El silencio de los claustros (24 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Mejor, mucho mejor.

Corrió a su habitación para rematar el cuadro con el título y yo subí al estudio de su padre a fin de saber qué planes teníamos para aquel día libre.

Exhausta y tan harta del caso como estaba, los planes me parecieron deliciosos y consiguieron que las horas transcurrieran a toda velocidad. Fuimos al mercado de la Boqueria, vimos una exposición de fotografía en el Palau de la Virreina y comimos en un restaurante alemán. Luego, mientras Marina pasaba la tarde en casa de una amiga, hicimos tranquilamente el amor. Después de tan placenteras actividades me sentía como una nueva mujer. Incluso me apliqué una mascarilla hidratante y tardé un montón de tiempo en decidir qué vestido me pondría para la cena en casa de Beatriz y Fermín.

A las siete llegaron los gemelos y media hora más tarde Marina regresó de casa de su amiga. Los tres críos estaban entusiasmados con la invitación. Hugo y Teo habían comprado una caja de lenguas de gato; al parecer Garzón les había comentado que eran sus bombones preferidos. Fui a vestirme y maquillarme mientras los niños se quedaban en el salón, charlando. La situación era nueva y divertida para mí. Acudíamos a casa de unos amigos en plan familiar. Oía desde mi habitación el parloteo de los chicos y me parecía agradable saber que el espacio en el que vivía era compartido por gente tan extremadamente joven. Claro que no cabía la idealización, si los niños hubieran sido propios y no postizos, en aquel momento no hubiera estado tan tranquila, sino preocupada por el montón de cosas que conlleva la responsabilidad: saber si los niños iban adecuadamente vestidos, si les gustaría la cena que nos ofrecieran, si se portarían bien. El ser humano es extraño, pensé, el único animal que compone cuadros idílicos con la realidad que no le ha tocado vivir. Yo misma había visitado a veces paisajes y lugares en los que me había dicho a mí misma: «Aquí sería feliz». Sólo el tiempo me había enseñado que no acudes a un sitio nuevo, siendo tú nuevo también. Al contrario, allá donde vas arrastras contigo tus preocupaciones y neurastenias, tus complejos y traumas, tu tozudo mundo interior, que resulta tan difícil de reinventar aun deseándolo. Así concluí que no debía dejarme llevar por las sensaciones demasiado agradables. Yo no era una madre feliz, sino sólo una madrastra. Era inútil intentar impostar una familia modélica, de modo que continué embadurnando rímel en mis pestañas con total dedicación.

Elegí un vestido de punto verde musgo que realzaba los contornos de las caderas y producía en el pecho un efecto «balconet». Había que dejar bien sentado que era al menos una madrastra sensual y abierta, no amargada y llena de huesos como la de Blancanieves. Entonces me di cuenta de lo tarde que era y le pegué un grito a Marcos para que abandonara su estudio y bajara a arreglarse. Él era sin duda un hombre encantador, pero su ritmo lento y, sobre todo, su calma paciente ante la vida podían llegar a exasperarme en ciertos momentos; como por ejemplo aquél. Cuando se presentó en el dormitorio vestido aún con sus viejos pantalón y jersey le hubiera tirado algo contundente a la cabeza.

—¡Qué guapísima estás! —me dijo.

—¡Pero, Marcos! ¿Sabes la hora que es?

—¿Tarde?

—¿Por qué no te vistes de una maldita vez? No se te habrá pasado por la imaginación ir a casa de Beatriz y Fermín con esa pinta.

—¡Tampoco vamos a una
soirée
con los marqueses de Colmenar!

—Cualquiera que se moleste en ofrecerte una cena debe ser tratado como los marqueses de Colmenar; que por cierto, no tengo ni idea de quién demonio puedan ser.

—Era una metáfora. Pero no te preocupes, hay tiempo, todo el tiempo del mundo.

Bajé al salón con los nervios levemente alterados. Los gemelos me contemplaron con cierta sorna. Teo preguntó con retintín:

—¿Aún no está listo mi padre?

—¡Hay tiempo, todo el tiempo del mundo! —imitó Hugo con acierto. Conocían la fórmula perfectamente, porque los tres se echaron a reír.

—Vuestro padre es como un monje budista.

Aquello les hizo reír aún mucho más. Me pregunté si había sido oportuno animarlos con mi broma, porque empezaron a hacer tonterías.

—Petra —decía Teo con ganas de tomarle el pelo a su hermana—. Marina no quiere enseñarnos el regalo que le lleva al subinspector.

Marina apretaba una carpetilla en torno a la cual había colocado un lazo primoroso.

—Hace muy bien —repliqué. Entonces Hugo empezó a burlarse de Teo por haber recibido aquella contestación, y éste intentó darle un cachete y se reían y forcejeaban al mismo tiempo mientras Marina gritaba: «¡Parad, brutos!». La situación estaba completamente fuera de control cuando bajó Marcos, muy bien arreglado, y se dirigió a la puerta con paso atlético.

—¿Aún estáis así? ¡Vamos, os estoy esperando!

Con la boca abierta a causa de su desfachatez apresuré a los niños hacia el garaje. Una vez allí, hubo nuevos amagos de pelea para determinar quién ocuparía la plaza central del asiento trasero del coche. Marina porfiaba, testaruda y cargada de razón.

—¿Por qué he de ser yo siempre la que vaya en medio?

—Eres la que abulta menos.

—¿Y quién dice que quien abulta menos tiene que ir en medio?

—Lo digo yo, que soy tu hermano mayor —dijo Hugo. Entonces Teo se apresuró a soltar.

—¡Un momento! Yo soy su hermano mayor tanto como tú y la verdad es que la última vez fue ella la que se sentó en el centro.

—Pues entonces ponte tú porque...

Marcos ya estaba al volante y yo observaba la disputa bastante estupefacta, sin que se me ocurriera ninguna solución. Entonces oí la voz de mi marido clamar:

—Os doy cinco segundos para sentaros.

Se produjo una breve revolución trasera que no nos volvimos para contemplar y al cabo de cinco segundos exactos, la expedición estaba lista para partir. Atisbé de reojo con el fin de comprobar en qué había acabado la contienda. Hugo estaba en el centro, con cara de fastidio, mientras que Marina y Teo, ambos en las ventanillas, exhibían en sus bocas una sonrisita triunfal. Aquella escaramuza me sirvió para aprender dos cosas: una, si hubiera tenido hijos mi vida hubiera sido sutilmente más complicada. Y dos, la paciencia de Marcos parecía infinita pero tenía limitaciones. Esto último ya debían de saberlo los chicos, porque su obediencia a la primera voz de aviso se había revelado como ejemplar; si bien, por lo bajo, oí a Hugo decir: «No es justo», protesta que quedó perdida en el vacío.

Nos abrió la puerta el propio subinspector y me quedé patidifusa ante su aspecto. Lucía una camisa a pequeños cuadros, informal pero elegante, y un cárdigan de cachemir gris que le sentaba genial. ¡Qué lejanos quedaban los tiempos en los que, para tener una pinta desenfadada se limitaba a quitarse la corbata! Era obvio que Beatriz había obrado maravillas en su apariencia y, seguramente también en su carácter. Una amplia sonrisa se dibujó en las caras de los hijos de Marcos, el ídolo se materializaba en toda su grandeza. Él les dio la mano como si se tratara de adultos y todos pasamos al salón sin más preámbulos. Había olvidado lo elegante que era la nueva casa del subinspector: enorme, decorada con un gusto un tanto estándar, pero llena de calma y placidez ambiental. Apareció Beatriz, vestida con un sencillo traje azul marino, y tan encantadora como siempre solía ser. Cubrió a los niños de besos, atenciones y arrumacos, y después de despojarlos de sus abrigos, se los llevó para enseñarles unas miniaturas de trenes que su familia conservaba desde tiempo inmemorial. Garzón, convertido en un anfitrión perfecto, nos sirvió un aperitivo sin titubear en las formas. Para compensar su
savoir faire
recientemente adquirido se vio obligado a comentar:

—Le he dicho a nuestra asistenta que se tome la noche libre. Es ucraniana y habla poco español. Me pone de los nervios verla siempre deambulando por aquí mirándome con ojos de búho. Pero Beatriz está muy contenta con ella.

—Ha tenido usted una gran suerte con Beatriz; es una mujer excepcional.

—Sí que lo es, no me la merezco ni de lejos.

—¿Qué tal se adapta a tu vida de policía? —Naturalmente, Marcos y Garzón se tuteaban.

—Prefiere no saber demasiado: lo cual es perfecto para mí. No me gustaría que se preocupara por los casos que investigo ni por mi seguridad.

Oyéndolo hablar con tanta delicadeza, en aquel ambiente sofisticado y con aquella ropa tan adecuada a la ocasión, me parecía que no era mi compañero Fermín, sino alguien vagamente relacionado con él. Lo cual me turbaba, haciéndome añorar a aquel policía brusco con quien solía compartir horas de trabajo. Bebimos y charlamos hasta que regresaron Beatriz y los chicos. Los gemelos venían muy entusiasmados por las miniaturas, pero Marina estaba inquieta. Se acercó a mi oído para preguntar:

—¿Podemos darles ya los regalos?

Asentí, notando un vago desasosiego en el estómago. Entonces la niña fue a comunicarles mi permiso a sus hermanos y Teo, en nombre de ambos gemelos, le dio la caja de chocolates a Beatriz. Ésta lanzó una exclamación de placer.

—¡Lenguas de gato! Son unos bombones buenísimos, y muy tradicionales en España. Habéis tenido una gran idea.

—Ahora, tú —animé a Marina; pero ella se aferró a su carpeta.

—No, yo la última.

Entonces Marcos le dio a Garzón la botella de whisky añejo que le traía y yo le alargué a su esposa la más que evidente orquídea que había colocado junto a mis pies. Como es lógico, todo fueron parabienes y agradecimientos. Asegurándose de que la ofrenda general había concluido, Marina se aproximó al subinspector y le entregó su presente con aire angelical. Él, encantado y echándole teatro, iba descubriendo los diferentes envoltorios de papel con que la niña había velado su tesoro. Al final, apareció el dibujo. Garzón se quedó mirándolo como quien ha visto un fantasma y soltó: «¡Coño!», sin pararse a pensar.

—¡Fermín! —le reconvino su mujer por la expresión, y se inclinó sobre él para comprobar qué la había motivado. Entonces su cara también se trasmutó y sólo acertó a exclamar:

—¡Dios Santo!

Yo había empezado a divertirme de verdad mientras Hugo y Teo, conscientes de que algo extraño pasaba, se lanzaron sobre el dibujo de su hermana con verdadero ardor. Fue Teo quien lanzó una cáustica carcajada e informó:

—Es el subinspector en plan matanza de Texas.

Hugo se reía de buena gana. Marina hizo un puchero y, para que nadie la viera llorar, salió corriendo en dirección desconocida. Marcos no conseguía entender nada y, para sacarlo de su estado de estupor, Garzón le pasó el dibujo de la niña. Tampoco él se comportó con moderación a la hora de las exclamaciones, puesto que todo cuanto dijo fue:

—¡Joder!

Beatriz, siempre dulce, intervino.

—Quizá alguien debería decirle a la pequeña que Fermín nunca dispara sobre la gente, que la policía está para...

—¡Se lo hemos dicho mil veces! —respondió Marcos—. No sé qué mosca puede haberle picado para dibujar una cosa así.

—Puede que el subinspector haya alimentado en exceso alguna que otra fantasía infantil —apunté con malicia. Garzón recogió el guante enseguida.

—Sí, puede que todo haya sido culpa mía porque yo...

Marcos le interrumpió.

—No, la culpa es nuestra y os debemos una disculpa...

De repente un resuello mal reprimido de Teo le hizo volverse y descubrió a sus hijos disimulando malamente las carcajadas, medio derrumbados sobre la alfombra. En ese momento montó en cólera.

—¡Y vosotros dos! ¿Se puede saber qué os hace tanta gracia? ¡Para empezar sois vosotros quienes debéis una disculpa a vuestra hermana por reíros como unos estúpidos! Luego le tocará a ella disculparse con el subinspector y Beatriz. ¡Id a buscarla!

—No, por favor, no saquemos las cosas de quicio —repuso Beatriz—. La cría ha obrado de buena intención y ahora está dolida por cómo hemos reaccionado. Voy a buscarla yo y empezaremos a cenar como si nada hubiera pasado.

Al levantarse provocó que el papel con el dichoso dibujo volara hasta el suelo y quedara expuesto a la vista de todos. En cuanto los gemelos tuvieron ocasión de contemplarlo de nuevo, estallaron en risotadas que apenas si podían sofocar. Yo, contagiada por el jolgorio y, muy a mi pesar, empecé a reírme también. En medio de aquel pandemónium en el que nadie sabía muy bien qué papel representar, sonó mi teléfono móvil. Era Yolanda. Me aparté para contestar.

—¿Qué pasa, Yolanda?

—Inspectora, se trata de Sonia, bueno, no se trata de Sonia, pero el caso es que...

—Yolanda, si se trata de algo... ¿cómo decirlo?... característico de Sonia, te ruego que lo pienses antes de decírmelo. Estoy en una cena familiar en casa del subinspector Garzón.

—Pues mire, inspectora, ya que están ahí, lo mejor sería que vinieran los dos a comisaría.

De mis labios desapareció cualquier vestigio de risa. Confiaba en la prudencia de Yolanda.

—Inmediatamente vamos para allá.

Como velada familiar había sido bastante agitada, pensé mientras íbamos en el coche, aunque por lo menos el aburrimiento no había hecho su aparición.

El misterio de Sonia enseguida se desveló, le había dado un pequeño ataque de ansiedad del que se recuperaba en la enfermería, nada de cuidado. ¿El motivo? La fuerte impresión que le había causado la llamada que recibió y las consecuencias que ésta tuvo. Yolanda nos lo explicó muy gráficamente.

—Una señora encontró un paquete misterioso en la plaza de Sant Felip Neri, en un rincón. Como no se fiaba ni un pelo llamó a la Guardia Urbana, que lo recogió. No presentaba signos de ser explosivo, así que lo abrieron. Se quedaron acojonados con el contenido, pero uno de los agentes lo relacionó con nuestro caso y lo trajo aquí. Como de nuestro equipo sólo estaba Sonia lo dejaron encima de su mesa y ella se lo encontró y, claro, por poco no le da un telele cuando lo vio.

—¿Se puede saber de qué estamos hablando? ¿Dónde está el paquete en cuestión?

—Se lo han llevado al despacho del comisario.

—¡Joder, Yolanda!, pero ¿qué era?

—Parece ser que la pata de la momia.

—¡¿Qué?!

—Bueno, el pie, el pie cortado. Pero hablo por hablar porque yo no he podido verlo aún. Se lo ha apalancado el comisario Coronas como si fuera un tesoro.

Salí disparada y Garzón me siguió. Sin embargo, el comisario Coronas ya no tenía el pie de fray Asercio en su poder.

—Lo he mandado al laboratorio de análisis para que hagan una autentificación, aunque les aseguro que me sorprendería saber que es falso. Lo mismo pensaba Villamagna cuando lo ha visto.

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