El séptimo hijo (6 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

En Gran Bretaña, los estudiantes aprenden a dejar de lado tales errores elementales de la lógica mientras aún estudian el
trivium.
He aquí un modo de vivir. El Lord Protector estaba en lo cierto al castigar a los practicantes de magia en Gran Bretaña, si bien Thrower prefería que lo hiciera sobre los cargos de estupidez y no de herejía. Tratar la magia de herejía le confería excesiva dignidad, como si fuera algo que temer y no que despreciar.

Tres años atrás, después de haber obtenido su título de doctor en Divinidad, Thrower vislumbró por vez primera el daño que el Lord Protector estaba cometiendo. Lo recordaba como un hito en su vida. ¿Acaso no fue también la primera vez que el Visitante se había presentado ante él? Fue en su pequeña sala de la rectoría de la iglesia de St. James, en Belfast, donde oficiaba de pastor asistente, su primer cargo desde que había sido ordenado. Estaba observando un mapa de la Tierra cuando su mirada se posó sobre América, en el sitio donde Pensilvania se veía con nitidez, desde las colonias holandesas y suecas hacia el oeste, hasta que las líneas se desvanecían en la oscura región más allá del Mizzipy. Fue como si el mapa cobrara vida, y entonces vio el flujo de gente que arribaba al Nuevo Mundo. Los buenos puritanos, los hombres fieles a la iglesia y los sólidos empresarios marchaban a Nueva Inglaterra; los papistas, los realistas y los bribones iban a la región esclava y rebelde de Virginia, Carolina y Jacobia, a las llamadas Colonias de la Corona.

Era la clase de gente que, cuando hallaba su sitio, se quedaba allí para siempre.

Pero a Pensilvania iba otra clase de personas. Los alemanes, holandeses, suecos y hugonotes huían de sus países y se dirigían a la colonia de Pensilvania para hacer de ella una escupidera, una ciénaga desbordante de la peor estofa humana del continente. Y lo peor es que no se quedarían allí.

Estos oscuros campesinos recalarían en Pensilvania, descubrirían que las tierras pobladas —para Thrower no eran «civilizadas»— de Pensilvania estaban demasiado atiborradas para ellos y de inmediato partirían hacia el oeste, con dirección a la región de los pieles rojas para establecer sus granjas entre los bosques. ¿Qué importaba que el Lord protector les hubiese prohibido específicamente afincarse allí? ¿Qué les importaba la ley a estos paganos? Lo que querían era tierras, como si la mera posesión de una franja de polvo hiciera de un campesino un caballero.

Y entonces, la visión que Thrower tuvo de América ya no fue desoladora sino negra. Vio que en el nuevo siglo la guerra llegaría a América. En su visión, el rey de Francia enviaría a Canadá a ese molesto coronel corso, Bonaparte, y su gente agitaría a los pieles rojas desde el fuerte francés de Detroit. Los indios se abatirían sobre los colonos para destruirlos. Podían ser la peor escoria, pero fundamentalmente eran escoria inglesa, y la visión de la matanza piel roja puso a Thrower la piel de gallina.

Pero aun cuando ganasen los ingleses, el resultado sería el mismo. Al oeste de los Apalaches, América nunca sería tierra cristiana. Ora se quedarían con ella los condenados franceses y españoles papistas, ora los no menos malditos pieles rojas salvajes, o bien pulularían por doquier los ingleses más depravados, que se reían de Cristo y del Lord Protector por igual. Otro continente se perdería por entero al conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Era una visión tan espeluznante que Thrower lanzó un grito, creyendo que nadie lo escucharía en los confines de su diminuta sala.

Pero alguien sí lo escuchó.

—El hombre de Dios tiene por delante toda una vida de trabajo —dijo alguien a sus espaldas.

Thrower giró de inmediato, azorado. Pero era una voz suave y cálida, un rostro anciano y afable, y el temor de Thrower no duró más de un momento, pese a que la puerta y la ventana estaban firmemente cerradas y ningún hombre común podía haberse introducido en su recinto.

Thrower se dirigió a él reverentemente, creyendo que el hombre era sin duda parte de la manifestación que acababa de revelársele:

—Señor, quienquiera que seáis, he visto el futuro de Norteamérica, y me pareció ser la victoria de Satán.

—Satán vence —repuso el hombre— allí donde los hombres del Señor pierden las esperanzas y le abren paso.

Y luego, sin más, el hombre desapareció. En ese momento, Thrower comprendió cuál sería la labor de su vida. Llegar hasta las tierras indómitas de América, construir una iglesia de campo, y luchar contra el demonio en sus propias tierras. Le había llevado tres años conseguir el dinero y la anuencia de sus superiores de la Iglesia de Escocia, pero ahora estaba allí, ante las vigas y postes de su templo a medio erigir, ante la madera blanca y desnuda, un claro reproche al oscuro bosque de barbarie del cual había sido arrancada.

Desde luego, era de esperar que el diablo reparara en semejante empresa magnífica. Y era obvio que el principal discípulo del demonio en la aldea de Vigor era Alvin Miller. Aun cuando todos sus hijos se encontraban allí, ayudando a construir la iglesia, Thrower sabía que eso era obra de Fe. La mujer hasta había concedido que tal vez su corazón perteneciera a la Iglesia de Escocia, a pesar de haber nacido en Massachussets; su participación significaba que Thrower podía esperar formar una congregación, siempre y cuando Alvin Miller no lo estropeara todo.

Y vaya si podría estropear las cosas... Una cosa era que Alvin se hubiera ofendido por algo que Thrower dijera o hiciera inadvertidamente. Pero abrir el debate sobre la creencia en brujerías, desde el comienzo mismo, ah, no había modo de eludir el conflicto. El campo de batalla estaba trazado: Thrower ocupaba el lado del Cristianismo y la ciencia, y del otro, todos los poderes de la oscuridad y la superstición. Del otro lado estaba la naturaleza carnal y bestial del hombre, y Alvin Miller era su abanderado. Apenas he iniciado mi contienda en nombre del Señor, pensó Thrower. Si no puedo derrotar a este primer oponente, ninguna otra victoria me será posible.

—¡Pastor Thrower! —gritó el hijo mayor de Alvin, David—. ¡Estamos listos para izar la viga maestra!

Thrower avanzó con paso ligero y luego, recordando su dignidad, serenó su andar. Nada en los evangelios sugería que el Señor hubiese corrido alguna vez. Sólo caminó, como era propio de su elevada estatura. Desde luego, Pablo había hecho comentarios acerca de correr una larga distancia, pero eso era sólo una alegoría. Un ministro debía ser la sombra de Jesucristo, caminar como Él y representarlo ante el pueblo. Era lo más cerca que esta gente podía llegar a estar de la majestuosidad de Dios. El reverendo Thrower tenía el deber de refrenar la vitalidad de su juventud y caminar con el paso reverente de un anciano, aunque sólo tuviera veinticuatro años.

—¿Piensa bendecir la viga, verdad? —preguntó uno de los granjeros. Era Ole, un sueco proveniente de las orillas de Delaware y, por lo tanto, luterano de corazón. Pero estaba dispuesto a colaborar para construir una iglesia presbiteriana en el valle del Wobbish, considerando que fuera de ella el templo más cercano era la catedral papista de Detroit.

—Así es —repuso Thrower. Posó su mano sobre la viga pesada y cortada a golpes de hacha.

—Reverendo Thrower. —A sus espaldas oyó la voz de un niño. Sólo una voz infantil podía ser tan aguda y estridente—. ¿No sería una especie de hechizo bendecir un pedazo de madera?

Thrower se volvió y alcanzó a ver a Fe Miller imponiendo silencio al niño. Alvin Júnior sólo tenía seis años, pero obviamente acabaría causando tantos problemas como su padre. Tal vez más aún... Alvin, el padre, al menos había tenido la delicadeza de mantenerse al margen de la construcción de la iglesia.

—Usté siga adelante —dijo Fe—. No se moleste por él. Todavía no le he enseñado cuándo abrir la boca y cuándo callar...

Pero aunque la mano de la mujer oprimía fuertemente los labios del pequeño, la mirada tenaz del niño seguía posada sobre él. Y cuando Thrower volvió a su tarea, vio que todos los hombres lo miraban con expectación. La pregunta del niño era un desafío al que debía responder, pues de lo contrario pasaría por hipócrita o por tonto delante de los mismos hombres a quienes había venido a convertir.

—Si creen que mi bendición realmente hace algo por modificar la naturaleza de la viga maestra —convino—, entiendo que les resulte afín con una brujería.

Pero lo cierto es que la viga en sí es sólo la ocasión. Lo que realmente estoy bendiciendo es la congregación de cristianos que se reunirá bajo este techo. Y en eso no hay nada de mágico. Lo que estamos pidiendo es el poder y el amor de Dios, no una cura para las verrugas ni un hechizo contra el mal de ojo.

—¡Qué lástima! —murmuró un hombre—. A mí me vendría bien una cura pa las verrugas...

Todos se echaron a reír, pero el peligro había pasado. Cuando la viga maestra se elevara, su ascensión sería un acto cristiano y no pagano.

Bendijo la viga maestra y tomó la precaución de cambiar la oración habitual por otra que específicamente no confiriera ninguna propiedad determinada a la viga misma. Luego los hombres ajustaron la cuerda y Thrower entonó

«Gloria al Señor sobre el inmenso mar», con toda su espléndida voz de barítono, para que su labor hallara ritmo e inspiración.

Y sin embargo, todo el rato tenía una nítida conciencia del pequeño Alvin Júnior. No era sólo por el incómodo desafío que el niño le había lanzado poco antes. El pequeño era espontáneo y puro como todas las criaturas. Thrower no pensaba que cavilara intenciones siniestras. Lo que llamaba la atención del niño era algo totalmente distinto. No era ninguna propiedad del pequeño en sí, sino algo acerca de las personas que lo estuvieran mirando todo el tiempo.

Eso sería una ocupación permanente, ya que no paraba de corretear un minuto. Pero siempre tenían conciencia de él, como el cocinero del colegio tenía siempre conciencia del perro de la cocina: jamás le hablaba, pero iba y venía a su alrededor sin detenerse en su trabajo.

No eran sólo sus familiares los que tanto lo cuidaban. Todos se comportaban del mismo modo: alemanes, escandinavos, ingleses, recién llegados y antiguos colonos. Como si la crianza del niño fuera un proyecto comunitario, al igual que la construcción de la iglesia o de un puente sobre el río.

—Despacio, despacio, despacio —gritaba Previsión, encaramado cerca de la cumbrera derecha para guiar hasta su sitio la pesada viga. Debía ser así, para que las alfardas se recostaran suavemente contra ella y formaran un sólido techo.

—No, no, os habéis pasado —gritó Mesura.

Estaba de pie sobre un andamio, en la viga transversal sobre la cual descansaba el corto poste que sostendría las dos vigas maestras allí donde los extremos de ambas encajaban uno en el otro. Precisamente esto era lo más importante para poder construir el techo, y también lo más engorroso.

Debían colocar los extremos de dos pesadas vigas sobre la punta de un madero que apenas tenía medio metro de ancho. Por eso estaba allí Mesura, quien hacía justicia a su nombre por su buen ojo y cuidado.

—¡Va bien! —gritaba el joven—. ¡Más!

—¡Otra vez para mi lado! —exclamó Previsión.

—¡Quietos! —gritó Mesura.

—¡Listo! —se oyó la voz de Previsión.

Por fin también Mesura dio el alto, y los hombres que trabajaban desde el suelo aflojaron la tensión de las cuerdas. Y cuando las sogas cayeron laxas, todos lanzaron vivas, pues la viga maestra se extendía hasta la parte central de la iglesia. No sería una catedral, pero en esas tierras de ignorancia era una labor prodigiosa: la estructura más grande que alguien hubiera osado imaginar en miles de kilómetros a la redonda. El mero hecho de construirla era una declaración de que los colonos estaban decididos a quedarse, y que ni franceses, ni españoles, ni caballeros, ni yanquis, ni siquiera los salvajes pieles rojas con sus flechas de fuego podrían conseguir que se marcharan de ese lugar.

Naturalmente, el reverendo Thrower entró junto con todos los demás para ver por primera vez el cielo quebrado por una viga de no menos de doce metros de largo. Y eso apenas era la mitad de lo que finalmente llegaría a ser.

Mi iglesia, pensó Thrower, y ya es más bella que casi todo lo que vi en Filadelfia.

Sobre la endeble estructura de tablas, Mesura embutía un tarugo de madera en la muesca que había al extremo de la viga maestra hasta introducirla en el orificio correspondiente de la cumbrera. Previsión hacía lo mismo por el otro lado. Los tarugos sostendrían la viga en su sitio hasta que colocaran las alfardas. Y cuando hubieran terminado, la viga maestra sería tan fuerte que hasta podrían quitar la viga transversal, de no ser porque la necesitaban para colgar el candelabro que iluminaría la iglesia de noche. De noche, para que los vidrios de colores refulgieran en la oscuridad. Tal era la grandeza del sitio que el reverendo Thrower concebía. Que sus mentes simples se postraran de admiración cuando vieran el lugar y que se maravillaran ante la majestuosidad del Señor.

Y en eso pensaba, cuando de pronto Mesura dejó escapar un alarido de terror, y todos vieron horrorizados que la cumbrera se había partido bajo el golpeteo del martillo del muchacho. La pesada e inmensa viga maestra brincó dos metros por los aires y se escapó de las manos de Previsión, quien la sostenía del otro lado, para quebrar el andamiaje como si fuese hojarasca. La viga maestra pareció quedarse suspendida en el aire por un momento, tan horizontal como uno pueda imaginar, y luego se desplomó como si el mismo Señor hubiese plantado sus pies sobre ella.

Y el reverendo Thrower no tenía que mirar para saber que directamente debajo de esa viga habría alguien cuando se estrellara contra la tierra. Lo supo porque tuvo conciencia del pequeño, supo que corría precisamente en la dirección equivocada, supo que su propio grito de «¡Alvin!» hizo que el niño se detuviera exactamente en el sitio indebido.

Y cuando miró, fue tal como supo que sería: allí estaba de pie el pequeño Al, mirando el tronco rebanado que lo enterraría en el suelo de la iglesia.

Ninguna otra cosa sufriría daños, pues la viga caería horizontal, perfectamente plana, y su impacto se transmitiría a todo el suelo. El niño era demasiado pequeño incluso para atenuar la caída del madero. Sería aplastado, machacado, y su sangre salpicaría la madera blanca del suelo de la iglesia.

Jamás conseguiré limpiar esa mancha, pensó Thrower irracionalmente, pero uno no puede controlar sus pensamientos en presencia de la muerte.

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