El secreto del rey cautivo (22 page)

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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

—No comprendo. —Zamorano frunció los ojos, desconfiado—. ¿A quiénes esperaban?

—Nos esperan a nosotros, capitán. Han conocido la hazaña de Guadarrama y están entusiasmados con que hayamos elegido su pueblo como destino. Están preparando alojamiento y manutención para todos. Los vecinos disputan para conseguir el honor de alojarnos en su casa. Vamos, capitán: el alcalde y todos los demás nos aguardan.

Zamorano dudó. No sabía qué pensar. Era fácil caer en una trampa, pero también sería una descortesía ignorarlos si, en efecto, querían agasajarles. Aunque le sorprendía que conociesen los hechos de la tarde: era casi imposible que alguien hubiese viajado más raudo que ellos para dar cuenta de lo sucedido, y más extraño aún que hubieran tenido tiempo de preparar el recibimiento. No podía confiarse. La vida de sus hombres iba en ello; y no debía arriesgarlas.

—Lo siento, Ezequiel —dijo al fin—. Si es así, tendrán que esperar. No sólo no puedo fiarme de ellos sino que lo más prudente sería salir cuanto antes de aquí. Sólo un correo francés puede haber sido tan ágil en comunicar nuestra acción de hoy.

—O un hombre de Zamorano…

El capitán se quedó estupefacto. No comprendía lo que quería decir el maestro. Buscó con los ojos a Sartenes, en demanda de una explicación, y luego a Bernardo. Pero Ezequiel, rápidamente, esbozó una gran sonrisa y dijo:

—Yo mismo, capitán. Yo mismo he sido el portador de la nueva.

—¿Tú? —se adelantó Bernardo, irritado—. Me parece una insensatez…

—Vamos, vamos… No hay para tanto —Ezequiel recuperó la seriedad—. No os alarméis. Se trata de un pueblo pequeño que vive enfurecido contra el extranjero. Cuando he llegado, todos sus vecinos estaban en la iglesia, la de San Juan Bautista, reunidos en la capilla de la Virgen de la Paz y discutiendo a voces si formar o no una partida contra los franceses. Me he demorado un buen rato escuchando las palabras del alcalde y las respuestas de los vecinos: todos querían alzarse en armas; y la discusión era si unirse a los vecinos de San Lorenzo o guerrear por su cuenta. Cuando he comprendido que no había nada que temer, me he dejado ver y les he hablado de nosotros. Comprended la sorpresa inicial; pero al instante ya estaban todos queriendo venir en nuestra busca. Les he convencido para que nos esperen y allí los he dejado, disputando para ser nuestros anfitriones.

Zamorano se detuvo un rato antes de hablar.

—¿Tú qué opinas, Sartenes? —se volvió a su amigo.

—Que si el maestro confía…

—¿Y tú, Bernardo?

—No lo sé… —guardó silencio durante unos momentos, pensativo. Y finalmente dijo—. De todos modos, un techo y una comida caliente no nos vendrán mal a ninguno de nosotros…

Un murmullo de aprobación corrió entre los hombres, sobre todo entre los de Zamorano, que llevaban demasiado tiempo durmiendo al raso. Pero no forzaron al capitán a tomar ninguna decisión. Posaron en él los ojos y esperaron, sin decir palabra, a que él la tomase.

—Tus hombres son magníficos —Bernardo se dirigió al capitán, comprendiendo su disciplina—. Es un orgullo combatir con vosotros.

—Gracias —aceptó Zamorano, y a continuación miró a sus hombres. Nada decían, era cierto, pero en sus ojos titilaba una luz muy parecida a la que debió de brillar el día que conocieron a su primer hijo, o cuando se enamoraron por primera vez—. De acuerdo, de acuerdo. Si no confiamos en nuestro pueblo, sería absurdo combatir por él, ¿no os parece? ¡Vamos! ¡A los caballos!

El recibimiento fue, en efecto, de los que se dispensan a los héroes. En Las Navas ya tenían conocimiento de otras hazañas llevadas a cabo por otras muchas partidas de guerrilleros a lo largo de los caminos de Castilla, con el nombre de Porlier o de el
Empecinado
o de Mina o de Tabuenca al frente, pero nunca habían acogido a una de ellas en el pueblo para darles su apoyo. Y su llegada constituyó una fiesta en la que nadie se quedó sin participar.

Los hombres fueron alojados en casas particulares. Todos menos Bernardo, a quien el cura se lo llevó a la ermita del Santísimo Cristo de Gracia, rodeándolo de cuantas comodidades pudo reunir. El capitán Zamorano se instaló en la casa del alcalde y Sartenes, a petición propia, eligió la casa del ventero, en donde supuso que la cocina sería más esmerada que en cualquiera otra. Y no se equivocó.

Tanto fue el agasajo y la satisfacción de los vecinos por colaborar con los guerrilleros, como si de ese modo ellos también protagonizasen la guerra, que cuatro días después Zamorano aún no había convocado a los hombres para decidir la marcha y continuar la lucha que los había reunido.

Y aún iban a pasar algunos más porque, al amanecer del quinto día, el viernes 7 de marzo, una mujer entró a caballo en Las Navas del Marqués preguntando por él. Nada le quisieron responder, pero con la tenacidad de una hormiga rebuscó por los establos hasta que reconoció el caballo del capitán y sonrió satisfecha.

Su búsqueda había concluido.

Teresa montaba una hermosa yegua alazana de cabeza altiva, quijada fina, afiladas manos, cuartos traseros inquietos, cola exuberante y andar ligero. Vestía pantalones de amazona, botas militares, chaqueta de piel y sombrero de ala ancha, sujeta a la nuca por cintas de terciopelo. Y del hombro le colgaba una bolsa de cuero que no podía pasar inadvertida…

6

Teresa estaba sentada en los bordes de un pilón cuando el capitán Zamorano, avisado por el alcalde, salió a su encuentro en la calle principal de Las Navas. Su pelo al viento era una bandera pirata. Al sol de la mañana, su tez relucía como un bronce de iglesia. Permanecía quieta, con las piernas un poco abiertas, las manos reposadas sobre las rodillas y el torso ligeramente girado hacia el fondo de la calle, desde donde él se aproximaba. No sonreían sus labios, pero sus ojos eran una llamada a la fiesta. Así los recordaba él; pero a fe que no se acordaba de que fuese tan rotundamente hermosa. Como un paisaje arbolado junto a un mar de África.

En cuanto le dijeron que una mujer preguntaba por él, supo que se trataba de ella. Y disimuló la respiración agitada, la emoción de su pecho, la niebla de sus ojos, la confusión de su mente. Lo disimuló cuanto pudo, pero tardó más en vestirse que los días en que no tenía prisa. Y todavía más en lavarse, colocarse los bigotes y atusarse el pelo para que adquiriese su mejor peinado.

Luego frunció el ceño y repasó la afrenta sufrida para mostrarle su lado más agrio. Y por unos momentos lo consiguió. Pero nada más verla, al fondo de la calle, sentada al borde de un pilón, mirándole como si le gustase verlo y más bella que cualquier amanecer en las cumbres, su actitud se fue licuando como nieve en primavera y tuvo que volver a disimular, cincuenta pasos antes de encontrarse con ella, para que no descubriese que le flaqueaban las piernas. Y es que el verdadero amor no mengua por muchas que sean las distancias.

La boca se le había secado; hasta la lengua pugnaba por rebañar salivas inexistentes que le permitiesen tragar algo que no fuesen palpitaciones del corazón, sórdidas como golpes de un tambor demasiado ruidoso. Maldita mujer, se dijo. La mataría si antes no prefiriese morir yo.

Los últimos pasos los anduvo despacio, como midiendo la profundidad de la punzada que se iba clavando en su pecho. Lo más difícil era, en aquel trance, decidir qué hacer con las manos: dónde esconderlas, o cómo acabar con su innecesaria existencia. Y procurar que ella no descubriera que sus labios se envaraban mientras sus ojos gritaban de alegría.

Teresa… Llevaba tanto tiempo soñando con aquel momento…

Confiando en que no llegase nunca, pero rezando para que llegara.

—Sigue sin gustarte madrugar, capitán… —dijo ella sonriendo, a modo de saludo.

Zamorano se paró en medio de la calle. No supo qué contestar. La miró fijamente, sopesando su sonrisa, y observó que del hombro colgaba aquella bolsa en la que tampoco había dejado de pensar.

—Llevas algo que me pertenece —dijo, al fin.

—A eso vengo —siguió sonriendo. Y añadió—: Miento: también he venido a verte.

—¿A verme?

—No he olvidado aquella noche…

—Querrás decir el alba, cuando huiste.

—Quiero decir la noche. Lo del alba —lo pensó antes de decirlo, como si temiese mostrar un atrevimiento que no era suyo—, lo del alba fue otra cosa. La guerra no entiende de sentimientos, capitán.

—Bien. Entonces, dámela.

Zamorano extendió el brazo hacia ella y esperó a que se levantase y se acercase para entregársela. Y entonces Teresa, lentamente, inició el ademán de sacársela de encima, poniéndose de pie y agachando la cabeza. Pero antes de descolgarla, levantó los ojos, observó durante unos segundos los de Zamorano y, de un salto, se abrazó a él.

El capitán se dejó atrapar en aquellos brazos y, al momento, la estrechó también entre los suyos. No la vio llorar, pero notó que una lágrima le mojaba la camisa. Teresa permanecía con los ojos cerrados, respirando agitadamente, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Y Zamorano, de repente, se sintió intimidado y cohibido, desconcertado también. Pero de pronto fue consciente de que sus hombres le observaban y, como era su deber, recobró el ánimo y ocultó lo mejor que supo una alegría que le embriagaba y que le nacía de muy dentro.

—Teresa… —musitó.

Los vecinos los observaban curiosos; y los hombres de su partida también. Sólo Sartenes, que en aquel momento salía de la Venta avisado de la visita, se sorprendió de tal modo al verlos enlazados en mitad de la calle, susurrando apenas, que miró para ver quién era la dama y, al reconocerla, corrió hacia ellos.

Llegó a su lado justo en el momento que Teresa decía, entrecortada:

—Te he buscado tanto, Manuel…

—¡Capitán! ¡Pero si es esa…! —vociferó Sartenes.

Y Zamorano, irritado por el improperio que insinuaba, volvió la cabeza hacia Sartenes y, con la mirada encendida, blasfemó:

—¡Por los Clavos de Cristo! ¡Nunca estarás callado!

—Perdone, capitán…, pero ella…, ella…

—¡Déjame en paz!

Sartenes, sin comprender nada de lo que estaba sucediendo, se encogió de hombros y se dio media vuelta, yéndose a sentar en el suelo al pie de una pared, esperando a ver en qué acababa aquella extraña escena de mala comedia romántica.

—Lo engañará otra vez —murmuró—. Estando enamorado, no es preciso ser ciego…

Al cabo de un rato de permanecer en silencio, el capitán se separó de Teresa sin dejar de mirarla.

—¿De verdad me has buscado?

—Desde hace meses… —Teresa se recompuso, arrancándose una lágrima que aún surcaba su mejilla—. Y te juro que te creí muerto durante mucho tiempo. La noticia del asalto a Guadarrama me devolvió la esperanza…

—Podía no haber sido yo…

—Porlier o tú: me dijeron que sólo vuestras partidas combaten en esta parte de Castilla. Estaba decidida a preguntarle a Porlier, si no daba contigo.

A Zamorano le sorprendió saber que había alcanzado tanta notoriedad. Había aprendido que las noticias volaban por los pueblos como transportadas por el dios Marte, pero que se conociesen los nombres de los guerrilleros se le antojaba desmesurado.

—Vamos —le dijo, tomándola por un brazo y llevándola por el medio de la calle hasta la casa del alcalde—. Tenemos mucho de qué hablar. Para empezar, dime qué se sabe de la guerra…

Teresa se frotó la nariz, se recompuso el pelo y caminó a su lado. Al ver a Sartenes, le sonrió, embaucadora, y el hombre sonrió también, forzadamente, llevándose dos dedos al sombrero a modo de saludo.

—Ven también tú, Sartenes —ordenó el capitán.

—Volando.

—Pues la guerra, por ahora —empezó Teresa mientras caminaban—, es cosa de vosotros, los guerrilleros. Tú, Portier, Amor, Mina, Laci… El ejército regular cosecha derrota tras derrota. Los ejércitos de Cataluña acaban de ser diezmados en Valls, y ahora se prepara otra batalla en Trujillo o en Medellín. Pero no puede confiarse en ello. Frente a frente, los franceses son más y están mejor armados.

Las noticias no sorprendieron al capitán ni a Sartenes, que ya estaban al cabo de las sucesivas victorias extranjeras.

—¿Y la Junta Central? ¿Qué hace la Junta Central? —preguntó Zamorano en cuanto entraron en la casa del alcalde y se sentaron alrededor de una mesa—. ¿Acaso no dicta las instrucciones?

—Por ahora, no —Teresa buscó por los alrededores algo para beber, sedienta—. Ya está camino de Sevilla o allí mismo, tal vez. En Toledo corrían peligro sus miembros. Está intentando reorganizar el ejército de Andalucía y…, pero, ¿a qué viene tanta pregunta, Manuel? Imaginaba que te interesaba más esto…

Teresa dejó la bolsa sobre la mesa y la señaló con un dedo.

—Gracias —dijo Zamorano.

—Está igual que cuando me la llevé —se justificó la mujer—. Reconozco que abrí la correa, saqué el documento y lo leí varias veces, pero no logré descifrar su mensaje. Así es que, en cuanto comprendí que era a ti a quien correspondía tenerlo, cosí otra vez la correa y aquí está. Puedes hacer con ello lo que desees.

—Me cuesta trabajo creer que… —insinuó Zamorano.

—Piensa lo que quieras —Teresa se recostó en la silla—. Sé que es importante, tiene que serlo, pero no conozco el significado del texto. Empieza diciendo que se trata de un equipaje, pero luego hay escritas cosas muy raras… ¿No podría beber algo, cualquier cosa?

Sartenes y Zamorano se miraron, intrigados. Callaron, pensativos, sin atender la demanda de la mujer. Un equipaje. Ambos repitieron la frase en voz baja.

—Vamos, capitán —se decidió al fin Sartenes—. Hay que leer ese papel.

—Debería llevárselo a Porlier…

—Ni sabemos dónde está ni hay forma de encontrarle —Sartenes negó con la cabeza—. De todos modos, hace casi un año que os encargaron entregarlo. Ya no debe de tener ningún valor.

—Es cierto —aceptó Zamorano—. Y el riesgo de buscar al teniente coronel no se compensaría con el cumplimiento del deber. Está bien, lo abriremos.

—Si queréis, os dejo solos —Teresa hizo ademán de levantarse.

—No, no —se adelantó Zamorano. Y fue en busca de una jarra de agua y un vaso—. No hace falta que te vayas.

—A buenas horas —cabeceó Sartenes, e hizo una reverencia mientras añadía—: Señora: sois una auténtica mujer en el arte del fingimiento…

—¡Sartenes…!

—Mudo —sonrió, y se cruzó los labios con el pulgar.

Zamorano le alcanzó el agua y a continuación pugnó durante unos minutos para descoser la correa, sin conseguirlo. Teresa esperó a que lo lograra pero, cuando comprobó el vano esfuerzo en el que se empecinaba, rebuscó en su escote y sacó unas tijeras pequeñas atadas al final de una cinta que se sacó por la cabeza.

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