El silencio de los claustros (44 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Aparte de ustedes, ¿veía a alguien más en el convento?

—La hermana contable le pagaba.

—¿Alguna vez, por alguna razón, vio o se entrevistó con otras hermanas?

—No creo. Podía ver a alguien por pura casualidad en los pasillos. Como ya teníamos confianza con él, no le hacíamos esperar a que estuvieran despejados de hermanas; pero de eso a hablar con alguna de ellas... no creo, francamente.

—¿Cabe la posibilidad de que en alguna ocasión Juanito coincidiera con el hermano Cristóbal? Tome su tiempo para pensarlo.

Clavó su mirada bonachona en el techo, se esforzó en hacer memoria. Luego dijo con un poco de miedo:

—No sé cómo contestar. Yo, desde luego, no lo vi hablando con él, pero es que yo tampoco veía nunca al hermano. Sólo al principio de venir por aquí a trabajar en el archivo, se presentó en la cocina una vez para pedirnos que nunca le diéramos bacalao para comer, ni siquiera en Cuaresma. Decía que era el único alimento del mundo que no podía tragar, le daba grima. Aparte de eso...

—Tampoco le gustaban las sardinas fritas —se arrancó de pronto la pinche. Luego puso cara de gran sagacidad, como si estuviera convencida de que aquél era un dato decisivo para la investigación.

—Muy bien, pueden marcharse.

Tras mirar una vez más a su superiora en demanda de aquiescencia, salieron, yo diría que felices por ser protagonistas una vez en la vida de algo inusual. La madre Guillermina indagó en mis ojos con los suyos.

—¿Qué le han parecido?

Me divirtió su tono profesional, absolutamente cómplice de mi actividad detectivesca.

—Nada especial.

—No, claro. Pero si ya se lo digo yo, inspectora; entre las monjas de este convento no va a encontrar usted pista ninguna. ¡Pero si vivimos apartadas del mundo!, cada una a lo suyo, metidas en nuestra actividad: el quehacer del día a día y los rezos. ¿Qué quiere que sepamos nosotras?

—Que las interrogue no presupone que sepan nada. Pero algún detalle que pase inadvertido a primera vista puede servir. Haga venir a la contable, por favor.

Salió casi corriendo. Algo en su actitud me hacía pensar que, al mismo tiempo que todo aquello la incomodaba, estaba pasándolo bien. Volvió, acompañada, al cabo de cinco escasos minutos. La contable rondaba los setenta, y me sorprendió la pregunta que me planteó nada más llegar:

—Si tiene preguntas de contabilidad que hacerme, puedo sacar una copia de la hoja Excel correspondiente a las fechas que quiera conocer.

—Veo que utiliza usted los más modernos métodos.

—Yo siempre usaba los libros del debe y haber con rayitas, pero la madre superiora me dijo que tenía que modernizarme.

—Hay mucha gente que no lo consigue.

—Yo, humildemente, esto de la informática me lo encuentro hecho.

—Perfecto, hermana, pero no es eso lo que nos interesa en este momento. Hoy quiero que me hable de Juanito Lledó.

—¿Del chico de El Paraíso?

—Creo que tenía cierta relación con usted.

—Le pagaba el pedido semanal.

—Quiero que me cuente todo lo que pueda sobre ese joven.

Estaba perpleja, pero intentaba no dejar entrever su curiosidad; supongo que por la presencia de la madre Guillermina; sin duda, en la orden manifestar curiosidad estaba considerado como una especie de falta grave.

—Es un chico normal, tirando a tímido, reservado. A mí me caía muy bien porque no era como esos repartidores que no paran de hablar y hacen preguntas sobre todo. Desde que él ha dejado de venir lo ha sustituido un pakistaní que apenas si abre la boca; eso está bien, pero nunca sonríe. Juanito sí, Juanito sonreía y siempre decía que le encantaba venir al convento.

—¿Alguna vez sucedió algo con Lledó que le llamara la atención?

—No, no creo. Me acordaría; aunque sea mayor conservo muy buena memoria, gracias a Dios.

—¿Recuerda si en alguna ocasión alguien le mostró a ese chico la momia del beato?

—Que yo sepa, no. A no ser que viniera por su cuenta como visitante algún domingo.

—Me alegro de que tenga buena memoria, hermana, porque la pregunta que voy a hacerle ahora exige que la piense en profundidad. Tanto es así, que a lo mejor necesita de más tiempo del habitual para rebuscar en su mente. ¿Cree que Juanito pudo entrevistarse con alguien más del convento que no fueran usted, la cocinera y la hermana portera?

—¿Qué entiende por «entrevistarse»?

—Tener algún tipo de relación como conversaciones, comentarios, incluso algún altercado.

—No hace falta que piense demasiado para contestarle. Conversaciones repetidas una y otra vez, no, descartado. El chico a veces tenía que esperar en el pasillo un rato y como no es zona de clausura total, por allí podía haber pasado alguna hermana y saludarlo, poco más. En cuanto a altercados... ni se me pasa por la imaginación.

—Sin embargo, sí pudo coincidir con alguna de las monjas en el pasillo.

—Pero eso...

—Contésteme, por favor.

—Sí, le contesto encantada; pero lo que quiero decir es que, si coincidió con alguna de las hermanas, no le dio tiempo a hablar demasiado. Yo tampoco solía hacerlo esperar mucho rato.

Le di permiso para marcharse y, naturalmente, esperó a que tal permiso emanara también de la madre Guillermina. Ésta me miró con actitud retadora.

—No irá a decirme que quiere interrogar de nuevo a todas las monjas de la comunidad.

—No se lo digo porque ya lo ha hecho usted. En efecto, quiero interrogar al grupo.

—¡Vamos, inspectora, válgame Nuestro Señor! Por cinco minutos, como máximo, que haya podido hablar cualquier hermana con ese chico ¿quiere interrogarla? ¿Qué es lo que busca en este convento? Dígamelo.

—Busco aclarar la verdad.

—Sus verdades, que después resulta que no lo son, quizá nos hayan costado la subvención de los
Piñol i Riudepera
. ¿Qué pretende ahora, acusar de asesinato a alguna de mis monjas?

—Dos personas muertas significan menos para usted que estas malditas paredes, ¿verdad? —le solté, indignada de pronto por su actitud.

—¡Retire lo de «malditas paredes»!

—Lo retiro, madre. ¿Cómo prefiere que les llame: sagrados muros de ocultación?

Nos quedamos ambas calladas, desfondadas, hartas de batallar, de no movernos de nuestros absurdos roles, de chocar abruptamente, cornamenta contra cornamenta, en una inútil pelea de renos. La miré a los ojos sin vislumbre de amenaza; no era necesario, la mayor fuerza la tenía yo, y ella no podía hacer sino obstaculizarla.

—Volveré mañana, madre Guillermina. A las nueve de la mañana tenga a toda la comunidad reunida.

—A las nueve están rezando, venga usted a las diez. Y sola, por favor; mejor que no la acompañe su amigo policía.

Le permití aquella pataleta final. No quería hablar más, ya sólo deseaba salir del edificio, respirar aire fresco.

En la calle tuve la sensación de volver no sólo a la vida normal, sino también a la época contemporánea. Tenía unas ganas locas de parar en un bar y tomar una cerveza, fumar un cigarrillo. De pronto recordé que estaba casada y un amoroso marido me esperaba en el hogar. No es que lo hubiera olvidado, sino que la fuerza de mi concentración mental me había llevado hasta la negación de mí misma. Corrí a casa, y me lancé a los brazos de Marcos en cuanto lo vi.

—Hoy no quiero hablar —le dije. Había esperado que me llevara en eróticas volandas hasta la habitación, donde liberaría mis tensiones con su cooperación marital, pero me equivoqué. En vez de ejecutar esa sencilla maniobra que mi silencio le pedía, se puso frente a mí y me soltó:

—¿Pero tú te has visto, Petra?

—No, no me he mirado al espejo en las últimas doce horas. ¿Por qué?

—Estás pálida, tienes dos cercos morados bajo los ojos... ¿te encuentras mal?

—No, de hecho hace tiempo que no me encontraba mejor.

—¿Has comido algo en todo el día? ¿Cuántas horas has estado trabajando sin parar?

—¿Te has convertido en mi padre?

—Me preocupo por tu salud.

—¿Acaso me preocupo yo por la tuya?

—No, por cierto, en absoluto. No te preocupas por nada que me concierna.

—Antes de venir a casa he estado dudando entre ir a tomarme una cerveza o venir aquí, ¿y sabes lo que te digo?: que he resuelto mal la duda. ¡Adiós!

—Este maldito caso te está trastornando. ¿Por qué no dimites de una vez?

—No me apetece hablar, ni dimitir, ni discutir. De modo que voy a tomar una cerveza a uno de esos bares solitarios que siempre han sido mi verdadero hogar.

Antes de que pudiera contestar, abrí la puerta y luego la cerré de golpe. De entre todas las modalidades de bronca que en el mundo pueden existir, probablemente la conyugal es la que más rápidamente se arma, la más tonta también.

15

Sonia salió del hospital, recuperada pero triste. Estaba en mi despacho escribiendo informes cuando entró Yolanda para darme tal nueva. Creí que debía ser expeditiva.

—En este momento, que Sonia esté triste o no es la última de mis preocupaciones. ¿Y tú, qué haces aquí. No deberías estar buscando a los Lledó?

—He tenido turno de noche, y antes de irme para casa quería avisarla de lo de Sonia; pero si no le importa...

Levanté la vista de la pantalla, la fijé en la joven policía.

—Me importa, y me alegra que esté mejor, pero ¿a qué viene eso de la tristeza?

—Es que, inspectora, Sonia quiere reincorporarse ya a la búsqueda.

—Pero aún está de baja, ¿no?

—Ése es el tema. Se siente culpable de que se le escapara el sospechoso y quiere que usted la autorice a entrar en el operativo de nuevo.

—Siempre he creído que los sentimientos de culpa voceados a los cuatro vientos no dejan de ser más que un deseo de protagonismo.

—Es usted demasiado dura, inspectora Delicado.

—Si te sirve de consuelo te diré que lo soy conmigo misma también.

Hizo un gesto de incomprensión y dio media vuelta. Los rasgos de su cara denotaban un enorme cansancio físico. La llamé.

—Pero de todas maneras, si eso va a hacerla feliz, que vuelva al trabajo.

Sonrió, se disponía a darme las gracias cuando la interrumpí.

—Le brindaremos la oportunidad de que se le escape el sospechoso de nuevo.

La sonrisa se le congeló en el rostro. Me miró con auténtico reproche y declaró en plan muy grave:

—No tiene usted piedad.

—La piedad no es buena en cuestiones de trabajo.

No me arrepentí de haber hablado así. En aquellos momentos me parecía importante que todo el mundo exacerbara su sentido de alerta, y el sentimiento de compañerismo y amistad no hace sino relajar al individuo, sumiéndolo en una charca feliz. Al cabo de un minuto entró Garzón.

—¡Joder, inspectora, buscar no está sirviendo de mucho! Los Lledó no pertenecen al mundo del hampa y, por tanto, los garitos habituales no parecen idóneos para encontrarlos.

—Buenos días, subinspector.

—Perdone, pero no estoy de humor ni para saludar.

—Ni el saber ni la educación ocupan lugar.

—Hay que hacer algo, inspectora. Como usted dijo, echar pimienta en la madriguera para que salga el ratón. ¿Usted no mencionó una maniobra con la prensa?

—Estaba esperando un poco, pero quizá haya llegado el momento. De todos modos, para eso necesitamos la aquiescencia del comisario, el inspector jefe y, probablemente, el jefe superior. Vaya usted a solicitar esos permisos.

—¿Permisos para qué?

—Quiero que el capullo de Villamagna convoque a los periodistas y les diga que contamos con pruebas para imputar a los dos hermanos Lledó, a los dos. Tengo la esperanza de que el pequeño no sea más que cómplice y si se ve en una situación tan comprometida deje al otro en la estacada e incluso lo denuncie.

—El juez Manacor se pondrá de los nervios.

—Por eso necesitamos permiso hasta del papa.

—¿Y usted qué va a hacer mientras tanto?

—Seguiré aquí, falseando informes, hasta cerca de las diez. Luego me voy a las corazonianas a continuar con los interrogatorios, esta vez con todas las monjas a mogollón. Ayer me encontraba demasiado alterada y tuve que largarme sin concluir.

—¿Tan alucinante fue?

—¿Por qué cree que falseo los informes?

—La veo luego, inspectora; y que gane la mejor.

Pasé por alto el avieso comentario que sin duda se refería al pulso continuo que manteníamos la superiora y yo. Garzón era tan deductivo que no había sido necesario explicarle la situación.

A las diez en punto me abrió la puerta del convento la propia madre Guillermina. La escaramuza iba a empezar pronto, y el verla me dio ánimos para resistir. Esta vez el respeto no me impediría usar mis mejores armas: cinismo y mordacidad.

—¡Vaya! ¿Se ha democratizado el convento desde ayer o es que la hermana portera ha huido durante la noche dejando un reguero de muertos tras de sí?

—No entiendo su tono, inspectora. La hermana portera no está en su puesto porque se sentía demasiado nerviosa como para recibirla a usted. En realidad, todas las religiosas están un poco fuera de sus casillas.

—¿En serio? ¿Y qué les ha dicho para ponerlas en ese estado de excitación?

—Les he dicho la verdad: que sospecha de alguna de nosotras.

—Eso es una deducción que usted hace por su cuenta.

—¡Usted dijo que entre ese chico, presunto culpable, y el convento había un vínculo seguro!

—Lamento haber herido su fina sensibilidad. ¿Dónde están sus hijas?

—En el refectorio, como la otra vez.

—Pues adelante, tutéleme hasta allí, como siempre. Ya he aprendido que en este convento la libertad de movimientos no es algo con lo que se pueda contar.

—¿Entro yo en su casa y me muevo libremente por allí?

—Hoy no quiero discutir con usted, madre. ¡Ni siquiera con mi madre real discutí tanto mientras vivió!

—Imagino lo que su pobre madre tuvo que sufrir.

Era como un perro de presa que nunca suelta el señuelo, como un inquisidor que siempre profiere la última sentencia, era más peleona de lo que en su día lo fue Cassius Clay. En el refectorio me encontré una escena que ya había contemplado: todas las monjas, unas junto a otras y en pie, diseminadas junto a la gran mesa de comedor, con los ojos bajos y en silencio. Carraspeé y elevé la voz.

—¿Quieren tener la amabilidad de mirarme todas directamente, por favor?

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