El silencio de los claustros (22 page)

Read El silencio de los claustros Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¡Bien, buena teoría! Aunque yo tengo la mía, no vaya a pensar. Yo creo que los culpables han sido nuestros eternos enemigos los moros. A lo mejor en su época el tal Asercio era un terrible batallador en la Reconquista y...

—¿Y no habrán sido los vikingos, o sea el bárbaro invasor?

Cansados, derrotados, achispados, sin malditas ganas en el fondo de bromear, estallamos en risas. Entonces nos avisaron para que regresáramos al taller.

—Inspectora —dijo el agente que había llevado a cabo la búsqueda de pruebas—. Hemos tenido mucha suerte.

—¿Qué han encontrado?

—El asesino ha utilizado unos guantes de látex y los ha dejado tirados en un rincón. Así que tendremos huellas dactilares en cuanto los sometamos a los nuevos procedimientos.

—No hay ningún sospechoso aún, pero es un buen hallazgo. ¿Nada más?

—Aparentemente, no. Veremos qué dice la autopsia, pero nosotros creemos que a esta mujer la trajeron ya muerta aquí. Hay sangre seca y descomposición en el lugar donde estaba tumbada, pero no en la cantidad que deja una agresión
in situ
.

—¿Cómo la mataron?

—A hostias, con perdón. Tenía la cabeza hecha cisco, pero como llevaba días muerta al principio no se distinguía nada y...

—Está bien. Déjenlo todo listo y precintado y traslade las pruebas a la comisaría.

Nos dirigimos lentamente hacia el coche.

—¿Se ha fijado? —le dije a Garzón—. Hemos pasado el rato soltando ocurrentes disparates, pero ni una sola hipótesis seria sobre el crimen.

—No hay más hipótesis que una: se la han cargado para que no hable sobre lo que vio.

—Ya había contado lo que vio. ¿Qué temían entonces?

—Que dijera algo más, es decir que facilitara algún detalle.

—¿Significa eso que conocía a los hombres que acarreaban el cuerpo?

—Me parece improbable, tratándose la testigo de una mujer tan marginal.

—Pues el detalle estaría en otro lado, en la furgoneta quizá... no lo sé. Dudo mucho de que pudiera recordar la matrícula.

—Lo que está muy claro es que los ladrones de la momia no se fijaron en que alguien los había visto, y cuando lo descubrieron por el periódico salieron a la caza antes que nosotros.

—¿Cómo podían saber quién era si no se dio a nadie ninguna identificación de la testigo?

Me abracé el torso con ambos brazos. Me palmeé las costillas:

—No lo sé, Garzón, no sé nada. Lo más probable es que se haya cometido este crimen por culpa de nuestra inoperancia. Esa mujer no hubiera debido marcharse tras declarar.

—Nosotros no lo hicimos, llegamos al caso después de que eso hubiera ocurrido.

—¿Y eso le deja más tranquilo?

—Me hace sentir menos culpable.

—Feliz usted. Hasta mañana, Garzón; nos vemos en comisaría.

—¿Qué se propone?

—¡Dormir!

—Le conviene.

—Me lo proponga o no, me convenga o no, dudo de que pudiera hacer cualquier otra actividad.

Abrí la puerta de casa. Subí la escalera y me acosté vestida. A mi lado Marcos dormía profundamente. Puse mucho cuidado en no despertarlo. Me pregunto qué cara debió poner cuando al día siguiente descubriera a una mujer con gabardina ocupando mi lugar en la cama.

El mal estado en el que se encontraba el cadáver de Eulalia obraba a favor de la rapidez. Si no queríamos que la descomposición acabara de borrar del cuerpo cosas interesantes, era imprescindible efectuar la autopsia lo antes posible. Y así sucedió, el Anatómico Forense no se demoró ni nos hizo «guardar cola». Sin embargo, consultar el informe final no supuso ninguna conmoción para nosotros: Eulalia Hermosilla, de sesenta y ocho años, había muerto como consecuencia de un golpe descomunal en la parte trasera del cráneo. El arma homicida había sido un objeto romo, duro y grande. Es decir, la mendiga y el monje habían tenido casi con toda seguridad idéntico matador y éste era una auténtica bestia.

La teoría del forense coincidía con la impresión que habían recibido los investigadores
in situ
: la mujer no había muerto en el interior del taller, sino que había sido trasladada allí ya cadáver. No se notaban en su cuerpo excoriaciones de ningún tipo, por lo que se aventuró la posibilidad de que el traslado se hubiera realizado entre dos personas.

Coronas estaba estupefacto. No había pensado en la eventualidad de aquel nuevo asesinato. Para él la existencia de la mendiga era un factor aleatorio. Por esa razón, en su fuero interno nunca había aprobado el operativo que yo le había pedido organizar. Y sin embargo, allí estaba la mujer, muerta desde hacía al menos una semana.

—Parece evidente que el asesino la localizó y la mató antes de que pudiéramos interrogarla a fondo —sentenció, profundizando en lo obvio.

—Eso significa que quienes se llevaron la momia no se percataron en absoluto de que esa desgraciada estaba allí.

—Pero ¿cómo le siguieron la pista?

—No lo sé, Petra, a esa mujer la vieron en las inmediaciones de la calle Escornalbou y nosotros nos enteramos; el asesino también se enteró, eso es todo.

—El asesino no tenía ningún operativo especial a su servicio.

—¿Es posible que estuviera siguiendo a alguno de los policías?

—Me resulta difícil de creer.

—Este caso es odioso, odioso. Un monje, una pobre mujer... ¿quién tiene interés en hacer daño a gente tan inocente?

—Es la ausencia de móviles lo que lo complica todo, comisario.

—Usted sabe que cuando no hay móviles lógicos siempre nos inclinamos por la figura de un loco.

—Pero yo me niego a creer...

—Usted no puede negarse a nada, Petra, y ¿sabe por qué? Porque no me ofrece ninguna alternativa. Suelo admirar su lógica racionalista, pero dígame, ¿cómo se justifica con la razón en la mano que nadie mate a un monje inofensivo en plena noche y que robe una momia y se la lleve a su casa? Contésteme.

—Aún no puedo contestarle.

—¡Esto es obra de un loco, inspectora, un loco con un cómplice más loco que él! No veo otra manera de cuadrar tanto despropósito. ¿En qué andan ahora?

—Están analizando todos los residuos que encontramos en el taller abandonado, por si hubiera suerte y... También están compulsando las huellas que pudieron sacarse de los guantes de látex.

—¿Tenía familia esa mujer?

—Nadie ha reclamado su cadáver por el momento.

—Quizá cuando aparezca la noticia en los periódicos...

Me encogí de hombros, bajé la vista con abatimiento.

—¿Y todas esas teorías históricas que he leído en los informes?

—No les he dado demasiado crédito, señor.

—Pues si todo sigue como está y nos centramos en la posibilidad de alguien que esté como una chota, a lo mejor tiene que revisar su postura. Algo está intentando decirnos el asesino con ese cartel en letra gótica.

Asentí, cansada, aburrida, impotente.

—Puede irse. Vaya a poner todo esto por escrito.

Di media vuelta lentamente, caminé demorándome en cada paso. Entonces oí la voz de Coronas que decía:

—No se deje abatir, Petra, están haciéndolo bien.

Sí, muy bien, pensé, tan bien que habíamos conseguido un nuevo crimen. Difícilmente se podía actuar con más tino. Pero claro, la víctima no contaba demasiado para nadie y su muerte parecía un mal menor. La ciudad está poblada por un montón de gentes prescindibles cuya desaparición no altera el paisaje.

Sobre la mesa de mi despacho me esperaba un informe que ya no recordaba haber pedido. Era el estado de cuentas y las fuentes de financiación del convento de las corazonianas. Estaba firmado por el inspector Sangüesa, e incluía una nota de su puño y letra:

«Ahí tienes el trabajo finalizado, Petra. Tus monjas no parecen unas defraudadoras ni nada por el estilo. Muy ricas tampoco son. Yo diría que todo está en orden. Fíjate en que hay un donante o benefactor fijo. Te lo he subrayado en rojo por si es un dato de interés».

Sangüesa era un
crac
, el tío que mejor funcionaba en la Policía. Busqué su subrayado y leí: «Heribert
Piñol
i Riudepera. Su familia es benefactora del convento desde 1912. Él ingresa 12.000 euros anuales por medio de su fundación». Sí, quizá sí era un dato interesante; en cualquier caso debía ser investigado. Me preparé mentalmente para una nueva visita a las corazonianas. O resolvíamos aquel caso o quizá mi vida me deparara la sorpresa de una vocación religiosa en toda regla.

Como de costumbre, a la madre Guillermina le encantó verme de nuevo.

—¿Por qué no me ha dicho que iba a venir a visitarme?, hubiera mandado a comprar un té mejor. Yo creo que el que nos han suministrado en la última partida está bastante pasado. Pero claro, como siempre tenemos que andar mirando el céntimo...

—Justamente he venido para hablarle de dinero.

—Eso sí es una novedad.

—Se trata de las donaciones, más concretamente de la que efectúa el señor
Piñol
i Riudepera.

—¡Ah, don Heribert! Sí, es nuestro principal benefactor. Su familia ha ido efectuando donaciones a nuestra orden desde tiempo inmemorial. Afortunadamente los herederos siempre recogen el guante de la caridad y van aumentando las cantidades según los tiempos. Aunque dos millones de pesetas para una comunidad como la nuestra y con los gastos que hay no representa nada extraordinario. Pero claro, nos ayuda, y por supuesto le pido a Dios que no nos falle jamás.

—¿La donación fija es anterior al actual heredero de la familia?

—Por supuesto que sí. Los
Piñol
vienen siendo benefactores de las corazonianas desde... no me acuerdo muy bien, pero creo que desde antes de la revolución industrial.

—¿Qué tipo de actividad profesional desarrollan?

—Son grandes capitalistas, y sus negocios varían según la época: latifundistas, empresarios textiles, importadores... Ahora creo que tienen una empresa de repuestos, y más cosas desde luego, porque los hijos ya trabajan también. Es una de esas familias patricias catalanas que han sabido acoplarse a los cambios económicos. Me pregunto si la próxima generación seguirá practicando la caridad.

—Tienen una fundación.

—Sí, no somos las únicas que reciben un beneficio, pero creo que el resto de actividades están más ligadas a temas sociales. Es el signo de los tiempos, también.

—¿Qué ideología tienen los
Piñol
?

—No lo sé, inspectora, la familia la componen muchos miembros, ni siquiera sé cuántos.

—Sí, pero ¿en general?

—Pues serían de derechas, supongo, aunque tampoco tanto, porque siempre han tenido cierta pátina nacionalista, una defensa de la identidad catalana.

—Madre Guillermina, hablemos de revoluciones y guerras.

Dio un respingo que implicó a todo su cuerpo. Se quitó las gafas, volvió a ponérselas. Pulsó el timbre que tenía sobre la mesa.

—¡Jesús, inspectora, no me haga hablar de algo tan terrible! Yo nací en el 51 y no me acuerdo de nada. Dios me preservó de la terrible guerra fratricida, por lo que le doy las gracias aún.

—Sólo quiero saber qué sucedió con el convento durante la guerra civil, también si fue quemado durante la Semana Trágica. Eso sí debe saberlo.

Entró una monja con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa. La superiora le preguntó:

—¿Dónde está la hermana Domitila?

—En la biblioteca, estudiando con la hermana Pilar, que tiene un examen en la universidad dentro de dos días.

Se volvió hacia mí.

—No le importa que sea ella quien conteste, ¿verdad? Yo sé las cosas a grandes rasgos.

Asentí y la mandó llamar. Mientras llegaba sirvió el té, tiró el cigarrillo que estaba fumando.

—No es que me esconda de las hermanas mientras fumo, pero es más respetuoso no hacerlo a la descarada.

La hermana Domitila pidió permiso para entrar. Por su mirada comprendí que se sentía feliz de haber sido requerida. Me sonrió con su cara inteligente.

—¿Hay alguna novedad? —se atrevió a preguntarme sin reparos.

—La testigo que vio a los hombres sacar el cuerpo del beato ha sido encontrada muerta, asesinada.

Las dos monjas reaccionaron igual, ahogando una exclamación imprecisa y doliente. La hermana Domitila se santiguó, su superiora la siguió en el gesto de piedad. Luego la madre Guillermina bajó la vista, mientras la hermana la clavaba en mí de modo inquisitivo.

—¿Saben quién ha sido, inspectora?

—No, aún no.

—¡Dios eterno! —dijo la priora—. ¿Qué ha pasado para que nos rodee tanta muerte?, ¿por qué a nosotras, por qué aquí?

Dejé un tiempo para que se recuperaran de la impresión. La madre estaba seriamente afectada. La hermana, haciendo gala de su condición de intelectual, parecía luchar contra su devoradora curiosidad. Pero no le permití que me friera a preguntas y fui yo quien volvió a plantearle las cuestiones que acababa de exponer hacía un rato. Pareció contenta de que confiáramos en ella como historiadora y demostró su innegable erudición.

—Durante la Semana Trágica nuestro convento no llegó a arder, pero fue profanado. Se robaron objetos preciosos de culto y alguna de las imágenes de santos apareció mutilada. Hay constancia de todo ello en la memoria interior del convento, que llevaba al día la monja que en la época se ocupaba de la biblioteca. Incluso existe una relación de las reparaciones que debieron hacerse y de cuánto costaron. Si le interesa el dato puedo consultar los documentos originales, que todavía no están informatizados.

—¿Qué ocurrió con el beato?

—Nada que haya quedado registrado. Seguramente se le respetó. Por lo que puede leerse en otras crónicas, los grupos de incontrolados sentían cierto temor de los cuerpos incorruptos, sin duda por superstición. Eso motivó que no se les tocara.

—Comprendo. ¿Y durante la guerra civil?

—Durante el conflicto el convento no fue atacado, si bien sirvió como albergue de una guarnición de soldados republicanos y como consecuencia de ello hubo algunos destrozos, pero no existió expolio ni profanación.

Apunté lo que me decía con todo detalle. De repente la hermana habló titubeando:

—Inspectora, yo... bueno, su ayudante el subinspector me contó la teoría del hermano Magí sobre la frase escrita en el cartel del asesino y... bueno, por sus preguntas deduzco que le han dado más crédito que a la mía. Pero es que debo reconocer con toda humildad que es mucho más plausible, mucho mejor. Sin duda me equivoqué con mi hipótesis sobre los enterramientos.

Other books

La última jugada by Fernando Trujillo
Así habló Zaratustra by Friedrich Nietzsche
Destined for Time by Stacie Simpson
The Victim by Eric Matheny
Darkness Taunts by Susan Illene
El libro de Los muertos by Patricia Cornwell
Shadows by John Saul
Layover in Dubai by Dan Fesperman
Full Vessels by Brian Blose