Read El secreto del rey cautivo Online

Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (19 page)

—¡Ah! —sonrió el mariscal.

—¿Qué te resulta tan divertido, Lannes? —el rey frunció el ceño.

—Perdón, majestad. No era mi intención… Pero creo que acabo de comprender lo de
Pepe Plazuelas

—¿Acaso ignorabas la razón del remoquete? —el rey se mostró enfadado—. Yo no. Como tampoco desconozco por qué me apellidan Botella. A mí, que apenas pruebo el vino.

—¿Querríais decírmelo, majestad? —se interesó Lannes—. Lo ignoro también…

—¡Pues muy sencillo, mariscal! ¡Muy sencillo! ¡Y muy poco divertido! —Bonaparte se mostró irritado—. Porque cuando salí de Madrid camino de Vitoria llevaba una partida de vino para abastecer a la tropa y fue robada en las cercanías de Calahorra. Y, en represalia, ordené que allí mismo se requisase igual cantidad de botellas que las que fueron sustraídas. De ahí el mote. ¡Y haz el favor de borrar esa sonrisa de tus labios porque esta mañana no estoy de humor!

—Por supuesto, majestad. —El mariscal Lannes carraspeó y de inmediato recobró la seriedad—. Disculpad.

El rey y sus ministros siguieron paseando en silencio por el patio, azotados por un viento de la sierra que empezaba a disipar la niebla y a despejarles la cabeza al mismo tiempo que les hería el rostro. En un momento en que el rey se distrajo con uno de los caballos que le mostró el mayordomo de cuadra, Lannes se acercó a cuchichear con Ansorena.

—¿Se sabe algo del tesoro real, Luis?

—No —el ministro movió la cabeza apenas.

—Sigo creyendo que nunca ha existido… —Lannes alzó los hombros.

—¡De sobra sabéis…!

—¿Qué es lo que sabes, Ansorena? —el rey José volvió en ese momento a la charla.

—Nada, majestad —se apresuró a replicar el mariscal—. Hablábamos de una dama española que… En fin, no tiene importancia.

—Alejaos de las mujeres, mariscal —sonrió beatífico el rey—. Y por expresarlo más en concreto: de las españolas, huid.

—No sé yo sí… —intercedió apocado Ansorena.

—Gracias por el consejo, majestad —sonrió Lannes, e hizo una reverencia burlesca al ministro.

El paseo continuó en silencio hasta que, camino ya de regreso para resguardarse del frío en Palacio, José se volvió hacia Ansorena:

—¿No dices nada, Ansorena?

—Yo… —dudó el ministro—. Estaba pensando en que no deberíais preocuparos tanto, majestad. Aunque, si queréis que os hable con total sinceridad…

—Eso es lo que espero.

—Pues… —volvió a medir sus palabras el ministro—. Me atengo al asunto de los españoles… En vuestra misma manera de expresar el problema se halla la respuesta. Habéis dicho hace un momento, majestad, refiriéndoos a ellos, que vuestro mayor deseo es hacer de su país, un país próspero. No habéis empleado el posesivo «mi país», sino su país. ¿Comprendéis, majestad? Vos mismo os hacéis un extraño, sin serlo. Y así lo han llegado a percibir algunos, los más indeseables, sin duda…

El rey entendió perfectamente lo que quería decir el ministro y se dio cuenta de que, en efecto, a él no se le había ocurrido nunca pensar en España como en un país propio. Ansorena tenía razón. A él mismo, como corso, nunca se le hubiese pasado por la cabeza aceptar en Córcega un rey extranjero. Pero qué podía hacer… Tampoco se sintió jamás napolitano siendo rey de Nápoles ni aceptó el poder británico cuando los paolistas entregaron la isla de Córcega, su patria natal, a los ingleses.

José se sabía hermano mayor de Napoleón, y ello le maniataba. Había obtenido el título de abogado en Pisa y desde siempre compartió con sus tres hermanos los ideales republicanos nacidos de la toma de la Bastilla. Hubiese sido feliz dedicándose al ejercicio de su oficio, pero las responsabilidades se las impusieron siempre. Incluso ayudó a su hermano Luis en la redacción del 18 Brumario que convirtió a Napoleón en emperador de Francia. Por eso después aceptó ser embajador en Parma y en Roma, representar a Córcega como diputado en la Asamblea Nacional francesa e incluso escuchar a su hermano ofrecerle reinar en Lombardía, aunque lo rechazase. Cuando el 6 de julio fue nombrado rey de España y de las Indias, después de celebrada la reunión de Cortes en Bayona, y redactada por Napoleón la Constitución de 1808, creyó por primera vez que tenía por delante una gran labor a realizar. Pero los últimos acontecimientos le estaban indicando que, a pesar de sus esfuerzos, no era fácil ni apasionante la misión encomendada, y que entender a los españoles era excesivamente complejo. Pero que lo aceptasen a él, era aún peor: era algo que ya se le antojaba imposible.

—Creo que tienes razón, Ansorena. No siento España como propia; pero te aseguro que mi intención es la mejor. Lo que no entiendo es que, sabiendo esto, tu actitud sea la que muestras. ¿Por qué me apoyas tú, Ansorena, dime? ¿Por qué me apoyas, si eres español?

—Yo, señor… —titubeó el ministro.

—Buena pregunta —sonrió el mariscal, deteniéndose para observar cómo se explicaba don Luis.

—Vuestro hermano Napoleón lo dejó bien claro en Bayona, majestad —se envalentonó el ministro—. Fue sublime la idea de levantar una nación que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo. Así lo dijo él y así lo repito yo.

—Comprendo —susurró el rey.

—Además —siguió Ansorena—, permitidme que os diga que tanto yo como otros muchos españoles vemos en Su Majestad la reencarnación del espíritu reformista del rey nuestro señor don Carlos III, que Godoy, a quien Dios confunda, se encargó de pudrir y convertir en baratija, con el consentimiento de don Carlos IV. Ni don Carlos ni su hijo don Fernando serían capaces de realizar la décima parte de las reformas que está llevando a cabo Su Majestad. Para muchos españoles representáis una verdadera bendición, señor.

—Gracias, Ansorena —se limitó a contestar José.

—España… —cabeceó el mariscal Lannes con desdén.

—¿Decíais, mariscal? —se irritó Ansorena con aquel sarcasmo apenas insinuado.

—Nada, ministro. No decía nada.

El mariscal miró al rey sin que se le borrase la sonrisa de los labios. Él, como los demás mariscales y generales franceses, sentía igual desprecio por el país invadido que por la autoridad del rey José, a quien consideraban un recién llegado y a quien le auguraban un porvenir sombrío. Era, tan sólo, el hermano de Napoleón. Ahí terminaban sus méritos. Por eso se burlaban de él abiertamente en sus reuniones y, en muchas ocasiones, ni siquiera disimulaban en su presencia. Y por alguien como el ministro Ansorena sentía algo peor: un profundísimo pozo de desprecio. Ni siquiera era un petimetre, tan elegante, tan afrancesado: era tan sólo un desleal, un traidor a su rey y a su patria. Por despreciables que fuesen también aquel y ésta.

Por eso no acabó de burlarse de uno y de otro hasta que, de regreso al salón real, un mensajero les comunicó la nueva victoria del ejército francés, esta vez ocurrida antes de completar el sitio de Tarragona.

—Hablad, brigadier —ordenó el rey.

—El general Saint-Cyr me envía para informaros de que la batalla de Valls se ha saldado con una nueva victoria de Su Majestad. El enemigo ha plantado una oposición aguerrida, pero finalmente ha sido derrotado.

—Dame más detalles, soldado —exigió José.

—A sus órdenes, majestad —el brigadier carraspeó y explicó—: Era intención del general español Redings tomar la plaza de Barcelona, venciendo a nuestras tropas. Contaba para ello con diez mil hombres bajo su mando directo y con la ayuda de los somatenes, así como de otros veinticinco mil soldados que formaban regimientos desde Olesa a Barcelona, situados en el alto del Bruch, en Igualada, en La Llacuna y en el Coll de Santa Cristina. Pero han bastado las fuerzas del general Saint-Cyr, que sumaban dieciocho mil hombres apostados en el Penedés, para alcanzar la victoria. Y, después de asegurar Barcelona, ya está sitiada la ciudad de Tarragona, que en estos momentos sufre la peste y pronto se rendirá.

—Igual que Zaragoza, majestad —el mariscal Lannes se volvió al rey—. Palafox ha sido finalmente derrotado y el jueves ha entregado la ciudad, aunque haya habido que arrasarla. Españoles…

—Lo sé, mariscal, lo sé… —al rey no le agradó el recuerdo—. Como diría Ansorena, repara en que hablas de los sufrimientos de mi pueblo. No me pueden alegrar tantos muertos y heridos…

—Majestad… Mi intención… —se excusó Lannes, forzando la seriedad y encogiéndose de hombros a la vez que arqueaba las cejas—. Desolée…

El rey desoyó al mariscal pero cabeceó, consciente de que ese tono de burla iba dirigido más directamente a él que a sus súbditos españoles. Pero no se atrevió a responderle. Sabía que ningún militar lo consideraba un rey, sino algo parecido al gobernador de una provincia, y no estaba en condiciones de mostrarse más enérgico. Así es que, forzando una mueca para que no se desvelase su irritación, volvió a dirigirse al mensajero.

—¿Conoces el número de bajas, brigadier? Entre nuestras tropas, me refiero…

—Me temo que alrededor de mil, entre muertos y heridos. Pero las bajas españolas han ascendido a tres mil entre muertos, heridos y prisioneros.

—Gracias, brigadier. Puedes retirarte.

José Bonaparte esperó a que saliera el mensajero y pidió a continuación un refrigerio que compartió, a pesar de todo, con el ministro y el mariscal. Todavía quedaban por despachar algunos asuntos y aprobar varios decretos urbanísticos y de ayuda a la agricultura en la provincia. Y, sobre todo, recabar información sobre las actividades de la Junta Central, que continuaba organizando labores de resistencia en toda España y representaba un peligro real que empezaba a materializarse en forma de cuadrillas de bandoleros que atacaban a traición a las tropas francesas en muchos lugares del territorio liberado. Pero antes de regresar al trabajo, levantó su copa y dijo, lamentándose:

—Siento que mi hermano haya tenido que marchar a tierras de Austria. Le hubiese gustado conocer de primera mano estas noticias, seguro… Y a propósito, Ansorena —José Bonaparte se dirigió a su ministro aunque a quien miró fue al mariscal—: ¿Cuántos rebeldes quedan presos en nuestras cárceles?

El ministro Ansorena arrugó la frente, sorprendido por la pregunta. Y dudó en su respuesta.

—Con exactitud… no lo sé. En Madrid tal vez unos setenta, quizá más.

—Bien —el rey se llevó a la nariz una pizca de rapé y aspiró con fuerza—. Que mañana, al alba, sean todos ellos ajusticiados. Se acabaron las contemplaciones…

—Pero, majestad…

El rey José estornudó en su pañolito de seda.

—Bien, bien, sea como deseáis… Ponedlos en libertad.
Oh, mon Dieu
! Ya no sé cómo comportarme con estos españoles para acertar…

Afuera, el día seguía mortecino y el viento, del norte, traía olores de lluvia. En el interior de Palacio, Julie Clary, la esposa marsellesa de José Bonaparte, departía con sus amigas francesas el modo de celebrar el cuarenta y un cumpleaños de su esposo, y no acertaba a decidir, ahora que las cosas empezaban a calmarse, si al rey le agradaría celebrar el baile que no pudo organizarse el 7 de enero. Y, en tal caso, si debía invitar o no a algunos ciudadanos españoles con sus esposas, porque fiarse de ellos, aún, era un riesgo innecesario.

—No. Españoles no —le aconsejó su amiga Cristine—. Dicen que huelen a aceite de oliva o a vino picado.

—A las dos cosas, querida —afirmó otra—. A las dos cosas.

—¡Qué horror! —rió cursi la nueva reina Julie Clary—. No deberías salir tanto sin tu marido, Enriquette…

5

A las faldas de la sierra de Guadarrama, junto al paraje denominado las Piedras del Arcipreste, la partida de Zamorano permanecía acampada a la espera de entregarse a alguna misión depredadora sobre las tropas francesas. El paisaje nevado, hiriente como una daga momentos antes al suicidio, mantenía inmovilizados a los hombres y nerviosos a los caballos. Las frecuentes nevadas y el frío que las precedía habían convertido en mudos a los guerrilleros y empezaban a desmoralizar a alguno de ellos, los más pusilánimes. Hasta el mismo Sartenes, durante aquellos días, no parecía el mismo de siempre: canturreaba sólo por las mañanas para luego, desde las primeras horas de la tarde, convertir sus gargaritos en miradas escrutadoras salpicadas sobre el capitán, en busca de alguna señal que indicase que las cosas iban bien; o que fueran a cambiar.

Sin encontrarla.

Las rachas de viento cubrían sus rostros demudados con una fina ralladura de hielo que entumecía más los músculos con cada hora que pasaba y con cada día que amanecía sin un objetivo que los esperase. Acababa el mes de febrero de 1809 pero el invierno parecía estar en su apogeo: sólo unos rayos tibios del sol lograban de tarde en tarde recordar que seguía existiendo. Blanco el suelo y blanco el cielo, a veces llegaban a confundirse, como la realidad y la ficción. Y el verdor de las entrañas de algunos pinos sólo servía para cobijar esperanzas de que algún día se levantarían las nubes, renacería el sol y se toparían de lleno con la primavera.

Pero aquella mañana del 25 de febrero fue diferente a las demás. Todo seguía cubierto por la nieve, el cielo blancuzco se confundía en el horizonte y el viento, más agitado incluso que otros días, soplaba con fuerza, levantando remolinos del suelo y azotando los rostros como si la penitencia consistiese en un millón de minúsculos latigazos de agua helada. El campamento de Zamorano resistía las embestidas; las tiendas, sujetas con cuerdas de doble nudo a las estacas profundamente aseguradas, se balanceaban como galeras en la tempestad a punto de arrancarse del ancla; y los guerrilleros de guardia, más intimidados aún, se habían pertrechado entre la recua de caballos para defenderse de la cólera de la ventisca, que no cesaba.

Pero nada más hubo amanecido el día se desentumecieron deprisa y alzaron sus armas sobresaltados porque, desde allí abajo, como una procesión de hormigas, se dirigían hacia el campamento unos hombres que serpenteaban fatigosamente para arrancar los pies del suelo a cada paso y se esforzaban para alcanzar las peñas desnudas.

Un silbido prolongado de uno de los centinelas fue la primera señal de alerta cuando pudieron reaccionar y comprendieron que sus ojos no les engañaban. Zamorano, que se desperezaba ya en su tienda, se vistió apresurado y salió al exterior con el sable desenvainado. Otros guerrilleros oyeron el aviso y se asomaron también. Y al poco, una docena de hombres rodeaban a Zamorano y contemplaban perplejos el avance de los que llegaban sin saber si tenían que prepararse para combatir o si era preferible comunicarse con ellos de algún modo para que supiesen que estaban allí y que solicitaban su ayuda.

Other books

Jake's Thief by A.C. Katt
A Case for Calamity by Mackenzie Crowne
Miss Lacey's Love Letters by McQueen, Caylen
Picture Perfect by Catherine Clark
Disciplining Little Abby by Serafine Laveaux
Blind Justice by James Scott Bell
Fear the Darkness by Mitchel Scanlon
The Invisible Tower by Nils Johnson-Shelton
Harry the Poisonous Centipede by Lynne Reid Banks