El silencio de los claustros (16 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Bueno, deberán escuchar lo que vaya determinando el doctor Beltrán después de haber contemplado el caso a la luz de sus conocimientos. De todas maneras les recuerdo que siguen ustedes trabajando sin que exista la más mínima hipótesis consistente y que la única prueba fiable es un cartel del asesino proponiendo un juego; lo cual se trata de un proceder típico psicopático.

Iba a decir algo, pero me callé. Coronas, encantado de verme tan modosa, sonrió levemente.

—¿Alguna pregunta? —dijo para echarnos pronto. Descubrí por el rabillo del ojo que Garzón se rascaba tras la oreja como solía hacer cuando se estrujaba las meninges y, antes de que hubiera preguntado cualquier cosa insensata, lo atajé poniéndome en pie.

—¿Y cuándo se incorpora el doctor Beltrán?

—Mañana, a partir de mañana —respondió el comisario abismándose de nuevo en las profundidades de su ordenador.

En el pasillo, Garzón había concluido el rascado de su oreja, que esta vez no le había dado buenos resultados, ya que exclamó:

—De verdad que ahora sí que no entiendo un carajo.

—Pues está claro como el agua. ¿No lo ve?: el comisario nos endosa a este médico y de esa manera mata dos pájaros de un tiro: proporciona material a los periodistas, que estarán felices con la idea de meter a un psicópata en la historia, y al mismo tiempo, le dice a sus superiores que ya trabajamos con una hipótesis en la que estamos ahondando. Por su parte, el psiquiatra promociona su libro y se cubre de gloria.

—¡Pero es que lo del psicópata es absurdo!

—¿Usted sería capaz de descartarlo?

—No sé, Petra, no sé; todo esto me parece un engaño.

—Nadie ha dicho que no lo sea, Fermín. Pero no se preocupe, nosotros obraremos en consecuencia.

—¿Y eso qué significa?

—Que seguiremos investigando a nuestro aire. Al psiquiatra, para que nos deje en paz, le soltaremos a Sonia que será quien trate con él. Ya veremos qué pasa; será interesante comprobar quién sobrevive a quién.

—¡Pero, inspectora, nos la podemos cargar con todo el equipo!

—Bueno, si nos echan de la policía usted siempre puede abrir un gabinete pedagógico para niños difíciles y yo... yo me quedo como ama de casa y me dedico a hacer
soufflés
.

Villamagna se quedó de una pieza cuando le dije:

—Muchacho, asunto solucionado: a partir de ahora despacharás con un psiquiatra que se incorpora a las pesquisas.

—¡No jodas! ¿Un loquero? ¿Y para qué?

—No te pagan por buscarle utilidad a las cosas. Vas a estar encantado, ya verás. ¿Tú sabes la cantidad de páginas que se pueden llenar con informes mentales?

—Si a mí me da igual; como si quieren contratar a un cantaor de flamenco; aunque hay que reconocer que un psiquiatra da mucho juego.

—Pues todos contentos —concluí.

Por la noche llegué tarde a casa. Marcos ya estaba durmiendo. Recordaba perfectamente que estábamos enfadados, pero no por qué. Mejor no refrescar la memoria. Me tumbé a su lado procurando no despertarlo, pero se dio la vuelta y me abrazó. Sin dirigirnos ni una sola palabra hicimos el amor arrullados por mugidos de sueño, de placer. Luego nos dormimos. ¿Quién ha dicho que hablando se entiende la gente?, un lugar común más.

El doctor Beltrán era una eminencia, debíamos estar muy agradecidos de que hubiera aceptado colaborar con nosotros. Había desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en Estados Unidos, de donde no hacía mucho que había regresado, y su actividad actual era incesante: daba clases en la escuela judicial, trabajaba como psiquiatra en el Clínico, pronunciaba conferencias en numerosos e importantes foros, acudía a congresos internacionales y en el tiempo que le quedaba libre, escribía libros de divulgación, que resultaban siempre sonoros éxitos de ventas. Un auténtico número uno. La información que Villamagna proporcionó a los periodistas era exhaustiva y tenía un indisimulado tono laudatorio, mientras que la reunión en la que nos fue presentado por Coronas me pareció kafkiana. El comisario compuso la figura de un esmerado maestro de ceremonias tan gustoso de recibir a nuestro invitado que parecía dispuesto a cargarse a un par de frailes más con tal de que su dictamen pericial diera la impresión de ser imprescindible. Luego llegó el momento de la realidad y nos quedamos Garzón y yo solos con la lumbrera. Tenía ganas de echar a correr, pero me limité a sonreírle. Beltrán, en vez de preguntar en qué podía servirnos, tomó la iniciativa de modo radical.

—¿Están ustedes dos solos en este caso?

—Hay un operativo ocasional de diez hombres realizando una búsqueda, y tenemos asignadas dos agentes fijas: Yolanda y Sonia.

—¿Están por aquí? Creo que sería interesante que esas dos personas se encontraran presentes en esta reunión.

—Me parece que están ahora en comisaría —dijo Garzón, y salió a buscarlas. Mientras llegaban, el psiquiatra no me dirigió la palabra ni una sola vez, ocupado en ojear los papeles que llevaba consigo. Tan sólo en un momento dado preguntó:

—¿Va bien ese ordenador que hay ahí?

Lo encendí sin contestarle y le hice con la mano un gesto de disponibilidad. Él metió un disco. Entraron mis compañeros: las chicas, tímidas e impresionadas. Garzón, con cara de cabreo. Cuando nos vio a todos juntos cargó un programa en el ordenador y comenzó a hablar en tono ex cátedra. Enseguida me sorprendió comprobar que cuando entraba en materia profesional, a su español se añadía una sutil pronunciación norteamericana. De pronto se interrumpió.

—¿Es que no van a tomar notas?

Hubo que ir a buscar cuadernos y lápices. Yolanda se ofreció, pero Garzón la atajó diciendo que prefería hacerlo él mismo. Supuse que se estaba cargando de razones para poder poner verde a la eminencia cuando estuviéramos en la intimidad.

Siguió una sesión estadística sobre los asesinatos cometidos por psicópatas en Estados Unidos durante los últimos diez años. La pantalla iba secuenciando gráficas coloreadas. Se llegaba a la conclusión de que, de todos aquellos asesinos, un 15 por ciento había dado motivos o explicaciones religiosas para llevar a cabo sus crímenes. En otras palabras, su insania mental se circunscribía al tema religioso. De todos ellos, un 5 por ciento no había actuado solo sino con cómplices.

Yolanda y Sonia hacían anotaciones en sus papeles como dos posesas. Garzón escribía algo de vez en cuando y yo emborronaba alguna línea con las cifras que se suponían cruciales.

La segunda parte de la charla consistió en enumerar las características psicológicas de los psicópatas asesinos de índole religiosa. Se nos brindaron ejemplos, todos norteamericanos, de este tipo de enfermos y las fechorías que habían cometido. Siempre eran individuos muy inteligentes, muy seductores, con antecedentes familiares de enfermedad mental o fuertes traumas infantiles. Tipos por lo general desalmados, incapaces de sentir remordimiento por el dolor infligido a otros, calculadores, amantes del juego y el reto, crueles hasta la médula. Después de oír todo aquello me pareció que cualquier aficionado a las películas americanas podía estar al corriente de ese retrato sin necesidad de ser un experto.

Finalizó haciendo un esbozo del hombre al que quizá podríamos estar buscando. Se trataba de alguien, muy probablemente un varón con un nivel de estudios alto, susceptible de conocer la historia y sus episodios. Debía haber sufrido algún trauma sexual que potenciaba, por contraposición, sus deseos de pureza y de religiosidad. Un ser manipulador y convincente que había conseguido imbuir sus ideas a algún o algunos amigos que habrían actuado como cómplices. Su objetivo era el robo de la momia del beato para llamar la atención, jugar con la policía y demostrar a los de su grupo hasta qué punto llegaba su poder. En principio deberíamos pensar que el asesinato del fraile había sido casual (se lo encontraron en la capilla cuando iban a robar la momia y se convirtió en un estorbo), pero no podíamos descartar que durante las observaciones previas al convento lo hubieran visto entrar y salir y se hubiera convertido en otro posible trofeo, en la víctima de una pulsión morbosa.

De pronto y sin un gesto que nos hubiera puesto sobre aviso, apagó el ordenador y se dirigió a nosotros con actitud profesoral.

—Espero sus preguntas.

Nuestra menguada asamblea, consultada tan de improviso, no hizo sino callar. Nos mirábamos los unos a los otros como alumnos cogidos en falta. Por fin, Sonia levantó una mano con energía. Temí lo peor, pero se limitó a preguntar respetuosamente:

—¿Qué significa «pulsión morbosa»?

Sonrisita autosuficiente de Beltrán indicando que la pregunta le parece pertinente. Respuesta y vuelta a empezar.

—Más preguntas.

El tono inquisitorial empezó a cabrearme. El psiquiatra descargó su peso de una pierna a otra. Hizo un gesto de impaciencia controlada; el hecho de que la curiosidad no se desatara en un torrente de cuestiones no le pareció nada bien. Entonces Sonia, animada por su éxito anterior y deseosa de hacernos quedar bien a los demás, sí confirmó todos mis temores preguntando:

—Y digo yo, doctor, ¿de dónde puede deducirse que el hombre al que buscamos es norteamericano?

Hubo un momento de desconcierto general. Luego, nosotros pasamos del desconcierto al estupor, mientras siguió en el desconcierto.

—¿Cómo dice? —preguntó sinceramente despistado. Yolanda se había puesto roja como la grana, la boca de Garzón había adquirido un rictus sardónico y yo me vi obligada a salir al paso, más por piedad hacia la eminencia que hacia Sonia.

—Mi colaboradora quiere decir si los datos que nos ha dado son igualmente válidos en nuestro país.

Cacareó como una gallina molesta y dijo:

—Sólo en Estados Unidos se realiza este tipo de estudios, pero son datos científicos con validez universal.

Yolanda impidió con codazos furibundos que Sonia contrarreplicara, pensé que debía postularla para un ascenso. Alcé la mano.

—Y dígame, a la vista de toda esta información, ¿qué es lo que nos aconseja hacer?

—Tendrían que visitar todos los frenopáticos u hospitales de día de la ciudad en busca de individuos que hayan sido censados con la patología que les acabo de describir y que hayan abandonado el tratamiento prescrito de modo brusco. También sería interesante indagar en los archivos médicos de las cárceles cercanas. No es improbable que el asesino estuviera ingresado en alguna época por un delito menor. Me gustaría que, ya que colaboro con ustedes, me mantengan minuciosamente informado y me consultaran ante cualquier sospechoso que sea seleccionado.

Tal y como imaginaba, en cuanto nos quedamos solos al subinspector le faltó tiempo para encenderse y llamear.

—¡Que Dios, la ciencia y el presidente de Estados Unidos me perdonen, pero este tío es un soberano soplagaitas! ¿Y ésta es la gran eminencia? ¡Pero si nos ha soltado una charla de manual: «¡Construya usted su propio psicópata»! Y encima pretende que vayamos reclutando pirados y los sometamos a su juicio. ¡Hay que joderse!

—Tranquilícese. ¿Sabe dónde está ahora la eminencia? Pues en una rueda de prensa junto a Villamagna.

—Si les decimos que estamos siguiendo las pautas que él nos marca se reirá de nosotros todo dios.

—Da igual. Villamagna dirá que se trata de una vía abierta en las pesquisas, una más. Cuando llegue el momento declaramos que era una vía muerta y en paz.

—¿Y qué piensa hacer?

—Mandar a Sonia en busca de pirados religiosos a los psiquiátricos y nosotros seguir con lo nuestro.

—En cuanto esa chica escriba el primer informe nos la cargamos. El comisario dirá que no era ésa la solución.

—Sólo me la cargaré yo. Asumo toda la responsabilidad.

—Tampoco soluciona nada que se ponga en plan motín de la
Bounty
.

—¡Váyase al infierno, Fermín!

—Tal y como van las cosas, allí acabaremos los dos.

6

Al llegar a casa me encontré con la sorpresa de que Marina estaba allí, sola con la asistenta.

—Papá y los chicos se han ido a ver un partido de baloncesto. Yo quería quedarme.

—¿Os tocaba hoy en casa? —pregunté, incapaz de aprenderme su calendario de visitas.

—No. Ha sido un extra por lo del partido. Papá tenía entradas.

—¿Has cenado?

—Todavía no.

—Voy a decirle a Jacinta que ya puede marcharse. Así nos preparamos algo apetitoso y cenamos las dos.

—Jacinta ya ha preparado espinacas. —Hizo un gesto elocuente de disponerse a vomitar.

—Veremos qué puedo hacer.

Después de liberar a la chica de sus responsabilidades me serví un whisky, entré en la cocina y me puse un delantal. Mientras pegaba sorbos deleitosos al reconfortante licor freí las espinacas ya hervidas con un poco de jamón, ajo y piñones, saqué dos bases de pizza del congelador y preparé unas espectaculares pizzas de espinacas. Mientras se cocían en el horno y yo le pegaba a la copa, Marina saltaba por la cocina trenzando pasos y saltitos que recordaban vagamente al ballet. De pronto se puso seria y dijo:

—Hay un mensaje en el contestador. Lo oí mientras se grababa.

Observé que sus ojos estaban muy abiertos, fijos en mí.

—¿Algo de trabajo?

—No creo; era la madre de Hugo y Teo.

Me quedé de una pieza. Sin una palabra más, caminé como una autómata hasta el contestador del salón y lo puse en marcha. Un par de mensajes para Marcos y, al fin, una voz femenina tensa hasta la irritación.

«A quien corresponda escuchar esto. Soy la madre de Hugo y Teo Artigas. Quiero advertir que no estoy dispuesta a tolerar que mis hijos sean instruidos en los usos y costumbres de los bajos fondos de la ciudad. Tampoco me entusiasma que ninguno de ellos sea alentado hacia la vocación policial. Por eso si se vuelve a repetir una impensable visita como la del otro día, prevengo al responsable de los niños, es decir a su padre, de que presentaré una denuncia frente al juzgado de familia. Nada más. Espero haber sido lo suficientemente clara.»

Un escalofrío de angustia me recorrió entera. Al darme la vuelta, descubrí a Marina, que seguía mirándome de hito en hito. Esbocé un triste amago de sonrisa.

—Vamos a cenar —dije—. Las pizzas ya deben de estar listas.

Comimos en silencio. Yo, completamente absorta en mis pensamientos. De repente, Marina preguntó:

—¿Estás preocupada por el mensaje?

—No. Se me había ido la cabeza a las cosas del trabajo —mentí. Inútilmente, porque la niña comentó tras una pausa:

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