El silencio de los claustros (19 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

En aquel momento me di cuenta de que aún conservaba una brizna de fe en su explicación, ya que en cuanto hubo formulado semejante pregunta, la perdí. ¡Cielos, volvíamos a la España profunda: la guerra civil, la quema de conventos, las hordas rojas abatiéndose sobre la ciudad! ¿Para eso había viajado hasta Poblet? Me armé de paciencia para responder:

—No personalmente, desde luego.

El hermano Magí ni siquiera sonrió, era presa de un ataque de exaltación histórica similar al de la hermana Domitila.

—Ha habido cuatro épocas históricas en las que se produjo tan execrable práctica en Cataluña: durante la invasión napoleónica, durante la desamortización de Mendizábal en 1835, durante la Semana Trágica y en la guerra civil. Las dos primeras están demasiado lejanas en el tiempo como para tener ninguna repercusión actual. Nos queda la guerra civil, cuyos conventos e iglesias quemados fueron reconstruidos casi en su totalidad, y la Semana Trágica, donde hubo la mayor quema de lugares sagrados llevada a cabo jamás en Cataluña. La mayor parte también se reconstruyeron; pero unos cuantos desaparecieron para siempre o pasaron a ser otro tipo de edificios o a manos de otras órdenes religiosas.

Asentí sin saber adónde quería ir a parar. Él me miró con cierta reconvención, como suponiendo que yo debía ya adivinar de qué me estaba hablando.

—¿Conoce usted las circunstancias de la Semana Trágica?

—Pues sí, claro, una revuelta anticlerical que sucedió en Barcelona a principios del siglo XX.

—Fue en 1909. El gobierno central, fiel a la política colonial, intentaba mantener bajo su dominio el norte de África, concretamente la zona del Rif. Se sucedieron las derrotas militares, hasta tal punto que hubo que movilizar a los reservistas, muchos de ellos hombres ya casados y con hijos. El sistema de reclutamiento de la época permitía librarse de ir a la guerra pagando una elevada cantidad. Por lo tanto, quienes debían entrar forzosamente en la batalla eran los hombres de clase trabajadora. Naturalmente, la gente se movilizó en contra de una medida semejante y cuando se produjo el primer embarco de reservistas hacia Marruecos, estalló de modo espontáneo una reacción de rechazo que culminó en una huelga general y una insurrección popular que dejó en manos del movimiento obrero la ciudad de Barcelona. No hubo ningún poder político que quisiera encabezar esta revolución. Ni lerrouxistas, ni republicanos ni nacionalistas. De ese modo, las masas, descontroladas y furiosas, hicieron recaer su ira sobre las iglesias y conventos de la ciudad.

—Muy bien, ¿y?

—Inspectora, en uno de esos conventos desaparecidos durante esa semana o durante la guerra civil, es decir, en las viviendas o edificios que ocupan su lugar, está en estos momentos la momia del beato fray Asercio de Montcada. Desde mi punto de vista eso es lo que el asesino ha querido decirnos con su cartel.

Me acaricié la barbilla, después la frente y al final, presa de una gran consternación, me emborroné todos los rasgos de la cara con ambas manos.

—Hermano, por favor, creo que estoy a punto de volverme loca. Todo eso está muy claro como explicación teórica; es más, si usted estuviera escribiendo un estudio sobre el tema, resultaría una hipótesis brillante. Pero ¿cómo lo cocinamos para tragarlo con nuestro muerto?

—No estamos hablando de épocas tan remotas. Los odios y venganzas de esos dos períodos terribles aún pueden seguir vivas.

—¡Por todos los demonios, hermano!, ¿y quién se venga de quién cargándose al hermano Cristóbal de un modo tan aparatoso, con robo de momia y todo?

—Inspectora, el hermano Cristóbal se disponía a hacer un estudio profundo de la momia, un estudio forense. Alguien quiso impedir que descubriera algo en ese cuerpo incorrupto.

—¿Qué, según su teoría?

—Ahí tendría que ser muy especulativo, y ése no suele ser mi método de trabajo.

—Infrinja sus reglas, por una vez.

—Aunque la hermana Domitila esté despistada, yo estoy seguro de haberle oído comentar al hermano que en los días venideros se disponía a hacer al beato un análisis de ADN.

—De acuerdo, ¿y qué podría eso cambiar?

—Quizá mucho, quizá se podía descubrir que la momia de fray Asercio no era medieval, sino un cuerpo mucho más reciente, un cuerpo de principios de siglo que suplantaba al beato.

—Pero el beato estaba a la vista de todo el mundo, bajo su urna de cristal.

—Inspectora, un muerto se parece mucho a otro y sobre todo si se le hace un tratamiento con cera en la cara.

—¡Dios eterno, todo esto es una locura, hermano Magí!

—Sí lo es, inspectora, el propio caso lo es. ¿No se había dado cuenta?

La mente me funcionaba con toda intensidad y hasta temí que una nube de vapor se desprendiera de mi pelo. Pero el hermano historiador estaba lanzado en sus hipótesis.

—Haya sido quien haya sido quería que su crimen fuera espectacular, reivindicaba algo con él: una pretendida injusticia histórica quizá.

—¿Como cuál?

—Si le contesto ya no seré especulativo, sino que tendré que echar mano directamente de la imaginación, y eso viola todos mis principios intelectuales. Pero un posible motivo podría ser la venganza de algún descendiente de una víctima de la represión que siguió a la quema de conventos, tanto en 1909 como en el 36. Quizá esa persona sabía que en vez del santo habían colocado a un familiar, muerto de manera infamante cuando asaltaba un convento.

—¡Por favor, por favor, hermano; deje en paz su imaginación! Todo esto es demasiado. Demasiado complicado, demasiado absurdo, demasiado... ¡demencial!

—¿Un policía nunca especula?

—No, y le diré por qué: porque el objetivo final de nuestro trabajo no es escribir un libro o hacer un doctorado, sino meter en la trena al culpable de un crimen. ¿Sabe lo que es la trena?

—Sí.

Se había quedado serio ante mi tono desabrido y brusco. Miró al suelo. Las arrugas faciales de sus sesenta años se marcaron con profundidad. Dijo mansamente:

—Le aseguro que todas estas hipótesis las he elaborado sólo con la intención de ser útil para ustedes.

Me arrepentí de mi reacción. No hay como apreciar un poco de humildad ajena para advertir la propia soberbia.

—Discúlpeme, hermano, se lo ruego; pero debe de intentar comprenderme: en nuestro oficio solemos trabajar con presupuestos muy concretos: bandas de delincuentes, traficantes, gente del hampa... y los asesinatos que resolvemos o intentamos resolver siempre están en la esfera de lo básico. Cuando hay una venganza es por drogas o celos y sucede en un lapso corto. Por eso todo esto se me escapa, me obliga a violentar de tal forma mis métodos de trabajo que acabo por ponerme muy nerviosa.

—La comprendo bien. Todo esto es una locura, lleva razón. Ni siquiera va a tomar en consideración oficialmente las cosas que le he dicho, ¿verdad?

—De eso nada; por supuesto que las tomaré. Necesito que me escriba todos esos datos históricos de modo muy sucinto para que yo pueda hacer un informe después. Mándemelos por correo electrónico a esta dirección.

—Pero es que... es que también había hecho una pequeña lista con los conventos que desaparecieron y...

—Adjúntela al envío, por favor.

Una vez en los jardines del convento aspiré el aire del atardecer. El silencio era magnífico, alado, delicioso, una presencia en sí mismo. ¿Por qué no me quedaba allí una temporada? Quizá los frailes me alquilaran una celda aunque fuera una mujer. Ellos vivían en aquel silencio, nada que ver con mi hábitat normal. Dos mundos distintos. Por eso las especulaciones del hermano Magí me pillaban tan a trasmano. Por eso el mundo del delito le quedaba tan lejos a él. Y sin embargo, habíamos coincidido en un punto importante: algo había en aquel cuerpo momificado que había desencadenado aquel vendaval.

Conduje de vuelta a Barcelona sin poner la radio. Era un intento de perpetuar el silencio que había degustado en Poblet. Inútil, por supuesto, ya que en el coche rugía el motor, y las marchas arrastraban su propio sonido y el tráfico de la autopista atronaba también. Un concierto estridente donde ni siquiera pensabas en hallar la paz. Y sin embargo, mi mente estaba poblada de fantasmas silenciosos: los monjes, las monjas, las momias, los muertos de antiguas guerras... Para contrarrestar tanta imaginería fúnebre puse un CD con música de
jazz
. Charlie Parker a toda mecha, otro fantasma más.

Garzón estaba aburrido cuando llegué.

—¿Qué ha pasado, inspectora?

—Nada, todo lo que tenía que pasar ya pasó. Eso es la historia, ¿no?

—¿Qué tal la versión del hermano?

—Más elaborada que la de la hermana, pero todo queda en familia al final: historia. Si quiere más detalles busque en mi correo electrónico. La contraseña es castaña.

—¿Castaña? ¡Nunca me lo había dicho!

—Es un fruto muy noble, y de él se extrae el sabroso marrón glacé. Y ahora hasta mañana, me largo a casa porque no puedo más.

—El juez insiste en que las monjas no han firmado sus declaraciones. Y como no hay quien las haga pasar por comisaría...

—Vaya usted solo al convento. De paso le cuenta a la hermana Domitila la versión de su colega historiador, a ver qué le parece.

—¿Yo solo al convento? A lo mejor no me dejan entrar.

—Seguro que sí, y la superiora le invitará a tomar el té. Dele conversación, le encanta charlar.

—Pero inspectora...

—Hasta mañana, Garzón, la historia de España ha podido conmigo. Mañana será otro día.

Le dejé con la palabra en la boca, pero no quería hablar más, otra réplica por mi parte hubiera contenido alguna grosería de gran calado. Llegar a mi casa me supo a gloria. Era como La Meca para el peregrino musulmán, como el estado de Sión para un judío ultraortodoxo, como quemar un convento para un anarquista barcelonés.

Al abrir la puerta de mi refugio oí que el teléfono sonaba en la oscuridad. Corrí al salón sin encender la luz y descolgué:

—¿Es usted Petra Delicado? —preguntó una voz femenina.

—Sí, al habla.

—Mire, señora; que mi hija acabara viviendo con una policía nunca había sido mi ilusión.

La interrumpí inmediatamente.

—¿Quién es usted?

—Soy Silvia, la madre de Marina. Y le aseguro que tolero que viva con usted de vez en cuando porque no me queda más remedio. Pero eso no significa que vaya a soportar sus excentricidades para con la niña. ¿En qué cabeza cabe que un policía de tres al cuarto lleve a mi hija a una comisaría y le muestre escenas de violencia y...

—Un momento, disculpe. Esto es una casa particular y yo no deseo hablar con usted. Si tiene algo que decirme póngase en contacto con mi abogado.

—¡Increíble, valiente desfachatez! No dude de que lo haré. Y, encima, ha aleccionado a mi hija para que no me contara nada y he tenido que enterarme por terceros. La advierto seriamente de que...

—¡Basta, tengo mejores cosas que hacer que hablar con una niña pija como usted!

Colgué el teléfono con la brusquedad del trueno. El corazón me palpitaba con una fuerza inusual. Estaba más fuera de mis casillas que si me hubiera enfrentado a un temible delincuente. Me serví un whisky sin hielo ni agua. Me lo bebí a tragos rápidos y cortos, como una medicina. Entonces oí cerrarse la puerta de la calle. Me di cuenta de que había hecho todos los movimientos sólo iluminada por el alumbrado de la calle que se colaba por las ventanas. Marcos me deslumbró encendiendo la del techo. Exclamó:

—¿Pero qué haces a oscuras?

Salté sobre él como un depredador que hubiera estado aguardando a su presa, conteniendo el hambre y la agresividad durante horas, hasta tenerla delante.

—Lo siento, Marcos, pero no puedo más. Estoy en un momento de mi trabajo que implica un gran estrés. Llevo un caso entre manos del que no entiendo un carajo, soporto la presión de mis jefes, de la prensa, de mis propios colaboradores. Llego a casa deshecha y con la cabeza como un bombo. Pero lo que ya no puedo aguantar es que cuando estoy aquí, que se supone que es mi lugar de descanso y de paz, salten sobre mí todas tus ex mujeres como una jauría enfurecida.

—¿Qué ha pasado?

—Ha llamado la madre de Marina. Te lo dije, te dije que sucedería. Me asegura que... en fin, me pone a parir por haber consentido que la niña fuera a comisaría con Garzón. Estaba cantado, pero ¿qué hiciste tú? Ponerte en plan santón hindú soltando máximas como: «lo hecho, hecho está».

—¿Qué se supone que hubiera debido hacer?

—No sé, anticiparte a su reacción, llamarlas tú ofreciendo explicaciones, calmar los ánimos antes de que estallaran... en definitiva, cualquier cosa que implicara que las intemperancias de tus esposas recayeran sobre ti y no sobre mí.

—Perdona, pero eso hubiera dado lugar a...

—¡No me importa a qué hubiera dado lugar. El caso es que soy yo quien aguanta los cabreos de esas señoras!

—Muy bien, Petra, ya has dicho lo que pensabas y te has quedado tranquila. Pero te recuerdo que no eres la única que trabaja en esta casa, ni eres la única que está sometida a estrés. ¿O piensas que yo me paso el día mirando al cielo? ¡No tienes ningún derecho a hablarme así, ninguno! Puede que lo hagas en comisaría pero yo no soy uno de tus subordinados.

—Todo eso está muy bien, pero no me has contestado: dime qué tengo yo que ver con tus ex mujeres.

Dejó de gritar, bajó la vista. Ni siquiera se había quitado aún el abrigo.

—Lo siento, Petra, siento que te hayan molestado. En algún momento pensé que los problemas del uno serían también los del otro, pero es evidente que me equivoqué. Subo a mi estudio, será mejor que esta noche duerma allí.

—Me parece perfecto.

En el mismo instante en que desapareció de mi vista se me hizo un nudo en la garganta. Di unos pasos apresurados hacia la cocina, intentando que mi enfado continuara. Allí abrí y cerré un par de cajones con estrépito y tiré al suelo un tomate que descansaba en las encimeras. Se despachurró. Me quedé mirándolo en silencio. Ya no estaba iracunda, solo compungida. Decidí ir a acostarme. Me metí en la cama. Intenté leer, pero no podía concentrarme. Intenté dormir, pero tampoco lo conseguía. A la una de la madrugada subí al estudio de Marcos. Estaba tumbado en el sofá, vestido aún, despierto y con la mirada perdida en el techo. Busqué su abrazo sin decir palabra. Por fin la zozobra me dejó articular:

—Lo siento muchísimo, perdóname.

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