El séptimo hijo (5 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

—¿Qué? —exigió Eleanor. —Silencio —impuso Mamá—. Dejadla que lo vea.

Dentro del niño, que aún no había nacido, el oscuro cúmulo de agua que rodeaba su fuego interior parecía tan terriblemente poderoso que la pequeña Peggy temió que el niño fuera devorado.

—¡Déjalo respirar! —aulló la pequeña Peggy.

Mamá tendió sus manos y, aunque causó un dolor atroz a la madre, aferró al niño por el cuello con sus fuertes dedos y tiró hacia afuera.

—¿Estás segura?

La niña asintió.

—Pues bien, entonces. Cuando despierte le traeremos el niño. De todas formas, la primera noche no hace falta que tome nada.

Eleanor llevó al niño a la sala grande, donde el fuego ardía para secar a los hombres, y ellos dejaron de intercambiar relatos de lluvias e inundaciones peores que ésa para contemplar al niño con admiración.

Pero dentro de la habitación, mamá tomó a la pequeña Peggy del mentón y la miró fijamente a los ojos.

—Margaret, me dirás la verdad. Es algo muy grave que un niño amamantado por su madre se alimente de odio.

—No lo odiará, Mamá —repuso la pequeña Peggy.

—¿Qué has visto?

La niña habría respondido, pero no conocía palabras con que decir casi todo lo que veía. Miró al suelo. La respiración jadeante de Mamá la avisaba que se avecinaba uno de sus interrogatorios. Pero Mamá aguardó, y luego su mano acarició suavemente la mejilla de la pequeña.

—Ay, mi pequeña, qué día has tenido... El niño podía haber muerto si no me hubieras dicho que tirase de él. Hasta tendiste tu mano para abrirle la boca.

Eso hiciste, ¿a que sí? La pequeña Peggy asintió. —Es suficiente para una niña. Es suficiente para un solo día. —Mamá se volvió hacia las demás niñas, que descansaban apoyadas contra la pared con los vestidos húmedos—. Y vosotras también habéis tenido un día agotador. Salid de aquí. Dejad descansar a vuestra madre e id a secaros junto al fuego. Os haré una buena cena, qué digo...

Pero Abuelito ya estaba en la cocina afanándose con la comida y no quiso saber nada de que Mamá moviera ni un dedo. Pronto estuvo fuera con el pequeño, mientras hacía a un lado a los hombres para poder acunarlo y le ofrecía un dedo para chupar.

Al cabo de un rato, la pequeña Peggy calculó que no la echarían de menos, de modo que trepó por los peldaños que conducían a la escalerilla del ático y subió hasta la diminuta y oscura estancia. Las arañas no la impresionaban mucho, y los gatos por lo general ahuyentaban a los ratones: no tenía miedo.

Fue a horcajadas hasta su sitio secreto y tomó la caja de madera tallada que Abuelito le había regalado y que según dijo su propio padre había traído de Ulster al llegar a las colonias. Contenía las preciosas posesiones de la infancia: guijarros, cuerdas, botones... pero ahora sabía que no significaban nada comparadas con la tarea que tendría por delante para el resto de su vida. Vació la caja de todo cuanto poseía y sopló en su interior para limpiar el polvo. Luego depositó allí la membrana plegada y cerró la tapa.

Sabía que en el futuro tendría que abrir esa caja docenas de docenas de veces. Que la llamaría, la despertaría de su sueño, la apartaría de sus amigos y la privaría de sus ilusiones. Y todo porque un niño que dormía abajo no tenía otro futuro que una oscura muerte entre las aguas a menos que ella utilizara esa membrana para mantenerlo a salvo, como ya lo había hecho en una ocasión dentro del vientre de su madre.

Durante un momento la enfureció ver que su vida cambiaba de ese modo. Era peor que cuando vino el herrero. Peor que Papá y la varita de almendro con que la zurraba. Peor que Mamá cuando la cólera asomaba a sus ojos. Todo sería distinto para siempre, y no era justo. Sólo por un niño a quien nadie había invitado, a quien nadie pidió que fuera hasta allí. ¿Qué le importaba a ella ese pequeño?

Extendió la mano y abrió la caja, pensando en tomar la membrana y arrojarla a algún rincón oscuro del ático. Pero aun en la oscuridad pudo ver un lugar donde las sombras eran más densas todavía: alrededor de su propio fuego interior, el vacío del negro río se había dispuesto a hacer de ella una asesina.

No conmigo, dijo al agua. No eres parte de mí. Sí que lo soy, musitó el agua.

Estoy en todo tu cuerpo, y sin mí te secarías hasta morir.

Será. Pero, de todas formas, no eres mi amo, replicó.

Cerró la tapa de la caja y descendió por las escaleras, deslizándose sobre el trasero. Papá siempre decía que acabaría clavándose alguna astilla en las posaderas. Esta vez tuvo razón. Le dolía mucho, así que tuvo que ir hasta la cocina caminando de medio lado en busca de Abuelito. Y el bueno de Abuelito interrumpió sus guisos para quitarle las astillas una a una.

—Ya no tengo ojos para esto, Maggie—se quejó.

—Tienes vista de lince. Papá me lo dijo.

Abuelito contuvo la risa.

—Conque ahora dice eso...

—¿Qué hay de cena?

—Ah, Maggie... Esta cena sí te gustará...

La pequeña Peggy frunció la nariz.

—Huele a pollo.

—Así es.

—No me gusta la sopa de pollo.

—No es sólo sopa, Maggie. Es asado, menos el cogote
y
las alas.

—También odio el pollo asado.

—¿Alguna vez te ha mentido tu Abuelito?

—No.

—Entonces más vale que me creas cuando te digo que esta cena de pollo te hará feliz. ¿No se te ocurre de qué forma te haría feliz una cena a base de cierto pollo en particular?

La pequeña Peggy lo pensó un rato, y luego su rostro se iluminó.

—¿Mary la Mala?

Abuelito guiñó un ojo.

—Siempre dije que esa gallina había nacido para hacer de estofado.

La niña lo abrazó con tal furor que hizo toser a Abuelito por la asfixia. Y luego ambos se echaron a reír y venga a reír.

Esa noche, mucho después de que Peggy estuviera en su cama, trajeron a la casa el cuerpo de Vigor, y Papá y Pacífico le construyeron un cajón. Alvin Miller no parecía estar vivo, ni siquiera cuando Eleanor le mostró a la criatura. Hasta que dijo:

—Esa niña, la tea. Dice que este pequeño es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.

Alvin miró a su alrededor buscando alguien que le confirmara la verdad.

—Oh , puede fiarse de ella —aseguró Mamá.

Las lágrimas inundaron los ojos de Alvin.

—El chico resistió —dijo—. Allí, en las aguas, resistió lo suficiente...

—Sabía lo importante que eso era para ti —atinó a decir Eleanor.

Entonces Alvin tomó al niño, lo aferró con todas sus fuerzas, lo miró a los ojos y dijo:

—¿Nadie te ha puesto nombre aún, verdad?

—Claro que no —repuso Eleanor—. Mamá dio nombre a todos los demás varones, pero tú siempre dijiste que el séptimo hijo tendría...

—Mi propio nombre. Alvin. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, con el mismo nombre que su padre. Alvin Júnior. —Miró a su alrededor, y luego volvió su rostro al río, que corría lejano por el bosque nocturno—. ¿Lo has escuchado, río Hatrack? Su nombre es Alvin, y no pudiste matarlo...

No tardaron en traer el cajón y tender en su interior el cuerpo de Vigor, rodeado de velas para evocar el fuego de la vida que lo había abandonado.

Alvin sostuvo al niño sobre el ataúd.

—Mira a tu hermano —susurró al pequeño.

—El niño no puede ver nada aún, Papá —dijo David.

—Te equivocas, David —aseguró Alvin—. No sabe lo que ve, pero sus ojos ya saben mirar. Y cuando tenga edad suficiente para escuchar el relato de su nacimiento, le diré que con sus propios ojos vio a su hermano Vigor, el que dio su vida por el bien del pequeño.

Pasaron dos semanas antes de que Fe estuviera en condiciones de viajar.

Pero Alvin se encargó de que él y sus hijos trabajaran duramente para retribuir el hospedaje. Desbrozaron una buena franja de tierras, partieron leña para el invierno, cargaron bultos de carbón para Pacífico Smith y ensancharon el camino. También derribaron cuatro grandes árboles y construyeron un sólido puente a través del río Hatrack. Un puente cubierto para que aun en días de tormenta la gente pudiera cruzar ese río sin que una gota de agua cayera sobre ella.

La tumba de Vigor era la tercera que se cavaba en el lugar al lado de las sepulturas de las dos hermanitas de Peggy muertas. La familia ofreció sus respetos y oró la mañana en que se marcharon de allí. Luego, todos subieron a su carreta y partieron en dirección al oeste.

—Pero dejamos parte de nosotros aquí, para siempre —advirtió Fe, y Alvin asintió.

La pequeña Peggy los vio partir y luego corrió hacia el ático, abrió la caja y sostuvo la membrana de Alvin entre sus manos. No corría peligro. Por ahora, al menos. Por ahora estaría a salvo. Guardó la membrana y cerró la puerta.

Más vale que llegues a ser alguien, niño Alvin, o habrás causado un sinfín de problemas para nada.

Capítulo 6
LA VIGA MAESTRA

Las hachas caían, los hombres entonaban himnos durante la labor y la nueva iglesia del reverendo Philadelphia Thrower se erigía imponente sobre la comunidad de la aldea de Vigor. Todo transcurría mucho más deprisa de lo que el reverendo Thrower podía haber sospechado. La primera pared de la construcción apenas había sido levantada uno o dos días atrás, cuando apareció ese piel roja ebrio y tuerto y fue bautizado, como si la sola visión de la iglesia le hubiese permitido ascender hacia la civilización y el Cristianismo.

Si un piel roja ignorante como Lolla-Wossiky podía acercarse a Jesús, ¿qué otros milagros no podrían realizarse en estas tierras salvajes cuando el recinto sagrado estuviese concluido y su ministerio fuera firmemente encauzado?

Pero el reverendo Thrower no estaba enteramente feliz. Había enemigos de la civilización más poderosos que la barbarie de los pieles rojas, y los signos no eran tan esperanzadores como cuando Lolla-Wossiky vistió ropas de hombre blanco por vez primera.

En particular, lo que oscurecía ese día tan diáfano era el hecho de que Alvin Miller no estuviera entre los trabajadores. Y su esposa ya había agotado toda excusa posible en su nombre. El viaje para dar con una piedra de molino apropiada ya había terminado; había tomado un día de descanso, y ahora le correspondía estar allí.

—¿Acaso está enfermo? —preguntó Thrower. La boca de Fe se endureció.

—Cuando le dije que no vendría, reverendo Thrower, no quise decir que no pudiera venir...

Esa respuesta confirmó las sospechas crecientes de Thrower.

—¿Le he ofendido en algo? Fe suspiró y apartó la vista para posarla sobre los postes y vigas de la iglesia.

—No es algo que usté mismo haya hecho, señor, como decirle... no tiene que ver con el trato que un hombre dispensa a otro, vea... —De pronto se mostró alarmada—. ¿Qué es eso?

Al lado del edificio, casi todos los hombres sujetaban cuerdas en la mitad posterior de la viga maestra para poder calzarla en su sitio.

Era un trabajo engorroso, que resultaba más difícil aún porque los niños se revolcaban en el suelo de tierra y pasaban por entre las piernas de los hombres. Los revoltosos eran objeto de su atención esta vez.

—¡Al! —exclamó Fe—. ¡Alvin Júnior, ya te me estás levantando de ahí! —Dio dos zancadas hacia la nube de polvo que daba cuenta de las luchas heroicas de los niños de seis años.

El reverendo Thrower no pensaba permitirle que terminara la conversación tan fácilmente.

—Señora Fe —comenzó con aspereza—. Alvin Miller es el primer hombre que se asentó en estas tierras, y la gente lo tiene en alta estima. Si está en contra de mí por alguna razón, perjudicará sumamente mi ministerio. Al menos puede decirme qué es lo que hice para que se sienta ofendido...

Fe lo miró a los ojos, como para ver si sería capaz de escuchar la verdad.

—Fue su estúpido sermón, señor... —dijo.

—¿Estúpido?

—Bueno, señor. La verdá es que usté tendría que saber que no es así, digo, viniendo de Inglaterra...

—De Escocia, señora Fe.

—Y digo, ¿no?, como lo educaron en colegios donde no saben mucho de...

—¡En la Universidad de Edimburgo! Si cree que no saben mucho de...

—De sortilegios, conjuros, hechizos y cosas por el estilo...

—Sé que quien sostiene usar tales poderes invisibles y oscuros en tierras que obedecen al Lord Protector, señora Fe, comete un delito fatal, si bien en su misericordia el Lord se limita a desterrar a aquellos que...

—Pero si ahí lo tiene, justamente —repuso ella triunfal—. No creo que en esa universidá le enseñen mucho sobre estas cosas, ¿o sí? Y sin embargo, aquí vivimos de ese modo, y llamarlo superstición...

—Yo lo llamé histeria...

—Eso no cambia el hecho de que dé resultado.

—Entiendo que algunas personas crean que da resultado —dijo Thrower con paciencia—. Pero todo en el mundo es o bien ciencia o bien milagro. Los milagros fueron producidos por Dios en las épocas remotas. Pero esas épocas ya han concluido. Hoy, si queremos cambiar el mundo, debemos buscar las herramientas, no en la magia, sino en la ciencia.

Thrower observó su rostro y vio que no estaba causando mucha impresión.

—Ciencia...—repuso—.¿Como por ejemplo tocar los bultos que uno tiene en la cabeza?

No creyó que la mujer hubiera luchado mucho por contener su sorna.

—La frenología es una ciencia en pañales —dijo fríamente— y posee muchas deficiencias, pero pienso descubrir...

La mujer se echó a reír como una colegiala. No parecía haber dado a luz catorce hijos.

—Lo siento, reverendo Thrower, pero acabo de recordar que Mesura lo llamó «sesomancia», y se figuró que usté no tendría muy buena fortuna por estos lados...

Cierto es, pensó el reverendo Thrower, pero no se proponía admitirlo.

—Señora Fe, hablé como lo hice para que la gente comprendiera que hay formas superiores de pensamiento en el mundo actual y que ya no tenemos necesidad de apoyarnos en las ilusiones de...

Pero de nada sirvió. La paciencia de la mujer se había agotado.

—Mire, reverendo Thrower, tendrá que disculparme, pero si ese chico no deja de enredar con los otros, acabará recogiendo el primer sopapo que pase volando. —Y se marchó para caer como la ira del Señor sobre Alvin y Calvin, sus pequeños de seis y tres años. Nadie como ella para echar filípicas. Podía escucharla desde donde estaba, y eso que el viento soplaba en contra.

Qué ignorancia, dijo Thrower para sus adentros. No sólo se me necesita aquí como hombre de Dios entre salvajes, sino también como hombre de ciencia entre necios supersticiosos. Alguien pronuncia una maldición y luego, seis meses después, alguna desgracia le ocurre al maldecido. Siempre es así. Al menos dos veces al año algo malo ha de suceder a cualquiera. Y eso les da la absoluta certeza de que su maldición tuvo efecto maléfico.
Post hoc ergo
propter hoc.

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