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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El secreto del universo (36 page)

Hace algunos años había una revista llamada
Intellectual Digest
, llevada por una gente muy agradable, pero que por desgracia no sobrevivió más que un par de años. Habían publicado varios artículos en contra de la ciencia, y pensaron que quizá deberían publicar alguno en su defensa, así que me pidieron que lo escribiera.

Así lo hice, y me lo compraron y pagaron; pero jamás lo publicaron. Tengo la sospecha (pero no estoy seguro) de que pensaron que ofendería a sus lectores, que seguramente eran en su mayoría partidarios de ese intelectualismo blando que considera de buen tono no saber una palabra sobre ciencia.

Posiblemente a este público le impresionara un articulo de Robert Graves que fue reproducido en el número de abril de 1972 de
Intellectual Digest
y que, en apariencia, abogaba por el control de la ciencia por la sociedad
[25]
.

Graves es un clasicista educado en la tradición de las clases altas inglesas en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Estoy seguro de que sabe mucho más sobre el helenismo precristiano, por ejemplo, que sobre la ciencia posindustrial, lo cual hace de él una dudosa autoridad en lo relativo a los descubrimientos científicos; pero éstas son sus palabras:

«En la antigüedad, la utilización de los descubrimientos científicos estaba celosamente vigilada por motivos sociales; esta vigilancia era ejercida por los mismos científicos o por sus gobernantes. Así, la máquina de vapor inventada en el Egipto de Tolomeo para bombear el agua hasta la parte más elevada del famoso faro de la isla de Faros pronto fue abandonada, parece ser que porque fomentaba la pereza entre los esclavos que antes subían los odres de agua por las escaleras del faro.»

Por supuesto, todo esto no son más que paparruchas. La «máquina de vapor» inventada en el Egipto de Tolomeo era un bonito juguete incapaz de bombear agua a más de treinta centímetros de altura, y mucho menos hasta la cima de Faros.

Pero pasemos esto por alto. El relato aleccionador de Graves es esencialmente cierto, aunque no lo sea en todos sus detalles. Es cierto que la época helenística (323-30 a. C.) vio apuntar el nacimiento de una especie de era industrial, y la súbita interrupción de estos progresos pudo haberse debido, al menos en parte, a que la mano de obra esclava era tan fácil de obtener que no había mucha demanda de maquinaria.

Es incluso posible alegar razones humanitarias contra la industrialización, basándose en que si las máquinas sustituían a los esclavos, ¿qué se iba a hacer con el excedente de éstos? ¿Dejarlos morirse de hambre? ¿Matarlos? (¿Quién dijo que los aristócratas no son humanos?)

Por tanto, Graves y otros como él afirman que el control de la ciencia por la sociedad en la antigüedad tenía el propósito de garantizar la pervivencia de la esclavitud.

¿Es esto lo que verdaderamente queremos? ¿Tendrán que presentar batalla todos los idealistas anticientíficos al grito de «Viva la esclavitud»? O, dado que la mayoría de los idealistas anticientíficos se consideran a sí mismos artistas, caballeros del campo, filósofos o lo que sea, y
nunca
esclavos, ¿no deberían más bien gritar «Viva la esclavitud para los demás»?

Claro que algún gran pensador podría refutar mi argumento afirmando que el tipo de vida mecanizada que proporciona la tecnología moderna no es mejor que la suerte de los esclavos de la antigüedad. Este tipo de argumentos fue el utilizado antes de la guerra civil americana para denunciar la hipocresía de los abolicionistas de los Estados libres, por ejemplo.

No es un argumento totalmente trivial, pero dudo mucho que cualquier obrero de una fábrica de Massachussets consintiera voluntariamente en ser un operario negro de una granja de Mississippi basándose en que las dos profesiones son equivalentes. O que un operario negro de una granja de Mississippi se negara a trabajar en una fábrica de Massachussets porque no le pareciera una mejora de su condición de esclavo.

John Campbell, el antiguo director de
Analog Science Fiction
, iba todavía más lejos. Creía (o fingía creer) que la esclavitud tenia sus ventajas, y que en cualquier caso todo el mundo era un esclavo. Siempre decía:

—Eres un esclavo de tu máquina de escribir, ¿verdad, Isaac?

—Sí, John, lo soy —respondía yo— si utilizas el término como una metáfora en mi caso y como una realidad en el caso de los negros que trabajaban en los campos de algodón en 1850.

El decía:

—Tú trabajas tantas horas como los esclavos, y no te tomas vacaciones.

Yo decía:

—Pero no hay un capataz con un látigo detrás de mi que se
encargue
de que no me tome vacaciones.

Nunca le convencí, pero no cabe duda de que me convencí a mi mismo.

Algunas personas sostienen que la ciencia es amoral, que no hace juicios de valor, que no sólo pasa por alto las necesidades más profundas del género humano, sino que las ignora totalmente.

Consideremos, por ejemplo, las opiniones de Arnold Toynbee, que, como Graves, es un inglés de clase alta educado en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial.

En un articulo publicado en el número de diciembre de 1971 de
Intellectual Digest
, dice: «En mi opinión, la ciencia y la tecnología son incapaces de satisfacer las necesidades espirituales que todas las religiones intentan resolver.»

Les ruego que observen que Toynbee es lo bastante honrado como para decir «intentan».

Pues bien, ¿qué es lo que preferirían ustedes: una institución que no se ocupa de los problemas espirituales, pero que en cualquier caso los resuelve, o una institución que habla continuamente de los problemas espirituales, pero que no hace nunca nada por resolverlos? En otras palabras, ¿qué prefieren: hechos o palabras?

Piensen en la cuestión de la esclavitud humana. No cabe duda de que esta cuestión debería preocupar a aquellos que se sienten interesados por las necesidades espirituales del género humano. ¿Es correcto, es justo, es ético que un hombre sea amo y otro hombre esclavo? Es evidente que no se trata de una pregunta a la que deban responder los científicos, ya que no es algo que pueda resolverse estudiando reacciones en tubos de ensayo u observando los movimientos de las agujas en las esferas de los espectrofotómetros. Es una pregunta para los filósofos y teólogos, y todos sabemos que han tenido tiempo de sobra para reflexionar sobre ella.

A lo largo de toda la historia de la civilización y hasta la época moderna, la riqueza y prosperidad de un número relativamente pequeño de personas ha estado basada en la brutal explotación y en las miserables existencias de un enorme número de campesinos, siervos y esclavos. ¿Qué es lo que tenían que decir nuestros líderes espirituales sobre esta cuestión?

La Biblia es la fuente principal de consuelo espiritual, al menos en nuestra civilización occidental. Lean entonces la Biblia, desde el primer versículo del
Génesis
hasta el último versículo del
Apocalipsis
; no encontrarán ni una sola palabra condenando la esclavitud como institución. Hay muchas generalizaciones sobre el amor y la caridad, pero ninguna propuesta práctica relativa a la responsabilidad de los gobiernos para con los pobres y desheredados.

Repasen todas las obras de los grandes filósofos de la historia: no encontrarán ni el más leve susurro condenando la esclavitud como institución. Aristóteles tenía bastante claro que algunas personas parecían tener el temperamento adecuado para ser esclavos.

Lo cierto es que ocurría justamente lo contrario. Los líderes espirituales se manifestaban con bastante frecuencia a favor de la esclavitud como institución, ya fuera de manera directa o indirecta. No faltaron quienes justificaban el secuestro por la fuerza de los negros africanos para llevarlos a América como esclavos con el argumento de que de esta manera eran convertidos al cristianismo, y que la salvación de sus almas compensaba con creces la esclavitud de sus cuerpos.

Y cuando la religión atiende a las necesidades espirituales de los esclavos y los siervos asegurándoles que su situación en la tierra es la voluntad de Dios y prometiéndoles una vida de eterna bienaventuranza después de la muerte si no cometen el pecado de rebelarse contra la voluntad de Dios, ¿quién resulta más beneficiado? ¿El esclavo cuya vida puede resultar más soportable por la perspectiva del paraíso futuro? ¿O el amo que no tiene que preocuparse tanto por mejorar la triste suerte de los oprimidos ni temer una posible revuelta?

¿Cuándo empezó entonces a admitirse que la esclavitud era una injusticia cruel e intolerable? ¿Cuándo se acabó con la esclavitud?

Pues con el alborear de la revolución industrial, cuando las máquinas empezaron a sustituir a los músculos.

Y si vamos a eso, ¿cuándo surgió la posibilidad de la democracia a gran escala?

Cuando los medios de transporte y de comunicación de la era industrial abrieron la posibilidad de desarrollar los mecanismos de una legislatura representativa en amplias zonas, y cuando el flujo de mercancías baratas de todas clases manufacturadas por las máquinas convirtió a las «clases bajas» en valiosos clientes a los que había que mimar.

¿Y qué creen que ocurriría si ahora nos apartáramos de la ciencia? ¿Si una noble generación de jóvenes renunciara al materialismo de una industria que parece más preocupada por las cosas que por los ideales y optara, a toda marcha atrás, por un mundo en el que todos se deshicieran en lamentaciones sobre el amor y la caridad? Pues que, sin la maquinaria de nuestra materialista industria, seria inevitable que volviéramos a caer en una economía basada en la esclavitud, y podríamos servirnos del amor y la caridad para mantener tranquilos a los esclavos.

¿Qué es lo mejor? ¿La ciencia amoral que acabó con la esclavitud o la espiritualidad que no lo hizo a lo largo de miles de años de cháchara?

Y la esclavitud no es la única cuestión sobre la que podemos llamar la atención.

En la era preindustrial el género humano era victima de los constantes ataques de las enfermedades infecciosas. Ni todo el amor paterno, ni todas las oraciones de los feligreses ni todas las sublimes generalizaciones de los filósofos eran capaces de impedir que un niño muriera de difteria o que media nación sucumbiera en una plaga.

Fue la fría curiosidad de los hombres de ciencia, que trabajaban sin hacer juicios de valor, la que amplió las formas de vida invisibles a simple vista para estudiarlas, la que dio con las causas de las enfermedades infecciosas, la que puso de relieve la importancia de la higiene, de que la comida y el agua estuvieran limpios, de contar con sistemas de alcantarillado eficaces. Fueron ellos los que elaboraron las vacunas, las antitoxinas, los medicamentos químicos y los antibióticos. Fueron ellos los que salvaron cientos de millones de vidas.

También fueron los científicos los que le ganaron la batalla al dolor y los que descubrieron cómo calmar los tormentos físicos que ni la oración ni la filosofía eran capaces de paliar. Pocos pacientes que vayan a sufrir una operación preferirían el consuelo espiritual a la anestesia.

¿Es
únicamente
la ciencia la que es digna de elogio?

¿Quién puede negar los logros del arte, de la música y la literatura, que existen desde mucho antes que la ciencia? ¿Y qué puede ofrecer la ciencia que sea comparable a estas bellezas?

En primer lugar, podríamos señalar que la visión del Universo que nos ha sido revelada gracias al cuidadoso esfuerzo de cuatro siglos de científicos modernos supera con mucho en belleza y majestad (para los que se tomen la molestia de contemplarla) a las creaciones de todos los artistas de la humanidad juntos, y a todas las invenciones de los mitólogos, si a eso vamos.

Aparte de esto, también es cierto que en las épocas anteriores al advenimiento de la tecnología moderna, la plena floración de las artes y del intelecto humano estaba reservada a las pocas personas adineradas y pertenecientes a la aristocracia. Fueron la ciencia y la tecnología modernas las que consiguieron que los libros fueran baratos y abundantes. Fueron la ciencia y la tecnología modernas las que pusieron a disposición de todo el mundo el arte, la música y la literatura, facilitando hasta a los más humildes el acceso a las maravillas del espíritu humano.

¿Pero no nos han traído la ciencia y la tecnología toda clase de efectos secundarios no deseados, desde el peligro de una guerra nuclear hasta la contaminación sonora de la música de
rock
duro en la radio?

Sí, y no es nada nuevo. Cada avance tecnológico duradero, por primitivo que fuera, ha producido también efectos no deseados. El hacha de piedra proporcionó más alimentos al género humano… y agravó las consecuencias de las guerras. El empleo del fuego proporcionó al género humano luz, calor y más y mejor comida… y la posibilidad de los incendios provocados y de ser quemado en la hoguera. El desarrollo del lenguaje humanizó al hombre… y al mismo tiempo posibilitó la aparición de la mentira.

Pero es asunto del hombre elegir entre el bien y el mal…

En 1847 el químico italiano Ascanio Sobrero fabricó nitroglicerina por primera vez. Calentó una gota, lo que provocó una estruendosa explosión. Sobrero se dio cuenta, horrorizado, de sus posibles aplicaciones bélicas, e inmediatamente dejó de investigar en aquella dirección.

Por supuesto, esto no sirvió de nada. Otros continuaron sus investigaciones, y medio siglo más tarde la nitroglicerina, junto con otros explosivos detonantes, era utilizada con fines bélicos.

¿Significa esto que los explosivos detonantes son absolutamente nocivos? En 1866, el inventor sueco Alfred Bernhard Nóbel descubrió que mezclando nitroglicerina con tierra fósil se conseguía una mezcla que podía manejarse sin ningún peligro, a la que llamó «dinamita». Con la dinamita se podía excavar la tierra mucho más rápidamente que con el pico y la pala usados hasta entonces, y los hombres no se veían obligados a realizar ese trabajo penoso y embrutecedor.

La dinamita contribuyó a abrir el camino a las vías de ferrocarril construidas en las últimas décadas del siglo XIX, a construir presas, ferrocarriles suburbanos, cimientos para los edificios, puentes y otras mil obras a gran escala de la era industrial.

Después de todo, es el hombre el que decide utilizar los explosivos para construir o destruir. Si elige esto último, no será culpa del explosivo sino de la insensatez humana.

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