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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (27 page)

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—Ayúdame a poner la mesa, Sartenes.

—Volando. Y tú, maestro, ¿nunca vas a dejar de leer? Te quedarás ciego…

—¿Es ya hora de comer?

—Eso dice Teresa. —Sartenes contó platos de la pila que formaban—. ¿Tres o cuatro?

—Tres —respondió Teresa, sin que su voz dejase traslucir ninguna emoción—. El capitán tampoco viene hoy a comer. Se ve que esa marquesa le sirve mejores viandas que yo…

—¿Otra vez está en casa de doña Cayetana? —Ezequiel se quitó las gafas. Dejó el libro que estaba leyendo sobre la mesa y se frotó los lagrimales con los dedos pulgar e índice—. Pues mucha visita es ya… Me gustaría saber qué busca Zamorano en esa mujer.

—Mejor será que no preguntes, maestro —sentenció Teresa, removiendo las patatas cocidas en la salsa de aceite, ajo, perejil y sal—. ¡Vamos, todos a la mesa!

Se habían instalado en la calle de San Pedro, frente al Prado de Atocha, llamada así porque en una de sus casas se exhibía un retablillo con la imagen del apóstol que fue primer pontífice romano. Al número 8 de aquella calle, situada entre las de Nuestra Señora de la Leche, San Juan, de los Trinitarios y la Verónica, habían ido a parar a su llegada a Madrid, y en aquel acomodo se encontraban a gusto.

Antes de entrar en la ciudad, Zamorano había descartado dirigirse a la casa de Teresa, por si algún vecino la denunciaba; y tampoco quiso una vivienda en el mismo centro de la ciudad para evitar el peligro de que Sartenes fuese reconocido y enviado de nuevo a la cárcel. Zamorano dejó la búsqueda del alojamiento en manos de Ezequiel, que tenía apariencia refinada y por ello no levantaría sospechas. Entre tanto, ellos aguardarían en los montes de El Pardo un regreso que, por designios de la buena fortuna, se produjo ese mismo día.

—Creo que he dado con una vivienda que está bien —dijo el maestro, de regreso de la capital—. Está situada frente al Prado, con cinco camas bien vestidas y cocina con vajilla, perolas y sartenes. Y el precio del arrendamiento es aceptable. Podemos instalarnos esta misma noche.

—Pues, andando —se incorporó Zamorano y montó en su caballo—. Por fin llegó el día en que dormiremos bajo techado.

De aquello hacía más de tres meses. Desde entonces, los cuatro se habían establecido bien, tenían dinero suficiente de los fondos de la Junta Central para dedicarse a las pesquisas que se habían propuesto sin necesidad de buscar un trabajo y poco a poco iba creciendo el plan que estaban pergeñando. Hasta el momento, todo iba sucediéndose según lo previsto, salvo dos circunstancias que estaban poniendo a prueba la serenidad de Teresa: el calor infernal que ese año estaba sufriendo Madrid, que aconsejaba no salir a la calle hasta después de la puesta de sol, y las frecuentes visitas de Zamorano a casa de la marquesa de Laguardia, unos encuentros para los que no parecía haber justificación.

Una noche, en duermevela, desnuda sobre la cama y malhumorada por el sofoco de tan implacables temperaturas, Teresa había bufado incómoda:

—¡Esto no hay quién lo aguante! ¡Me va a dar un soponcio! ¿Es que tu marquesita no sufre estos calores?

—No sé… —balbució Zamorano, sin comprender la profundidad de la pregunta de Teresa ni hasta dónde quería llegar.

—Pues, hijo, siendo tan pudiente, bien podía estar en alguna de sus residencias de verano; y, mira, ¡todos tan ricamente!

El capitán no contestó. Tardó unos momentos en entender el significado del exabrupto de Teresa y, cuando lo hizo, se abrazó a ella y le besó en el hombro, sonriendo.

—¡Tú y yo sí que estamos tan ricamente!

—¡Déjame! —le apartó ella, dando un respingo—. ¡Que hace mucho calor!

Ahora, acabando el mes de julio, con el ardor del mediodía entrando por las ventanas y un bochorno que desgastaba los ánimos y amilanaba las hambres, Teresa, Ezequiel y Sartenes se sentaron a la mesa para comer sin apetito unos tomates con sal y la ensalada de patatas bañadas en una salsa fría. No parecían tener nada de qué hablar. Y menos aún se hubiesen atrevido a decir cosas importantes sin estar en presencia del capitán. Pero el silencio y Sartenes se llevaban mal aun en los momentos brindados a la mayor de las perezas.

—Oye, maestro…

—Dime, Sartenes.

—¿Cómo se dice bulto en francés?

—No sé —el maestro alzó los hombros—. Supongo que como paquete. Paquet.

—Pa nada, por saberlo…

Ezequiel y Teresa se miraron y cabecearon, sin saber si tenían que sonreír una gracia de Sartenes o era mejor dar por no oída la respuesta. Pero el hombre no se dio por aludido y continuó hablando.

—El caso es que ya conocemos el contenido del equipaje, que será un montón de bultos… Sabemos también que está en algún lugar de Madrid y que los franceses no han dado con él. De fijo que ignoran incluso su existencia. Esto va bien…, ¿no? Además, estoy seguro de que el capitán vendrá uno de estos días con la información que nos falta. Y en cuanto la tengamos, todo será coser y cantar.

—No será por lo mucho que anda buscándola —rezongó Teresa—. Más bien parece que esté enredándose en faldas ajenas.

—No seas así, Teresa —terció Ezequiel.

—Pues tú dirás, maestro. —Ella clavó con saña el tenedor en un trozo de patata y se la llevó a la boca, apretándose después la barbilla; y añadió con la voz trémula—. Porque tanta marquesa, tanta marquesa…

—¿Qué te pasa? —El maestro puso su mano con delicadeza en el antebrazo de Teresa—. Porque a ti te pasa algo.

—¿A mí? —Teresa se metió otra patata en la boca para impedir que se le notara la congoja, pero la barbilla se le puso a temblar y los ojos se le empezaron a empañar—. ¿Pues qué me tenía que pasar?

Ezequiel apretó un poco más el antebrazo de Teresa, trasmitiéndole el afecto que necesitaba, y la miró dulce y compasivamente. Con un leve movimiento de la cabeza la invitó a que se desahogase.

—Vamos, no te lo puedes tomar así…

—¿Tomármelo? ¿Tomármelo yo? —Dos lágrimas recorrieron su mejilla, mientras se llenaba la boca con un nuevo trozo de patata—. ¡Pues anda que…! ¡Si a mí…!

Sartenes observaba con los ojos desorbitados el llanto de aquella mujer, a la que nunca hubiese imaginado en semejante situación, y a punto estuvo de echarse a llorar también.

—Pero…, pero…, ¿qué tienes, mujer?

Teresa no pudo soportarlo más. Empezó a llorar y, tapándose la cara con las manos, se separó precipitadamente de la mesa y corrió hasta su habitación.

—¿Que qué tengo? ¿Que qué tengo? ¡Una barriga, eso es lo que tengo! ¡Y adentro un niño al que le están robando el padre!

Y, dando un portazo, se encerró en su cuarto.

Ezequiel y Sartenes, que no podían imaginarse aquello, se quedaron estupefactos, mirándose con ojos desmesurados. Y, dejando de masticar, se recostaron en el respaldo de las sillas, resoplando.

—Me parece que de esto el capitán no sabe nada —aventuró Ezequiel.

—Como hay Dios —sentenció Sartenes.

En un palacete de la calle de San Mateo, muy cerca de la calle de la Florida, la marquesa de Laguardia había ordenado preparar un rincón para comer en el patio a la sombra de un parral, junto a una fuentecilla adornada con tres ángeles que susurraba las voces del agua y parecía refrescar las peores horas del mediodía. Después, había subido a sus habitaciones mientras el capitán aguardaba a la sombra, con la camisa desabotonada y un gran vaso de agua en la mano, a que Cayetana regresase y le mostrase lo prometido. Aquella mujer le gustaba, pero por alguna razón que no lograba determinar no conseguía confiar plenamente en ella. Para él era como una gata hermosísima que ronronea buscando una caricia, sin que se sepa cuándo va a frotarse, a escabullirse a toda prisa o a descargar un zarpazo inesperado.

Desde que frecuentaba su casa, un edificio de dos plantas de estilo clásico, siempre obtenía de ella promesas de ayuda, palabras afectuosas, miradas insinuantes y risas fáciles; pero ni él se había atrevido a ir más lejos ni ella parecía necesitar respuesta a sus galanteos. Todo se reducía a intercambiar frases amables y a pasar muchas horas juntos, a veces sentada ella al piano, a veces mirando él por los balcones que daban a la calle. Los sirvientes de la casa ya se habían acostumbrado a su presencia como si se tratase de un matrimonio desgastado y sereno, de ancianos. E ignoraban sus entradas y salidas como les habían enseñado a hacer para que su deambular por la casa tampoco incomodase a los señores.

El capitán Zamorano la había visitado por primera vez a mediados de mayo, en busca de algunas informaciones sobre la ciudad y sus habitantes que precisaba para llevar a cabo sus planes. Y por ella se enteró de que don José Francisco Acebal y Soriano, el caballero que la noche del 2 de mayo le entregó en la Taberna del Gato la bolsa que debía llevar a Porlier, ya no estaba en Madrid: había partido hacia Sevilla siguiendo a la Junta Central. Y también se informó de que tampoco quedaba en Madrid ningún miembro del Consejo Privado del rey don Fernando, ni tan siquiera alguno de sus más cercanos colaboradores en el Gobierno.

Para entonces Zamorano y los suyos ya habían descifrado casi por completo el mensaje que contenía la bolsa. El capitán había relatado minuciosamente a Ezequiel todos los pormenores de la operación, desde la existencia de la bolsa, el libro y el documento hasta el objeto de su viaje a Madrid y las intenciones que albergaba en el caso de conseguir recuperar el equipaje del rey cautivo; y el maestro, aunque al principio le costaba creer en la veracidad de tan fantástica historia, que tomó como imaginada e irreal, al final aceptó el reto como un juego de inteligencia al que le divertía dar adecuada respuesta.

Lo primero que el maestro Ezequiel había deducido, a la vista del documento, era que los símbolos «Au» y «Ag» se correspondían con las denominaciones latinas del oro y de la plata, y por tanto lo que sus amigos denominaban el secreto del cautivo se componía de una gran fortuna en oro, plata, joyas, cuadros y dinero, contabilizado en reales. Sólo le faltaba descubrir el significado que escondía las anotaciones sobre los Carolo III y los Carolo IV, naturalmente referidos a los reyes pero sin acabar de precisar su valor, si bien fue algo que terminó por no preocuparle. Era un tesoro que quizá hubiera trasladado el rey a Francia en su viaje, como había insinuado Teresa; pero Zamorano creía que en ese caso no habría sido necesario informar de su detalle a Díaz Porlier ni, mucho menos, poner en juego la vida de un capitán de Granaderos a cambio del trámite de un documento tan poco útil. Lingotes de oro, lingotes de plata, joyas, cuadros, marcos, millones de reales… Todo junto abultaba demasiado para custodiar en un viaje y, aun así, que le pasase inadvertido a Napoleón, quien lo hubiese descubierto y confiscado de inmediato. Estaba claro, y así lo concluyeron Ezequiel, Teresa y él mismo, que el rey Fernando, antes de su partida, había ordenado poner a buen recaudo su equipaje para que sólo alguien de su máxima confianza conociese el escondite; y que el teniente coronel Díaz Porlier había sido el elegido para tener noticia del inventario completo en el caso de que se le ordenara rescatarlo, custodiarlo y devolverlo.

Escondido, sí; pero ¿en dónde? Zamorano estaba convencido de que la marquesa Cayetana le podía ayudar a descubrirlo, sin que ella llegase a saber nunca en qué lo estaba auxiliando. Por eso, disimuladamente, le había hablado de que poseía un libro encuadernado por Feliciano Navascués y ella, sorprendida, le había relatado que ella también tenía otro y que se lo iba a mostrar, para después contarle una historia maravillosa acerca de esa clase de libros, que parecían proliferar.

—Toma, capitán —Cayetana interrumpió sus pensamientos, regresando de sus habitaciones y parándose ante él con el libro en la mano—. ¿Acaso no es como este el que tienes?

Zamorano lo tomó en sus manos y lo hojeó, remirándolo apresurado, con una visible emoción. Por delante y por detrás. Y pasando sus hojas con los dedos inquietos.

—Sí, sí… Desde luego…

—Es una edición curiosa, lo reconozco —fue describiendo Cayetana—. Las firmezas de Isabela, de don Luis de Góngora y Argote, encuadernado por Feliciano Navascués en 1778. Fijaos en la piel, tan suave, tan… cálida. Parece piel valenciana, ¿verdad? Pues es piel de cabra teñida a muñequilla con pigmentación rojiza. Acabado en plena piel, adornado con tejuelos también de piel y con las guardas en papel especial de baño, pintado a mano. Observa los tiros en las guardas… Impecables, ¿verdad? Y muy raro este tipo de letra, es la primera vez que lo veo en unas estampaciones en oro… No sé. ¿A que es curioso, Manuel?

Zamorano no salía de su asombro. Su libro era exactamente igual, aunque la obra fuese otra:
Fuenteovejuna
, de Lope de Vega. Pero el editor era el mismo y la encuadernación idéntica.

—Y eso no es lo más divertido —continuó la marquesa—. ¿Sabes que el impresor que figura en el libro, sí, mira, en esta página, no existe? Feliciano Navascués… Te aseguro que nunca ha existido tal impresor en Madrid.

—¿Cómo que no ha existido? ¿Qué quieres decir? —Zamorano alzó los ojos para mirar fijamente a Cayetana—. ¿Cómo no va a existir?

—Es lo más peculiar, y a la vez misterioso, del libro —sonrió Cayetana—. Como un juego…

—No entiendo…

—Bueno, tal vez no sea algo que sepa todo el mundo, pero nuestro rey don Fernando tiene gran afición al oficio de la encuadernación y, por lo que se dice, un peculiar y no sé si celebrado sentido del humor. Él mismo elige los libros que encuaderna, y siempre con un motivo muy personal. Cuando regaló este libro a mi madre, no era la primera vez que usaba esta fórmula para comunicar un mensaje.

—¿Un mensaje?

—Eso es. Mi madre no aceptaba los galanteos de su majestad, al menos mientras siguiese prometido con doña María Antonia de las Dos Sicilias, su primera esposa, con quien se casó muy pronto. Y como mi madre se mostrase intransigente a sus requerimientos, el rey le regaló este libro:
Las firmezas de Isabela
. Luego le dijeron, y ella me lo contó, que algo similar había hecho su majestad con su padre, el viejo rey don Carlos, regalándole
El castigo sin venganza
en el día de su abdicación, y con el mismísimo Godoy, al que obsequió con un regalo de dudoso gusto:
El príncipe despeñado
, otra comedia de Lope de Vega. ¿Y a que no imaginas a quién regaló
El alcalde de Zalamea
, la obra de don Pedro Calderón de la Barca?

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