El silencio de los claustros (41 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Agredida con una pistola?

—Le dio un fuerte golpe en la cara, quizá con una pistola. No lo sabemos aún.

—¿Iremos antes de que lleguen Hugo y Teo?

—Sí, y estaremos de vuelta al mismo tiempo que ellos.

Desapareció, y al cabo de un segundo la tenía delante de nuevo, abrigada con su grueso anorak de color rosa.

La llevaba de la mano cuando entré en la habitación 22 del hospital Clínico. La pobre Sonia tenía un aspecto llamativamente malo: los pómulos hinchados, dos grandes marcas negras alrededor de los ojos y una férula blanca que le cubría la nariz. Miré de reojo cómo Marina la devoraba con la mirada.

—¡Inspectora!, ¿cómo está?

—Bien, Sonia, bien. ¿Y tú?

—Yo estoy bien; cuando usted diga puedo reincorporarme.

—Tendrás que esperar un poco para eso.

—¿Y esta niña?

—Es Marina, mi hijastra.

—¡Qué mona!

Marina, de reacciones mucho más adultas que las de Sonia, le alargó la mano y dijo bajito:

—Mucho gusto.

—Lástima, inspectora, mi madre acaba de bajar a la cafetería para tomar algo de cena, si hubiera sabido que venía se la hubiera presentado. ¿Quiere que la llame?

—No, no la molestes, es igual. Además, debe estar enfadada conmigo.

—¿Porque me hayan pegado? ¡Qué va, hasta están casi contentos! Piense que yo se lo he puesto todo un poco bonito a la familia. Para que estén orgullosos de mí les he contado que estuve a punto de atrapar a un asesino.

—Lo cual es una absoluta verdad.

—¿Usted cree? De todas maneras, inspectora, le aseguro que ese tío se libró de mí por el golpe tan fuerte que me arreó en la cara, que si no... allí sigo amarrada a la furgoneta aunque se hubiera puesto a mil por hora.

Marina, que se había mantenido callada con su prudencia habitual, no pudo resistir por más tiempo la curiosidad y le preguntó directamente:

—¿Ibas cogida a una furgoneta en marcha?

—Sí, a la ventanilla del conductor; pero el tipo me pegó con toda su fuerza y caí hacia atrás.

—¡Qué guay! —exclamó la niña lejos de cualquier conveniencia social.

—¿Te fijaste qué utilizó para pegarte? —intervine.

—Yo diría que era la empuñadura de un cuchillo, pero no estoy segura.

—¿Te dolió mucho? —se interesó Marina haciéndome quedar mal por no habérseme ocurrido esa pregunta a mí.

—No mucho, bonita, me dolió más el que se me escapara. Claro que ahora me viene el dolor a rachas, pero me dan calmantes —respondió sonriendo como pudo.

—¿Observaste algo durante la persecución que deba figurar en el informe?

—En fin, inspectora, como para figurar en el informe oficial... pero ya le dije a Yolanda que tuve tiempo de fijarme en que era un tipo raro.

—¿Qué tipo de rareza?

—No sé, tenía la mirada como la de un perro apaleado. Hasta cuando me estaba dando hostias... —se interrumpió, miró a Marina, arrepentida de haber soltado un taco en su presencia. Sentí el primer indicio de impaciencia, me contuve.

—Adelante, prosigue, está bien.

—Pues hasta cuando estaba en plena agresión me miraba con unos ojos que no tenían odio dentro, parecía como si me pidiera disculpas. A lo mejor me hice esa idea sólo porque los tenía bonitos, así como azules tirando para grises.

—¿Lo reconocerás si vuelves a verlo?

—Claro, claro que sí.

—Está bien, Sonia, tómate tu tiempo y recupérate. ¿Yolanda ha estado contigo?

—Toda la tarde, hace sólo un ratito que se marchó y también ha venido su marido, el agente Domínguez. ¡Son más amables, me trajeron una caja de dulces! ¿Y tú, peque, te portas bien en el colegio? —le preguntó de pronto a Marina en un ridículo tono infantiloide. Ella se limitó a asentir y dijo muy formal, empleando la fórmula protocolaria:

—Adiós, y que se mejore.

—¡Qué educada es! —exclamó Sonia—. Eso es lo que nos haría falta a Yolanda y a mí, inspectora, tres o cuatro crías como ésta y dejar el trabajo. Aunque ya sabe que hablo de broma, yo ni siquiera estoy casada. Además, a mí lo que me gusta más en la vida es ser policía, ya lo sabe usted.

Antes de que nos despeñáramos por la peligrosa vertiente de lo personal solté dos carcajadas a destiempo y le di unos golpecitos en la cabeza. Luego hice correr a Marina por los pasillos del hospital.

—¿Por qué vamos tan deprisa? —quiso saber.

—No quiero que nos enganche la madre de Sonia; debe de ser pesadísima.

—Ya —dijo lacónicamente mi hijastra, y añadió con cierta censura—. Pues ella es muy valiente.

—Sí que lo es —afirmé, y pensaba de verdad lo que decía.

Nos recibieron los gemelos y Marcos, ya preocupados.

—No te he llamado porque no quería molestar, pero me preguntaba dónde podíais estar metidas.

—Estábamos en el hospital, viendo a una policía que tiene la cara machacada por un asesino muy peligroso —contestó Marina de corrido, dirigiéndose a la galería boquiabierta de sus hermanos.

Le conté a mi marido las incidencias que nos habían llevado hasta el Clínico, mientras Marina hacía lo propio, sin duda en una versión más florida, con los chicos, camino de sus dormitorios.

—¿Has cenado? —preguntó Marcos.

—No he comido nada en todo el día.

Me abrazó de pronto, me besó.

—¡Tengo tantas ganas de estar contigo!, pero ahora... en compañía de los niños...

—No pasa nada. Cuando todo esto acabe, nos fugaremos a una isla desierta.

—Será un placer.

Hugo carraspeó en la puerta antes de hacerse visible.

—Hay una nota de Jacinta en la cocina. Dice que en el horno tenemos una lasaña, y en la nevera una ensalada sin aliñar.

—¡Adelante, pues! Id poniendo la mesa.

En ese momento entró Teo, ayudó a su hermano a sacar los cubiertos del cajón. Tras unos instantes de silencio dijo:

—Petra, ¿a nosotros también nos llevarás a ver a la agente machacada? —Noté un claro reproche en su voz.

—¡Por supuesto! —respondí con toda naturalidad. Y añadí—: No se me había ocurrido que ver a personas machacadas os hacía ilusión.

Nos sentamos a la mesa. Marcos empezó a servir los platos y, de modo absolutamente fatal, mi teléfono sonó. Marina saltó como un resorte y corrió a traérmelo, como una ayudante consumada. Descolgué. La blasfemia que oí correspondía sin duda a un muy enfadado Garzón.

—¡Han encontrado la furgoneta, inspectora!

—¿Dónde?

—En un aparcamiento de Montjuïc.

—Voy para allá.

—¡Tiene cojones, la cosa; estamos en mitad de la cena!

—Dichoso usted, Fermín; yo no he probado bocado aún.

Me levanté y Marcos lo hizo conmigo.

—No puedes marcharte sin tomar nada, Petra.

—Comeré un tentempié por ahí. De todas maneras no creo que tarde. Han encontrado la furgoneta y habrá que llevarla a analizar. Hago cuatro formalidades y regreso. Guardadme un trocito de lasaña.

—¿Puedo acompañarte? —inquirió Marina, dispuesta a cualquier cosa.

—No querida, ahora no —le sonreí.

Mientras cogía mi gabardina oí cómo Teo y Hugo se metían con ella.

—Claro, ya va a ir la inspectora jefe Marina a detener al asesino. ¡Y todo sin pistola, a pelo!

No pude distinguir en la réplica iracunda de la niña más que la palabra «gilipollas», pero sí entendí a la perfección la llamada a la calma de Marcos y su colofón imperativo, que tan bien conocía.

—¡Y ahora todos callados de una vez!

Tuve la sensación de estar abandonando un lugar cálido y amistoso, a pesar del jaleo.

La furgoneta de Frutas y Verduras El Paraíso había sido abandonada en una zona de aparcamiento cercana a la Fundación Miró. No era un lugar concurrido, sobre todo por la noche; pero aun así, un muchacho que pasaba haciendo footing fue localizado por nuestros hombres como testigo. No era mucho lo que vio; sólo a un hombre joven y corpulento que aparcó y salió del vehículo con calma.

Más tarde caminó en dirección a la ciudad con paso normal. El testigo se había fijado porque le pareció relativamente infrecuente que una furgoneta comercial se estacionara allí. Garzón estaba de un humor infernal.

—¡Ahora llegarán los de la Científica y se llevarán el cacharro! ¡Ya me dirá usted para qué coño teníamos nosotros que venir!

—Le recuerdo que nos ocupamos de este caso.

—Pero hay más gente en la policía, ¿o no? Yo tengo una familia, cosas personales a las que atender, me asiste el derecho de cenar con mi esposa, de descansar.

—No me venga usted ahora con el síndrome del policía recién casado. ¡Todos tenemos otras cosas en qué pensar!

Me miró con rencor. Pero casi inmediatamente se arrepintió de su reacción y me dijo:

—Perdone, Petra; lo siento. Ahí abajo, en las primeras calles de Poble Sec, hay un bar donde hacen unos montaditos que no están mal.

—Pero usted ya ha cenado, y tenía mucha prisa por volver.

—No hay que perder las formas —masculló—. Además, la sopa de verduras que estábamos comiendo era una bazofia. Lo siento por Beatriz, pero es la verdad. No me sentarán nada mal unas tapas sabrosas y una buena cerveza.

—Me parece bien.

—¿El qué le parece bien?

—Que no perdamos las formas.

El local en el que acabamos carecía por completo de personalidad; era uno de esos sitios donde cuatro o cinco individuos que no son sino restos del naufragio social toman una caña antes de hundirse en el profundo anonimato de la noche. Garzón se excusó.

—No era éste el bar al que me refería, pero no puedo recordar dónde está.

—Ni se inmute, Fermín, este garito me parece estupendo. Y fíjese, sirven una tortilla de patatas pleistocénica que con el hambre que tengo, me va a saber a gloria.

—Yo me inclino por aquellos choricitos, dentro de lo que cabe quizá no estén mal.

Cominos con avidez y bebimos cerveza directamente escanciada del barril. Me sentí mejor tras alojar algo en el estómago. El subinspector me miró con gravedad.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, Petra?

—¿Es una pregunta filosófica?

—Meramente profesional. ¿Adónde nos lleva Juanito?

—Le hablaré con el corazón en la mano: no lo sé. En este caso todo el tiempo he tenido la sensación de estar meando fuera del tiesto, si me permite la vulgaridad.

—Se la permito.

—Bien. Pero ahora, después de esta liebre que ha saltado de improviso al camino, me siento desconcertada.

—Digamos que usted no cree que esto tenga nada que ver con los Caldaña ni con la historia de este país.

—Digamos que la liebre nos lleva al convento y no tengo ni idea de lo que podemos encontrar allí. Porque dígame, ¿es fruto de la casualidad que un repartidor que lleva la fruta a las monjas huya de esa manera y desaparezca?

—¿Estaba siguiéndonos?

—Quizá.

—Intuyo que mañana será un largo día de trabajo.

—Intuye a la perfección. Hay que ver qué encuentran en el interior de esa furgoneta, hablar con las monjas, con el cura del centro excursionista que frecuentaba Juanito Lledó...

—¡Nos pasamos la vida entre curas, monjas y frailes!

—Ya ve; en el fondo, somos españoles.

—¿No le parece frustrante que al final un temible asesino y ladrón de reliquias sea un repartidor de alcachofas y plátanos que se llama Juanito?

—¡Qué le vamos a hacer!; tal y como le digo: somos españoles.

Aquella noche dormí con una profundidad que no pudieron alterar las novedades del caso ni la intriga que provocaba en mí. Ni siquiera la posibilidad de que el asesino se llamara Juanito logró impedir que durmiera como un leño. Me desperté como un animal lozano que recupera la vida cuando abre los ojos. Descubrí a Marcos a mi lado, me acerqué a él en busca del calor de su cuerpo, lo abracé. De repente, la racionalidad se instaló en mi feliz mundo orgánico y tuve la fatalidad de recordar: el beato Asercio, el paraíso de las frutas y verduras, el asesinato y el mal, todo cuestiones típicamente humanas. Antes de caer en cualquier tentación, me levanté de un salto y entré en la ducha. Oí cómo Marcos, medio en sueños, emitía un suspiro de decepción.

Por teléfono me informaron de que ninguno de los hermanos Lledó había aparecido aún, si bien a instancias del comisario, un operativo especial los buscaba ya. Después, un orden de prioridades no consultado con nadie me hizo decirle al subinspector que nos encamináramos a la parroquia del cura excursionista, como habíamos dado en llamarle. Y allí lo encontramos, afable y madrugador, un hombre de unos cuarenta y tantos, que se mostró muy inclinado a colaborar con la policía en general. Otra cosa es que se quedara sin habla cuando le preguntamos por Juanito Lledó.

—¿Por qué lo buscan, qué ha hecho? Es un muchacho muy bueno y trabajador, no me lo imagino metido en ninguna fechoría.

—Creemos que puede estar implicado en el asesinato del cisterciense hermano Cristóbal del Espíritu Santo, no sé si ha oído hablar de él.

—¡Por supuesto que sí, la prensa ha informado cumplidamente! Pero no estarán hablando en serio.

—Tenemos que charlar un buen rato con usted.

—Adelante.

Nos metió en un despacho un tanto destartalado y nos invitó a tomar asiento en un desvencijado sofá.

—Ustedes dirán. Se había puesto muy serio.

—Necesitamos saber cosas sobre Juanito Lledó, cualquier cosa que usted sepa: qué vida lleva, los amigos que tiene, cuál es su personalidad.

—No me parece que sea buena idea contarles cosas privadas de un buen muchacho sin saber por qué razón lo buscan.

Me disponía a decirle cuatro lugares comunes sobre la obligación de colaborar con la policía, pero el subinspector se me adelantó:

—Oiga, hermano...

—Padre.

—Padre o lo que sea. Estamos investigando un asesinato del que ese hombre es sospechoso; de manera que deje de hacerse el cura progre o le pediremos al juez que lo impute como encubridor. Esto no es una película americana de chicos buenos del Bronx. ¿Lo ha entendido?

Me quedé estupefacta, el cura también. De cualquier modo, no me pareció mal la interpelación, el tiempo era demasiado precioso como para perderlo en largas explicaciones diplomáticas. El interpelado carraspeó, puso cara de ofrecer todos aquellos sacrificios al buen Dios y empezó a hablar con voz beatífica.

—Juanito es un hombre un poco especial: solitario, sensible, con poca capacidad para hacer amigos y relacionarse con los demás. Le faltó su madre muy pronto, y así como su hermano supo espabilarse, él acusó mucho más
el golpe de la orfandad
. Sin embargo, nadie puede decir que no sea totalmente normal, lo es. Sólo que resulta un tanto inmaduro para su edad: trabaja con su padre en un puesto que no le exige demasiada responsabilidad, viene aquí los fines de semana para ayudarme con los chicos más jóvenes y los domingos salimos todos de excursión.

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