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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (11 page)

—¿Y ustedes lo cuestionan? —dijo Fabel. Miró el reloj para saber cuánto tiempo le quedaba antes de encontrarse con Suzanne en la planta superior del Alsterhaus.

—Es una falsedad absoluta —prosiguió el eslavo, impertérrito—. La gente se moría de hambre en toda la Unión Soviética por la absurda manía de Stalin de colectivizarlo todo, eso es cierto, pero en 1927 empezamos a «ucranizar» nuestro país. Convertimos el ucraniano, no el ruso, en nuestra lengua oficial. Stalin nos vio como una amenaza, de modo que trató de exterminarnos dejándonos morir de hambre, y eliminó a más del 25 por ciento de la población. Por favor, su firma nos ayudará a que este crimen sea reconocido por lo que fue: un genocidio. Necesitamos que el gobierno alemán, el inglés y otros hagan lo que España ya ha hecho y reconozcan formalmente el Holodomor como un crimen contra la humanidad.

—Lo lamento. No digo que no vaya a apoyar su postura, pero no puedo firmarle esto hasta que sepa más de lo que ocurrió. Necesito investigar más por mi cuenta.

—Lo comprendo —le dio un folleto a Fabel—. Aquí se indica dónde puede encontrar más información, no sólo de nuestra organización. Pero, por favor, señor, cuando haya leído todo esto, entre en nuestra página web y añada su nombre a nuestra lista.

Cuando Fabel levantó la vista del folleto el ucraniano ya estaba abordando a otro transeúnte de la marea que llenaba la acera.

Fabel subió hasta la planta superior del Alsterhaus. Susanne todavía no había llegado, de modo que pidió un café y se sentó en el bar, junto a las escaleras mecánicas, mirando hacia el sitio en el que habían acordado encontrarse. Miró un momento el folleto que le había entregado el ucraniano. Hasta entonces, Fabel no había oído nunca la palabra Holodomor, pero sí sabía de la gran hambruna de la década de 1930. En los años ochenta, el asesino en serie ucraniano Andrei Chikatilo mencionó el Holodomor como parte del motivo por el cual se había convertido en caníbal, pues el hermano de Chikatilo fue asesinado y devorado por aldeanos hambrientos, si bien todo eso ocurrió antes de que él naciese. Un detalle que los impulsores de la campaña habían decidido omitir del folleto, muy comprensiblemente, era que una de las consecuencias del Holodomor fue un canibalismo masivo. Las autoridades soviéticas organizaron tribunales especiales para juzgar y ejecutar a la gente que fue hallada culpable de haber consumido carne humana. Los angustiados padres debían buscar sitios secretos donde enterrar a sus hijos cuando morían, porque era normal que los cadáveres fueran desenterrados y usados como alimento. X todavía peor, se dieron algunos casos de padres que mataron y se comieron a sus propios hijos. Incluso en ese momento, en Ucrania había un número inusitadamente alto de asesinatos en serie relacionados con el canibalismo.

Pero, para Fabel, Ucrania tenía un solo significado: era la oscura cuna de la que había salido Vasyl Vitrenko. Fue tal vez esta idea la que impulsó a Fabel a sacar el móvil y llamar a María Klee. El teléfono sonó unas cuantas veces antes de cambiar de tono, como si la llamada hubiera sido desviada a su teléfono móvil. Al contestar, la voz sonó apagada y desanimada.

—¿María? Soy Jan. Sólo llamaba para saber cómo estás. ¿Llamo en mal momento?

Fabel pensaba que María no se había aventurado demasiado a salir de su piso durante su baja por enfermedad. Interpretó el hecho de que no estuviera en casa como una buena señal.

—Oh, estoy bien… —María sonaba sorprendida—. Sólo he salido a hacer algunas compras. ¿Cómo estás tú?

—Bien. También de compras, en el Alsterhaus. ¿Cómo va la terapia? —Fabel hizo una mueca ante su torpeza. Al otro lado de la línea hubo una pequeña pausa.

—Bien. Voy progresando. Pronto volveré al trabajo, aunque sin ti no será lo mismo.

—¿Es eso bueno o malo? —La risa de Fabel sonó falsa.

—Malo. —Ahora no hubo risas—. Jan… creo que yo también podría dejarlo pronto.

—María, eres una excelente policía, y tienes todavía un gran futuro por delante —Fabel se oyó decir lo que sus superiores le habían dicho a él muchísimas veces—, pero es tu decisión. Si hay algo que he aprendido en estos dos últimos años es que, si crees que debes hacer algo, no esperes: hazlo.

—Es exactamente lo que he estado pensando. Últimamente… bueno, con todo lo que ha pasado…

Había algo extraño en la voz de María, una distancia, una lejanía, que para Fabel intensificaba cada centímetro de aire vacío que había entre ellos. Era la voz de alguien perdido y Fabel sintió que el pánico se le acumulaba en el pecho.

—María… ¿Por qué no paso por tu casa esta tarde y nos vemos? Creo que estaría bien que habláramos…

—Me gustaría, pero ahora no, Jan. No estoy preparada para ver a nadie del trabajo.

Creo que… ya sabes, con la terapia y todo eso… De hecho, el doctor Minks me ha dicho que me iría mejor evitar el contacto con mis colegas durante un tiempo.

—¿Ah, sí? Bueno, lo comprendo —dijo Fabel, aunque mentía—. Tal vez pronto.

Se despidieron y Fabel colgó. Cuando levantó la vista vio que Susanne había llegado y lo buscaba con la mirada.

Capítulo tres

19 21 enero

1

María apagó el móvil antes de volver a guardarlo en el bolsillo de su chaqueta. A Fabel no le había dicho ninguna mentira, pero lo que había hecho era, en realidad, mentir por omisión.

El mobiliario era típico de hotel barato. Sacó su ropa de la maleta y la colocó doblada en la cajonera de contrachapado laminado, actuando, como siempre, con una precisa economía de movimientos. Una vez hubo deshecho la maleta, y con la misma tranquilidad, colgó la chaqueta en un perchero, entró en el pequeño lavabo mal iluminado de la habitación, se arrodilló ante el retrete y se metió un largo y cuidado dedo índice en la boca. Vomitó casi al instante. Las primeras veces que lo hizo le llevó mucho tiempo: le lloraban los ojos y tenía muchas arcadas antes de conseguir vomitar.

Pero, ahora, su técnica se había refinado y era capaz de desencadenar el mecanismo de manera inmediata, lo cual le permitía vaciar el estómago rápida y fácilmente. Se levantó, se enjuagó la boca en el lavamanos y volvió al dormitorio.

Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Abajo, en la calle, había mucha actividad. Le llegaban voces en idiomas distintos al alemán: turco, parsi, ruso, ucraniano… Esta parte de la ciudad fundía y mezclaba culturas en vez de ensamblarías como en un mosaico. El hotel tenía seis plantas y la habitación de María estaba en la superior; miró por encima de las azoteas que se apiñaban bajo el cielo oscuro y nebuloso de invierno. Justo enfrente había un ático con terraza, tenía todas las luces encendidas y María vio a una mujer limpiando el apartamento. Era más bien joven, con una mata de pelo oscuro y una silueta voluptuosa. María pensó que podía ser turca. Le pareció que se contoneaba mientras pasaba el aspirador. No tenía idea de si la mujer vivía en el apartamento o tan sólo lo limpiaba, pero fuera cual fuese su categoría o situación, a María le parecía que era alguien que estaba totalmente cómoda con quién y qué era y dónde estaba. María sintió una punzada de celos y apartó la vista.

En la lejana Hamburgo hacía sol, pensó, mientras contemplaba las macizas agujas de la catedral de Colonia que perforaban el cielo sombrío.

2

Lo que más irritaba a Fabel era la alegría deliberada de Susanne. Sabía que ella estaba haciendo un gran esfuerzo para no dejar que su rabia contra él volviera a alcanzar el punto de ebullición. Susanne era de Múnich y culturalmente, estaba orientada hacia el sur y lo mediterráneo. Fabel envidiaba a menudo su capacidad de dejar que sus emociones afloraran y se desparramaran para, así, apagar la llama que había debajo.

Fabel, en cambio, era consciente de sus raíces doblemente norteñas. El mantenía sus emociones tapadas, como una olla a presión.

—¿Qué es? —preguntó Susanne, señalando el folleto de encima de la mesa. Fabel le explicó brevemente su encuentro con el activista ucraniano de la Jungfernstieg, frente al Alsterhaus.

—Ah… sí, ya los he visto. Pero no sabía que eran ucranianos. Ya me conoces, siempre me escabullo cuando veo a alguien que creo que me quiere vender algo.

—Tenían que ser ucranianos —dijo Fabel con tristeza—. ¿Por qué será que hay tantos ucranianos con esos ojos tan penetrantes? Ya sabes, tan pálidos, azul o verde intenso…

—Probablemente sea por la genética. ¿No me dijiste una vez que los ucranianos tienen mucha sangre vikinga?

—Mmm… —Fabel estaba claramente luchando por dilucidar una serie de pensamientos confusos, aleatorios—. Es sólo algo que de pronto se me hace evidente. Y, por supuesto… —Se contuvo.

—¿Vitrenko? —dijo Susanne con un suspiro—. Jan, pensaba que habías ahuyentado ese fantasma.

—Y lo he hecho. Es sólo que me he acordado de él al conocer a ese ucraniano de ahí fuera.

Como presintió que se avecinaba otra discusión, cambió de tema y pasó a hablar de su próximo viaje de fin de semana para ir a ver a su madre, y de qué pena que Susanne, que a su madre le caía tan bien, no pudiera acompañarlo. Pero mientras hablaba tenía en la cabeza algo de su conversación con María que le había inquietado.

Se prometió ir a verla cuando regresara de la visita a su madre, a pesar de lo que aconsejara el doctor Minks.

Después de comer, Susanne y Jan se dirigieron a la librería de Otto Jensen en el Arkaden, adonde se podía llegar dando un paseo desde el Alsterhaus. Otto los había invitado a asistir a la presentación de un libro que tendría lugar aquella misma tarde.

Jensen era el mejor amigo de Fabel desde los tiempos de la universidad. Era alto, flaco y una de las personas más torpes que Fabel había conocido en su vida; sin embargo, detrás de su torpeza había un intelecto agudísimo. A Otto le encantaban los libros y su negocio era probablemente la mejor librería independiente de la ciudad. Pero Fabel había pensado a menudo que su amigo podría haber brillado mucho más en algún otro campo.

Otto los recibió con mucha alegría pero luego les susurró entre dientes que el libro que se presentaba era terriblemente aburrido.

—No te lo podía decir antes —se justificó Otto—, porque no habrías venido. Lo siento, pero os necesitaba para hacer bulto.

—¿Para qué están los amigos? —dijo Fabel.

—Mira, esta vez el vino no está nada mal, y como tú eres medio escocés, medio frisio, he pensado que harías cualquier cosa por un trago gratis.

Y Otto organizó una pequeña recepción para el autor y unos cuantos invitados después de la presentación. La gente se repartió en grupos, bebió vino y charló.

Susanne y la esposa de Otto, Else, se habían hecho buenas amigas y estaban enfrasca das en una conversación sobre alguien a quien Fabel no conocía cuando Otto lo tomó del brazo y se lo llevó a otro lado.

—Hay alguien a quien quiero presentarte —dijo Otto.

—Espero que no sea el autor… —suplicó Fabel. Le había parecido que la presentación y al autor eran tan tediosos como Otto había prometido.

—No, nada que ver. Se trata de alguien infinitamente más interesante.

Otto guio a Fabel hasta un hombre más bien bajito de unos cincuenta años, vestido con un traje de lino beis que parecía haber llevado todos los días de la semana sin que hubiese pasado nunca por la plancha.

—Te presento a Kurt Lessing —dijo Otto. El hombre del traje arrugado le ofreció la mano. Tenía un rostro inteligente que ocultaba cierta belleza tras unas gafas demasiado grandes que necesitaban que las limpiaran—. Debo advertirte de que está bastante loco, pero hablar con él resulta muy interesante.

—Gracias por la introducción —dijo Lessing. Sonrió a Fabel, pero su atención se centró inmediatamente en Susanne, que acababa de incorporarse al grupo. Hizo una media reverencia y levantó la mano hacia sus labios—. Es un verdadero placer —dijo sonriendo con cara de lobo hacia ella. Fabel se rio ante aquel despliegue deliberadamente notorio de atracción—. Es usted una mujer extraordinariamente bella, Frau Doktor Eckhardt.

—Gracias —dijo Susanne.

—Debo señalar, Susanne —intervino Otto—, que, a pesar de que parezca evidente, en realidad es un inmenso honor que Kurt te haya dicho esto. Has de saber que es un especialista en belleza femenina reconocido a nivel mundial.

—¿En serio? —Susanne miró a Lessing con escepticismo.

—En serio —respondió Lessing mientras hacía otra de sus pequeñas reverencias—. He escrito la obra definitiva sobre la belleza femenina a lo largo de los siglos y a través de las distintas culturas. Es mi especialidad.

—¿Es usted escritor? —preguntó Fabel.

—Soy antropólogo —contestó Lessing sin desviar la vista de Susanne—. Y, en menor medida, crítico de arte. He combinado los dos campos. —Finalmente se volvió hacia Fabel—. Estudio antropología del arte y estética. Escribí un libro sobre la forma femenina a través de los siglos, sobre cómo el ideal de belleza se ha transformado de manera radical a lo largo de los tiempos.

—¿Tanto ha cambiado? —Preguntó Susanne—. Es algo que me parece interesante.

Soy psicóloga.

—Belleza e inteligencia: eso sí que ha sido universalmente atractivo a lo largo de toda la experiencia humana. Pero, para responder a su pregunta, sí, es cierto que ha sufrido variaciones radicales. Lo que resulta especialmente interesante es que nuestro ideal de belleza femenina ha cambiado más rápidamente durante el último siglo que en cualquier otro período de la historia de la humanidad. No hay duda de que los medios de comunicación han desempeñado un papel fundamental. Tan sólo cabe comparar las sirenas de la pantalla en los años cuarenta y cincuenta con las modelos flacas como palos de hoy en día. Lo que me parece particularmente sorprendente es la manera en que, dentro de un período determinado, uno puede encontrarse con distintos ideales de belleza que van en paralelo dentro de la misma cultura.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Susanne.

—No hay ningún hombre que encuentre atractivas a las modelos de pasarela delgadas como palos; no obstante, ellas son la definición femenina de la belleza. Esta exigencia de delgadez es una extraña tiranía ejercida por las mujeres sobre sí mismas.

Las características que nos diferencian a los géneros son lo que nos hacen atractivos entre nosotros: a los hombres les gustan las curvas; a las mujeres, los ángulos.

—Pero eso contradice lo que ha dicho usted antes —dijo Fabel. Le parecía que una broma estaba bien, pero empezaba a hartarse de la fijación de aquel tipo bajito con Susanne—. Ha dicho que el «ideal» de belleza femenina ha cambiado a lo largo de los siglos.

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