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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (33 page)

12

Mientras Scholz iba a la cocina a servirse otra cerveza y a preparar un café para Fabel, éste puso las fotografías de las dos víctimas de lado sobre la mesa: imágenes en vida y una vez muertas.

—Antes de venir a Colonia estuve hablando con un antropólogo —dijo en voz alta para que Scholz lo oyera desde la cocina—. Era experto en el ideal de belleza femenina a través de los tiempos; no tanto en lo que es la belleza, sino en lo que con sideramos bello. Hubo un tiempo en que estas dos mujeres habrían cuadrado en este ideal a la perfección: con una ligera forma de pera, la parte superior del cuerpo más delgada y un poco de carne acumulada alrededor de las caderas y el vientre. Justo hasta la Primera Guerra Mundial, de hecho. Luego vino la moda de los años veinte, después el cuerpo tipo guitarra, y luego la flacucha.

—¿Adonde quieres llegar? —Scholz salió de la cocina y le ofreció el café a Fabel.

—Estas mujeres no tenían un tipo apetecible para lo que hoy se lleva. Tal vez quisieran hacer algo al respecto.

Fabel se puso a buscar entre los archivadores.

—¿Qué buscas? —preguntó Scholz.

—Carnets de gimnasios, de clubs de dieta… Cualquier indicio de que hubieran sopesado la posibilidad de operarse. Folletos de cirujanos plásticos, cosas así.

—Pero no había nada realmente deforme en ninguna de ellas… —Scholz se puso a buscar con él—. Quiero decir que no tenían el culo tan gordo.

—Te sorprenderías de lo que las mujeres son capaces de hacer ante el más mínimo de los defectos.

Al cabo de diez minutos ya habían encontrado una selección de opciones, todas de Sabine Jordanski. Iba a un gimnasio privado dos veces a la semana, se sometía regularmente a tratamientos de belleza en un salón e iba a nadar cada miércoles si tenía la tarde libre. En el caso de Melissa Schenker no encontraron nada.

—Tiene que haber algo. —Fabel se pasó las manos por el pelo.

—Tal vez Melissa Schenker no estuviera tan obsesionada con su cuerpo —dijo Scholz—. Se pasaba la vida en su propio universo electrónico, en el que no importaba para nada su aspecto. Un mundo sin forma.

—Está bien. —Fabel siguió leyendo en los informes sobre Melissa—. ¿Qué es esto…

The Lords of Misrule
!

—Su mayor éxito. Un juego de rol para ordenador que ella ideó, muy complicado.

Parece ser que cuando murió estaba trabajando en la segunda parte.

Había una imagen de la portada del juego. Tres personajes de tipo mitológico, un guerrero, una sacerdotisa y una especie de brujo en una montaña, un paisaje de fantasía que los envolvía.


The Lords of Misrule
… Los señores del desgobierno. —Fabel tradujo el título en voz alta—. El mundo al revés. Los días del caos. El loco coronado. Todo es muy carnavalesco, ¿no? Tal vez esté aquí nuestra conexión. Melissa pasaba tanto tiempo en un mundo electrónico; quizás ahí se cruzó con nuestro asesino y con Sabine Jordanski.

Capítulo ocho

6 9 febrero

1

Ansgar yacía en la cama de Ekatherina y la contemplaba durmiendo satisfecha. Su acto amoroso había sido apasionado, violento, casi frenético. Ekatherina lo había interpretado claramente como la explosión de la pasión reprimida de Ansgar hacia ella.

Y en parte, por supuesto, tenía razón: estaba totalmente consumido por sus carnes y se quedó sin aliento ante su desnudez, pero lo que ella no sabía era que sólo había satisfecho una parte de su pasión.

Para él, el sexo fue satisfactorio. O, al menos, tan bueno como cualquier actividad sexual normal le podía resultar. Pero mientras permanecía allí tumbado a media luz, contemplando la sinuosa sombra que dibujaba la cadera de Ekatherina, sentía la frustración de alguien a quien se le ha ofrecido un apetitoso entremés pero le han negado el plato principal. No obstante, ese primer paso ya se había hecho. Ahora tenían intimidad. Quizá, sólo quizá, con el tiempo podría acabar cumpliendo su fantasía más oscura con ella.

Era domingo por la mañana y el día libre de Ansgar. Ekatherina se marchó para trabajar en su turno. Le dijo que podía pasar el día en su apartamento y que luego podrían compartir la noche del domingo. Cuando regresó después del turno, cansada, sonrojada por el calor de la cocina y con la piel brillante de sudor, Ekatherina dijo que se daría una ducha antes de meterse en la cama. Ansgar le dijo que no se molestara y la pasión de la noche anterior regresó multiplicada por dos.

Al día siguiente desayunaron zumo de naranja, café y panecillos rellenos de una pasta de carne que Ekatherina le contó que venía de Ucrania. Ansgar, allí sentado a la mesa del desayuno de Ekatherina, fue presa de una melancolía repentina. Se vio él mismo a través de la ventana del apartamento: sentado con una mujer bella y bastante más joven que él, desayunando juntos como si fueran una pareja satisfecha y normal.

Y lo que más dolor le causaba era el hecho de que, en aquel momento exacto, él se sentía satisfecho.

Acordaron llegar al trabajo por separado y mantener su relación de día estrictamente profesional, pero Ansgar sospechaba que a Ekatherina le iba a costar mucho mantener su nuevo romance en secreto. Se despidió de ella con un beso y se dirigió a los mayoristas de An der Münze para comprar algunas cosas que escaseaban en el restaurante.

La penumbra de los últimos días se había desvanecido y el sol de invierno asomaba brillante y bajo en el cielo. Ansgar se sentía bien. Le parecía imposible que la oscuridad de su interior emergiera hasta la claridad del día, a lo que se podía añadir que experimentaba, por primera vez en años, una sensación de normalidad, de vivir la vida como los demás viven la suya.

Tomó un taxi a través del Zoobrücke y recogió su coche. Era muy maniático sobre dónde compraba la carne para el restaurante y no adquiría nunca ingredientes principales en los mayoristas, aunque todo lo demás lo obtenía allí. Resultaba práctico para el restaurante y siempre entregaban los pedidos con precisión y a tiempo, lo cual era muy importante para Ansgar y su inflexible deseo de mantener el orden en la cocina.

Tomó un carrito y lo cargó de artículos de limpieza, jabón para las manos, bayetas y otros artículos para que se lo mandaran desde el almacén mayorista. Luego se dirigió a la sección de bebidas. Ansgar siempre compraba el vino directamente a las bodegas del Rin y a varias pequeñas bodegas de Francia, pero usaba a los mayoristas para llenar la bodega de cervezas y licores.

La vio allí. Miró casualmente hacia la sección de alimentación y allí estaba. Se quedó petrificado un segundo y luego volvió a esconderse tras una de las estanterías que llegaban hasta el techo. Ella no se dio cuenta. Ansgar sólo la había visto un instante fugaz, pero no le cupo duda de que era ella. Reconoció su pelo rubio brillante, el pintalabios rojo intenso, el bronceado oscuro incluso en febrero. Pero principalmente la reconoció por su complexión de hombros anchos y maciza mientras empujaba sin esfuerzo un carro lleno hasta los topes en dirección a las cajas registradoras.

Otro cliente masculló una protesta entre dientes detrás de Ansgar, que reaccionó acercando su carro a las estanterías para dejar paso. El corazón le latía con fuerza.

Siempre había temido aquel momento. Había tenido la esperanza de que no llegara nunca y, sin embargo, la idea le estremecía. Deseaba que ella se hubiera marchado de Colonia desde la última vez que se vieron, mucho tiempo atrás. En total, la experiencia no había durado más que unos pocos minutos, pero ella le había visto.

Había visto su verdadera naturaleza.

2

María se dio cuenta de que ahora, cuando se despertaba cada mañana, se sentía desconectada de sí misma, de la realidad. Le asustaba verse como si fuera el personaje de una película o una figura lejana en un paisaje. Sabía que no estaba bien, aunque no del mismo modo que antes. Era como si algo en su interior se hubiera roto. Le asustaba pensar que ahora era capaz de casi cualquier cosa; que estaba más o menos dispuesta a hacer todo lo que los ucranianos le pidiesen que hiciera. Y, sin embargo, había algo que la frenaba.

Llevaba tres días con ellos. Se reunían cada mañana, pronto, en la pequeña antigua envasadora de carne que Buslenko había alquilado en la zona de Raderberg. Ella seguía pernoctando en el hotel barato e iba cada día hasta allí en coche. Algo le decía que debía mantener en secreto la dirección del apartamento de Liese y decidió no mudarse a él hasta que pasasen unos días. No sabía dónde dormían Buslenko y Sarapenko, pero tampoco lo preguntó. Para ser un equipo de dos, los ucranianos parecían extremadamente bien equipados. Eso ponía más en evidencia lo ineptos que habían sido los intentos de María y lo poco madura que había sido su planificación.

Buslenko y Sarapenko llevaban toneladas de material electrónico, además de dos bolsas de armamento. María calculaba que su simple relación con aquel movimiento ilegal de armas y material militar a Alemania ya sería bastante como para valerle una condena a prisión.

Lo extraño era que ahora estaba físicamente más fuerte de lo que había estado en muchos meses. Desde que había empezado a comer con normalidad, su figura había empezado a llenarse y ya no sentía las extremidades pesadas. Su determinación, como su hambre, había vuelto. La manera de compensar la muerte de Slavko era matar a Vitrenko. La manera de compensarlo todo era matar a Vitrenko.

—Hemos organizado una vigilancia a Molokov las veinticuatro horas —le explicó Buslenko.

—¿Cómo? Sólo somos nosotros dos… nosotros tres, vaya.

—Molokov tiene una base en uno de los barrios residenciales de Colonia, entre Lindenthal y Braunsfeld. Es una mansión enorme que pertenece supuestamente a un importador-exportador ruso llamado Bogdanov. No sabemos si existe realmente o es un alias de Molokov o Vitrenko. Hemos puesto cámaras remotas en los exteriores de la casa… Es colindante con un parque y la calle está alineada de árboles, de modo que no ha sido muy difícil. —Buslenko sonrió—. Durante un día trabajé para el departamento de Parques y Jardines del municipio de Colonia. En definitiva, las cámaras están protegidas y son índetectables, pero no están todo lo cerca que nos hubiera gustado. Idealmente, me gustaría colocar un micrófono o una cámara en la casa, pero es imposible.

Olga Sarapenko había ayudado a Buslenko a montar una mesa con tres monitores.

Los sintonizó y en las pantallas aparecieron vistas diferentes de una gran mansión moderna. Olga ajustó el zoom y enfocó cada cámara con una palanca.

—Aunque pudiéramos meterle un dispositivo en casa —prosiguió Buslenko— lo más probable es que Molokov haga una comprobación electrónica de su casa cada dos días. —Se rio amargamente—. Es el problema de estar a este lado de la verja. El equipo electrónico de Molokov no está limitado por los presupuestos gubernamentales; me juego lo que queráis a que su equipo es muy superior al nuestro.

—El caso es que yo no vine a Colonia para perseguir a Molokov —dijo María.

—Créeme, María, nosotros tampoco.

—¿Y en qué puedo contribuir aquí? —preguntó con un suspiro—. ¿Por qué os disteis a conocer? Sabe Dios que no tenía ninguna posibilidad de acercarme a Vitrenko. Probablemente os habría resultado más fácil y prudente operar desde la invisibilidad. Sinceramente, no veo qué puedo aportar yo a vuestro juego.

—Hemos dejado a tres muertos atrás en Ucrania —dijo Olga Sarapenko—. Lo que significas para nosotros es un par adicional de ojos y una pistola extra, en caso de necesidad.

—Pero tu auténtico valor para nosotros, María —dijo Buslenko—, es la conexión que supones. El acceso potencial a inteligencia de la cual no tenemos la llave. Hay un dossier sobre Vitrenko. De hecho, hay dos, pero uno de ellos, el más exhaustivo, está en vuestra Agencia Federal contra el Crimen, en un ordenador protegido. Los discos duros tienen una circulación muy restringida. Las fuerzas de seguridad del BKA dedicadas a Vitrenko, obviamente, tienen acceso a información confidencial. Nosotros sólo hemos podido consultar la versión ucraniana, que omite informaciones clave.

—Vasyl Vitrenko es obsesivo con la seguridad —intervino ahora Olga Sarapenko—. La idea de no poder acceder al dossier le vuelve loco. Sospecha que el informador está del lado de Molokov, incluso que puede ser el propio Molokov. Pero no puede demostrarlo. Queremos que intentes conseguirnos una copia del dossier Vitrenko. El íntegro. Si podemos identificar al informador, podremos presionarle para tenderle una trampa a Vitrenko. Nos proporcionaría a alguien de dentro cuya supervivencia dependería de que nosotros borráramos a Vitrenko del mapa.

—Pero yo no tengo acceso al dossier Vitrenko. De hecho, probablemente sea la última persona a quien se lo dejarían ver.

—Pero tienes códigos de acceso y contraseñas del sistema informático del BKA —dijo Buslenko—. Eso sería un punto de partida. No es lógico pensar que podemos desplegar una misión compleja como ésta en unos pocos días. Podría ser que lo más adecuado fuese que volvieses a Hamburgo en unas pocas semanas y retomases tus responsabilidades en la Mordkommission. La información que nos puedas proporcionar tiene mucho más valor para nosotros que tu presencia aquí —explicó Buslenko.

—Estoy aquí para ver concluir este proceso. Para ver cómo Vitrenko recibe lo que se merece —dijo María, con actitud desafiante. Estaba dispuesta a casi cualquier cosa para derrotar a Vitrenko, pero Buslenko le estaba pidiendo que accediera a archivos del Gobierno para una unidad militar extranjera que estaba operando ilegalmente en la República Federal, y eso sería traicionar su oficio. Probablemente era espionaje.

—Entiendo tu sed de venganza —le explicó Buslenko—, pero no estamos en una peli del Oeste de Hollywood. Lo que nos interesa de ti es que nos pases todo lo que saben las autoridades alemanas sobre la operación de Vitrenko. Estoy seguro de que puedes encontrar una manera —dijo Buslenko, sin dejar de lado la amabilidad—. Mientras tanto, puedes quedarte con nosotros y ayudarnos a montar la vigilancia de Molokov.

María asumió sus turnos de vigilancia de los monitores, anotando las actividades: quién visitaba la mansión de Molokov, cuándo llegaban, cuándo se marchaban, la matrícula de los coches que entraban y salían; siempre a la espera de alguien que pudiera ser Vitrenko. Aunque se negó a facilitarles los códigos de acceso que precisaban, sí que compartió con ellos toda la información que había sido capaz de reunir. Tenía la sensación de que esto, de alguna manera, podía considerarse como un intercambio legítimo de información entre agencias de seguridad del Estado.

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