oyeron su llegada, pero ella los descubrió tan enfrentados y estupefactos que se asustó al verlos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Ezequiel miró una vez más a Zamorano y luego a Teresa.

—Manuel tiene algo que decir… —explicó.

—¿Yo? —se azoró Zamorano.

—¡No! —explotó Ezequiel, indignado—. ¡Si quieres se lo comunico yo!

—No, claro… —titubeó Zamorano—. Que…, bueno. Que me parece que estamos en el buen camino. Tengo algunas pistas sobre el libro que…

—¡Capitán! —le recriminó el maestro.

—¡Eso he dicho, Ezequiel! ¡El libro! —Zamorano se enfrentó a él con rabia—. ¡Y no se hable más!

—Bueno —se sacudió el sudor de la frente Teresa con el pico del delantal y se dirigió a la cocina—. Ya veo que estáis discutiendo. La verdad es que, con este calor, no me extraña nada…

Ezequiel esperó a que la mujer saliera de la estancia y se adentrara en la cocina para susurrar a Zamorano:

—¿Es que no vas a decirle la verdad, capitán? ¡Me parece indigno!

—No hay nada que decir —cuchicheó Zamorano—. ¡Nada! Romperé mi compromiso con Cayetana y aquí no ha pasado nada. ¡A ella, ni una palabra de lo dicho! ¿Me has entendido, Sartenes? ¡Ni una palabra! La amo demasiado…

—Como una tumba. Así soy yo, capitán…

—Lo siento, de verdad —se dolió Zamorano—. Nunca he lamentado algo tanto… Si no hubiese bebido…

—Vamos, vamos… Olvidémoslo todo ahora y dame esos brazos, capitán —le extendió Ezequiel los suyos—. Que una equivocación la cometemos todos…

—Venga —aceptó Zamorano.

Los dos hombres se abrazaron y Sartenes, emocionado, se unió al apretón, formando con ellos una piña. Teresa salió de la cocina en ese preciso momento, cuando más efusivos se hallaban en su estrechamiento e, incrédula, negó con la cabeza.

—En efecto…, hace demasiado calor.

Cuando, muy de mañana, Zamorano traspasó el umbral del palacete de la calle de San Mateo, su rostro reflejaba un malestar que Cayetana descubrió al instante. El capitán llegaba sudoroso y con unas marcadas bolsas bajo los ojos, el cabello descuidado y los andares indecisos. El sol ya estaba en lo más alto y anunciaba otro día de calor insoportable, pero la ilusión de la marquesa por recibir a tan temprana hora a su amado le hizo correr a su encuentro, para abrazarlo. Pero, para su sorpresa, su frialdad la detuvo antes de completar el abrazo.

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