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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (34 page)

—¡En el nombre del rey, abrid! —se oyó afuera, como un trueno.

Zamorano se incorporó y se envolvió en la sábana que arrancó del lecho.

—¡No vayas! —acertó a decir Teresa con los ojos suplicantes.

—No temas —respondió él.

El capitán salió esgrimiendo el sable hasta la puerta de la calle y aplicó el oído.

—¿Quién va? —preguntó, más grave aún. Desde el interior podía ver la luz de las linternas que portaban los intempestivos visitantes, colándose por debajo de la puerta y por las heridas de los costados, junto a unos goznes demasiado usados. Y oír la agitación de pasos inquietos preparándose para vencer la resistencia de tan débil portón—. ¿Quién se atreve a escandalizar a estas horas? —repitió.

Dos nuevos culatazos sobre la madera le respondieron. Y luego una orden tajante.

—¡Abrid la puerta en nombre del rey o será derribada!

Zamorano paseó los ojos por el interior de la casa, calculando la huida, y se detuvo en la abertura del ventanal, de par en par asomado a la calle. Pero recordó la altura y comprendió que no podía vencerla; menos aún Teresa y Sartenes. No había, pues, forma de huida ni resistencia para oponer. Descorrió el cerrojo y la puerta se abrió con estrépito empujada por la soldadesca, que entró en la estancia encañonándolo con sus armas. Un oficial se adentró más despacio, hasta situarse justo frente a él.

—Capitán de Granaderos del ejército rebelde don Manuel Zamorano, daos preso —recitó.

Zamorano no lo dudó. Adoptó la posición de firmes y entregó su sable al oficial con una marcialidad aprendida.

—Reclamo ser conducido con dignidad —dijo sin esconder los ojos—. Exijo de vuestro honor que me permitáis vestir ropas adecuadas.

—¿El vuestro me asegura que no intentaréis huir? —preguntó el oficial.

—Tenéis mi palabra —afirmó.

—Sea, pues —respondió el francés, sin apartar tampoco la mirada firme que se encuentra con la de otro soldado.

Zamorano se volvió, entró en la habitación donde estaba Teresa, le hizo un gesto para que se escondiera debajo de la cama y guardara silencio y se vistió tan pulcramente como pudo, con lo primero que encontró. Antes de transcurridos unos pocos minutos salió, afirmó con la cabeza al oficial su disponibilidad y abandonó la casa camino de la prisión.

Como un ataúd en un duelo: dirigido, conducido y escoltado. Pero sin bajar en ningún momento la cabeza ni los ojos. Como un orgulloso general subiendo los peldaños del cadalso.

Después de pensarlo mucho, Teresa, Ezequiel y Sartenes concluyeron que no podían abandonar al capitán a su suerte y decidieron que, al menos, debían hacer lo posible para conocer su paradero. Habían pasado cuatro días desde su detención y el miedo, que los mantuvo inmovilizados los dos primeros, dejó paso el tercero a la rabia y el cuarto a la indignación. Al principio no sabían qué pensar. Les sorprendía no haber sido detenidos junto a él y desconocían cómo había podido ser descubierto y localizado. Pero al tercer día Teresa, a pesar de la rabia, dedujo con lucidez que algo así sólo podía ser producto de la denuncia de un enemigo y al cuarto, llena de indignación, reparó en que el peor enemigo son los celos y que sólo en una mujer, precisamente en la marquesa, podía encontrarse la causa de su desgracia. La lucidez es como un ataque de locura, pero al revés, y en ese estado se puede ver lo que de otro modo resulta invisible.

Ezequiel admitió de inmediato la conjetura. Sólo ella conocía la presencia en Madrid de Zamorano; sólo ella podía saber su domicilio y nadie con más motivos, después del abandono, para fraguar una venganza. Lo más grave de la situación, en tal caso, era que el capitán sería juzgado como rebelde y condenado a morir, de acuerdo a las leyes; y que sin saber qué cargos había denunciado la marquesa, cuál era la acusación en concreto, nada podía hacerse en su defensa.

Pero el maestro añadió un pensamiento más que esta vez se atrevió a expresar en voz alta: habían llegado a Madrid para cumplir una misión y todavía no estaba terminada, y por mucho que le doliese decirlo todos tenían que comportarse como patriotas y comprender que el curso de los acontecimientos no podía impedir lograr los objetivos perseguidos, con o sin el capitán al mando. En definitiva, si hubiese sido él quien cayera en manos del enemigo, o Sartenes, o incluso Teresa, nada le habría impedido a Zamorano continuar las pesquisas y alcanzar lo propuesto. Seguramente él, estuviese donde estuviese, estaría ahora pensando que el plan debía llevarse a término y que sus amigos lo harían. Por lo tanto, mientras no fuesen descubiertos, su deber con el rey y con España era continuar el camino emprendido.

—A mí ya no me quedan fuerzas… —Teresa se dejó caer en una silla, abatida.

—Entonces proseguiremos solos Sartenes y yo —respondió el maestro, decidido—. Basta con que tú no salgas mucho de casa y cuando lo hagas disimules cuanto puedas tu inquietud.

—Pero necesito saber… —sollozó Teresa.

—Desde luego —terció Sartenes—. Traeremos noticias del paradero del capitán y aplicaremos el oído para enterarnos qué va a ser de él.

—¡Y del paradero de esa marquesa! —Teresa se puso de pie y se agarró a la camisola de Ezequiel, encolerizada—. ¡Quiero saber dónde puedo encontrarla! ¡La voy a matar con mis propias manos!

—Vamos, vamos… —la abrazó el maestro—. Cálmate ahora. Cada cosa a su tiempo. Primero vamos a ocuparnos del capitán.

—Pero no penes —aseguró Sartenes—. A cada cerdo le llega su San Martín y a esa mujer está a punto de sonarle la hora.

Camino de la calle Mayor, Ezequiel y Sartenes anduvieron deprisa, sin hablar, cada cual sumido en sus pensamientos. Las calles de Madrid tenían la luz de una moneda de oro recién acuñada. El sol, estrellándose contra las fachadas de los edificios, dejaba un millón de triángulos negros allá donde no llegaba, bajo balcones y voladizos, tras enrejados y soportales, entre vigas y sobre chimeneas, componiendo un cuadro imposible de describir. Los madrileños caminaban siempre junto a las fachadas en sombras, como si temiesen exponerse a la luz, y sorprendía observar que, a pesar de la luminosidad de toda la villa, fuesen tan escasos los tiestos, macetas y plantas asomados a los balcones y ventanas, tal vez porque ni los geranios ni las otras flores fueran necesarios para embellecer lo que ya resultaba hermoso en sí mismo. Las calles de Madrid, tan confusas por sus requiebros, eran laberintos que poseían el don de la atracción. Y pasear por Madrid era adentrarse en ese extraño laberinto del que se aceptaba sin duelo su acogedora existencia; y por demás se descubría que lo que se deseaba no era vencerlo, ni salir de él, sino vivir en sus recovecos y esquinas porque el laberinto mismo era la ciudad y lo más sobresaliente de su grandeza era desconocer lo que esperaba al caminante cuando llegaba a vencer el siguiente recodo.

Aquí y allá, manolos y chulapas gustaban de conversar, pausadamente y en alta voz, arracimados a una farola o enquistados en medio de la calle, seguros de que no cabía la prisa ni trabajo había que no pudiera esperar a mejor ocasión. Madrid tenía, sobre todo, madrileños: quizá una vocación de casa-cuna, hospicio y orfanato, ciudad acogedora de niños y hombres sin revisar colores, orígenes ni acentos; ni falta que le hacía.

Aquellos madrileños no presumían de serlo. Ni de valerosos o temerarios. Pero cuando hubo que dar la cara, la ofrecieron para que se la partiesen, sin reservarla porque de todos modos, incluso partida, seguiría siendo guapa. Y si no era así, se disimulaba. Ni presumidos ni discretos, en apariencia. La gente no hablaba en voz baja, nada parecían esconder, pero entre sus palabras visibles se agazapaban vocablos ininteligibles, frases sin terminar, gestos vociferantes como desdenes o impertinencias, códigos de secretos, jerga, sobreentendidos, motes ingeniosos, risas y, en ocasiones, pausas desconcertantes. Los madrileños habían aprendido a dominar un idioma sin traducción, el arte de una conversación en la que sólo ellos parecían encontrar la forma de esquivar oídos inadecuados. Y así se había empedrado un camino donde encontrar la libertad por el lenguaje. Las palabras tenían un significado mágico que representaba un modo de resistencia imposible de combatir. Como lo eran las ropas y las miradas, los pensamientos y las intenciones. Claves de un secreto que Madrid, como pueblo dominado, sabía conservar y regar para que la planta de la identidad no se agostase por muchos que fuesen los tiempos del dominio y el celo de los guardianes.

En las calles, sobre todo en las callejuelas quebradas, resonaban voces imposibles de entender. Llamadas que viajaban de los balcones a los soportales y se devolvían desde los bajos a las azoteas, inexplicablemente descifradas por su música, el tono y la inflexión de la voz. Todos ellos parecían tener una larga experiencia en soportar al gobierno instalado en la ciudad, fuese de su gusto o no; que casi nunca lo era. Y cuando los forasteros les buscaban con cuitas o pleitos para convertirlos en cómplices de lo que los gobiernos hacían o dejaban de hacer por los otros lugares del reino, de inmediato invitaban socarronamente al interlocutor a llevarse la Corte a su ciudad, con la secreta esperanza de que aceptase. Pero siempre los viajeros respondían que no: era más fácil acusar que asumir. Y entonces el madrileño callaba, sonriendo para los adentros, convencido de que sólo se tragan los sapos cuando se permanece con la boca abierta, alelado.

Ciudad hermosa. Sin resentimiento ni rencores. Dueña del sosiego y lejos de la ira aunque fuese acusada de soberbia porque presentaba el silencio en bandeja de plata finamente labrada cuando respondía al insulto llegado desde la ignorancia, la incomprensión o la envidia. Y todo ello porque lo más extraordinario del prodigio, en una ciudad rebosante de verdaderos prodigios, era que casi ninguno de sus vecinos había nacido en Madrid, sino que eran forasteros que un día llegaron en busca de pan y se quedaron porque el pan no era mucho, pero la sonrisa del tahonero resultaba conmovedora.

En todo ello pensaba Ezequiel mientras pisaba unas calles que no se quejaban de las botas que arañaban su suelo, sembrado de adoquines o dispuesta la tierra para ser sepultada por la piedra y la tiranía.

Pero de pronto miró a su amigo y se dio cuenta de que tanto silencio era una extraña actitud en Sartenes. E, inquieto, lo miró sin creer que la gravedad de la situación fuera la causa que lo explicara todo.

—Muy callado te veo, amigo mío —le dijo—. ¿Estás enfermo?

—No sé, algo me pasa por aquí —se señaló la cabeza.

—Es la primera vez que te pasa algo por ahí… —sonrió el maestro.

—Pues…, qué sé yo. —Se golpeó la cabeza con la palma de la mano—. Es… como si aquí dentro algo tratase de escapar del recuerdo del capitán pero no lo consiguiera…

—Eso es nostalgia, Sartenes —le palmeó la espalda el maestro—. ¡Nostalgia!

—Pues será eso… —se conformó el hombre.

El bullicio de las calles a esa hora y la indiferencia de los vecinos al drama que vivían eran comprensibles. Nadie repara en el luto del prójimo si no conoce su dolor ni el penitente lo comunica. La soledad del huérfano es tan profunda porque la vida que lo rodea ignora su orfandad y el doliente, además, la esconde por pudor o por prudencia. O por desgana de airearlo. Y aunque la compasión es necesaria ante el aguijón de las heridas, cuesta tanto describir el dolor mientras escuece el veneno que se prefiere sobrellevarlo en soledad, cada vez mortificando más, cada vez más lacerante, pero resguardado en un secreto del corazón como si de un pecado se tratase.

—¿Y eso de la nostalgia es grave? —se rascó de pronto la coronilla Sartenes.

—Sólo si le das de comer —respondió enigmático el maestro.

—¿Ah, sí? —Sartenes no le entendió pero tampoco se atrevió a preguntar más—. Creo que tienes razón, maestro. Un poco sí he engordado, sí.

Ezequiel y su amigo no podían compartir con nadie el dolor ni sabían a dónde dirigirse ni a quién preguntar el camino. Por eso las dudas comenzaron a quemar los pensamientos del maestro. Sin poder hablar, ni tener a dónde ir, lo más prudente sería, seguramente, abandonar al capitán a su suerte y centrarse en la búsqueda del equipaje real, para cumplir la misión encomendada. Pero, por otra parte, si quedaba alguna posibilidad de salvar la vida de Zamorano, por pequeña que fuese, tenía la obligación de intentarlo, y ello sólo era posible conociendo su situación y la acusación que lo había llevado a la cárcel. Pero, ¿a quién preguntar? Y sobre todo, ¿cómo presentarse ante las autoridades sin ser arrestados también en calidad de cómplices o como sospechosos de idéntica acusación?

—Creo que me he perdido. No sé por dónde empezar —confesó Ezequiel a Sartenes.

—Las señas de la marquesa las ha de conocer mucha gente, a buen seguro —replicó Sartenes.

—¿La marquesa? Pero no es a ella a quien buscamos ahora. —Ezequiel movió la cabeza a un lado y otro, apretando los labios—. Además, de nada nos serviría esa información… Si acaso para ser denunciados y arrestados también. ¿O quieres que nos presentemos en su casa y le preguntemos si es una traidora al servicio del extranjero?

—¡Pero si ya sabemos que lo es! —Sartenes afirmó con la cabeza arriba y abajo y con la boca fruncida.

—Pues entonces huelga perder el tiempo. Lo que necesitamos es recabar noticias sobre el tesoro del rey.

—Y del capitán —añadió Sartenes.

—Claro. Y del capitán —coincidió Ezequiel.

A esa misma hora, Cayetana Queipo de Llano, marquesa de Laguardia, entraba con un salvoconducto del coronel Lamarque, con quien finalmente se había entendido muy bien, en la cárcel de Casa y Corte de Fuencarral para ver al preso Manuel Zamorano.

El capitán recibió la noticia de la visita tendido en su camastro, sucio y desaliñado, con barba de cuatro días y el cabello revuelto. Al principio no quiso aceptarla y rehusó entrevistarse con ella, pero el oficial de la guardia le recordó su condición de militar y le urgió a cumplir las órdenes, escoltándolo personalmente hasta una sala contigua, en donde aguardaba la señora.

—¡Qué aspecto más horrible, Manuel! —dijo nada más verlo, llevándose el pañolito a la nariz como para sobreactuar sus condolencias y manifestar su repulsión—. ¿Qué te han hecho?

—Tú deberías saberlo —respondió el capitán, con mirada severa—. ¿Así que esta era tu venganza? No la has demorado mucho, vive Dios.

—¿Piensas que yo…? —Cayetana fingió escandalizarse y, de inmediato, entristecerse—. Pero…, ¿cómo puedes pensar…?

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