El silencio de los claustros (29 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Les compraré unas barritas de chuchería que les gustan mucho. Con este dinero tengo para un montón de días.

Se metió el billete en el bolsillo, con una mano que agitaba siempre un ligero temblor. La vi marchar, encorvada y huesuda, con su pelo amarillo como última señal consciente de identidad. Noté una opresión dolorosa en el pecho. A mi lado, Garzón preguntó:

—¿Cree que de verdad les comprará algo a los perros?

—Seguro que sí; y si no, me da igual.

—¡Usted y su dichosa piedad por los débiles!

—El que no sienta piedad es un monstruo, Garzón, o tan imbécil que no merece vivir.

—¡Toma!, mucha piedad, pero los gilipollas al paredón.

—Como debe ser. Y ahora invíteme a una copa, que me ha quedado mal cuerpo.

Regresamos al interior de la cafetería y pedí un dedito de whisky. Lo apuré de un solo trago. El calor artificial hizo su efecto benefactor. Garzón pensó en voz alta.

—Dos hombres, dos hombres que la perseguían.

—¿Qué le parece?

—No sé el crédito que se le puede dar a una mujer que dice al mismo tiempo que se irá directa al paraíso. Sobre todo considerando que no era religiosa.

—Los dos tipos que se llevaron al beato fueron a por ella y la mataron. Era la única que los vio.

—Dos tipos.

—Sí, dos asesinos en serie, según la versión que le gustaría a la oficialidad.

—Quizá dos gemelos: «Los gemelos paranoicos».

—Es como el nombre de un grupo musical.

—Sí, podemos ofrecerle la idea a Villamagna, seguro que a los periodistas les encantará.

Me eché a reír. Para el humor no hay nada sagrado, y por eso resulta la medicina ideal contra todos los males.

—¡Andando, Fermín! Quiero que volvamos a interrogar a todos los vecinos que vieron a Eulalia cerca de la calle Escornalbou.

—¿Por qué iría esa pobre mujer a la calle Escornalbou y no se movió de allí?

—Es una buena pregunta. Y me apuesto una cena a que le encontramos contestación.

—Apueste cincuenta euros, que los ha perdido ya.

—¡Parece mentira lo gurrumino que es usted!

—¿Gurrumino, gurrumino yo? No soy malgastador, que es bien distinto. Porque darle cincuenta euros a una sin techo para que les compre golosinas a unos perros de perrera es como tirarlos por la ventana.

—¿Sabe lo que le digo, Fermín? Cuando después de muertos lleguemos al Paraíso del que hablaba Eulalia, ¿sabe lo que encontraremos allí?

—Ni puta idea.

—Pues nos encontraremos con que Dios, sentado en su trono, es un
homeless
total: túnica raída, pelos enmarañados, sandalias que necesitan una reparación... y a su alrededor ¿sabe qué tendrá?

—No se me representa.

—Perros, un montón de perros: mestizos, de raza, grandes, pequeños, feos, guapos, peludos, atigrados... perros a mansalva. Y justamente ese Dios será quien nos juzgue y decida quién entra en su reino.

—Entonces seguro que a usted le adjudicará la
suite
nupcial.

—Y a usted lo mandará al cuarto de los trastos.

—¡Vaya, ya me tocó! Eso me pasa por hablar.

—Por hablar demasiado, querrá decir.

Marcos me invitó al mejor restaurante de la ciudad, eso dijo, para celebrar que los planos del hotel habían sido aceptados por fin. Estaba contento, y yo también. Comimos una deliciosa
crêpe
con tres tipos de setas y un pescado al horno elaborado con toda sabiduría. Yo me había arreglado primorosamente y me sentía casi guapa, y a él le relucían los ojos bordeados de pestañas espesas y largas como un telón teatral. Tuve conciencia por un momento de que formábamos una pareja madura bastante atractiva, y al mismo tiempo reflexioné sobre lo lejos que estábamos de ser un matrimonio tradicional. Estaba segura de que era yo quien no coincidía con las estructuras más usuales, probablemente debido a mi trabajo. A la manera de ser y
modus vivendi
de mi marido le hubiera correspondido otro tipo de mujer, una mujer con una actividad más enclavada en el eje social. Pensaba en una abogada de prestigio, una profesora de universidad o una pintora. Aunque en realidad, cualquier profesión le hubiera ido bien a Marcos. El problema se planteaba cuando el enunciado era al revés: ¿qué profesión es la ideal para el cónyuge de un hombre o mujer policía? A mi entender, ninguna, absolutamente ninguna quedaba bien. Entre mis compañeros varones abundaban las esposas que eran parvulitas, trabajaban en bancos o regentaban un comercio. Sin embargo, los maridos de las inspectoras pertenecían casi siempre al entorno policial: forenses, jueces de instrucción, funcionarios de prisiones... si no eran directamente del Cuerpo. A mí, la posibilidad de casarme con un colega me había puesto siempre los pelos de punta. No podía concebir una sobremesa con un tipo que te habla de las neuras de su comisario o, mucho peor, te comenta las incidencias del caso que tiene encomendado. Por eso y por otras muchas cosas allí estábamos Marcos y yo, unidos por la ley, pero separados por los tan diferentes universos de nuestros trabajos. Él parecía llevarlo bien, pero yo no podía quitarme de la mente la sensación de ser una rareza en su vida. Quizá por eso nunca le contaba nada de las investigaciones, aun arriesgándome a que tomara mi hermetismo como una falta de confianza en su discreción.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó de pronto.

—No sé, se me había ido el santo al cielo.

—¿El caso del monje?

—¡No! —exclamé riendo—. Estoy tan harta de ese caso que me fuerzo a no pensar en él. Pensaba en Garzón —mentí.

—Si no le conociera a fondo estaría celoso. Pasas más tiempo con él que conmigo.

—Le ha cambiado un poco el carácter.

—¿Para bien o para mal?

—Para bien, supongo. Desde que está enamorado no le afectan tanto los reveses del servicio. No creo que eso incida negativamente en la calidad de lo que hace; pero produce el efecto de que le apasiona menos trabajar.

—Siempre he pensado que el amor es menos versátil en el hombre que en la mujer. Las mujeres podéis amar muchas cosas, y cada una de un modo diferente. Sois capaces de amar el trabajo, a los niños, a los animales, a la pareja... Los hombres es como si tuviéramos una cantidad limitada de amor, y todo del mismo tipo. Por eso lo que pones aquí lo quitas irremediablemente de allá.

—Pues no me hace maldita gracia oír eso.

—¿Por qué?

—Porque tú amas muchísimo tu trabajo, de lo cual se infiere que a mí...

—¡Alto ahí! Tú eres lo primero, lo único, lo más importante. El trabajo era antes básico para mí, y ahora lo contemplo como un medio de subsistencia, muy grato, sí, pero prescindible si tuviera que hacer una elección. Es más, a veces he llegado a pensar que trabajo para no entorpecerte mientras lo haces tú, como una especie de entretenimiento mientras no estás en casa.

—¡Basta, basta!, porque de verdad no sé si me estás tomando el pelo.

—Debes ser la única mujer del mundo que rechaza las declaraciones amorosas.

—Soy pudorosa, ya me conoces.

Me llenó la copa de un excelente cava y me propuso brindar.

—Por el pudor, el amor y el trabajo.

—Y por la Policía Nacional —añadí en tono de broma.

—Oye, Petra, poniéndonos menos teóricos. Se me ha olvidado decirte que el próximo fin de semana viene de Londres mi hijo mayor.

—¿Viene Federico?

—Tiene una semana de vacaciones y quiere pasar un par de días con nosotros.

—Bien, así lo conoceré mejor. Nunca nos hemos visto de modo tranquilo.

—Ya sabes que tiene un humor un tanto especial.

—Me gustan los irónicos, no te preocupes. ¿Se lleva bien con sus hermanos?

—Se quieren mucho. A los gemelos les toma el pelo sin compasión, pero ellos se defienden. Y en cuanto a Marina... bueno, la diferencia de edad ha propiciado que se adoren mutuamente.

—¿Hay que hacer algo extraordinario?

—No, nada, el sábado saldremos a cenar.

En realidad, no me pareció una noticia baladí. Ahora que había logrado un equilibrio convivencial con los tres pequeños, llegaba el enigmático mayor. En fin, la vida de mujer casada con un padre reincidente se veía jalonada de dificultades que era necesario sortear. Veríamos cómo se me daba un chaval de diecinueve.

Aquella comida de celebración había sido maravillosa, pero en cuanto empezó la tarde de trabajo la maldije mil veces. Y no porque algo me hubiera sentado mal, sino por el contraste tan hiriente que supuso volver a la realidad del caso. Garzón, que había comido un menú en La Jarra de Oro, no se veía obligado a adecuar su mente a lo cutre, como me pasaba a mí. No le había informado de que mi mediodía sería especial; de modo que me miró con cara de aburrimiento latente y dijo:

—Inspectora, ya tengo la lista de los tíos con los que hablaron los compañeros en la calle Escornalbou. Cuando quiera nos largamos para allá.

Aquel somero informe fue un trallazo inmisericorde para mi sensibilidad, adormecida por los placeres de la mesa y la conversación amorosa. Como una artista interrumpida en pleno acto creativo, dejé caer las palabras con indolencia trágica.

—Bien, Fermín. Vaya a buscar usted el coche, por favor.

Ahora sabía qué sentía Beethoven cuando, liado con la
Heroica
, su asistenta le preguntaba qué quería para cenar.

10

En la calle Escornalbou empezamos a visitar las casas que figuraban en nuestra relación. Como ya habían sido interrogados con anterioridad, la reacción de los vecinos era normalmente de cierta impaciencia, bordeando en algunos casos la exasperación. Lejos quedaban los tiempos en los que a la gente le gustaba cooperar con la policía o ser entrevistado en la calle por un encuestador profesional. Desconfianza o desinterés, eso era lo que encontrábamos la mayor parte de las veces. Intentábamos llegar a una mayor profundidad de la que había alcanzado el operativo, pero por más que nos demorábamos, las conclusiones eran parcas. Sí, muchos vieron a la mujer merodeando por el barrio, pero eso era todo, ¿qué más podían añadir?

Acabamos con el cometido que nos habíamos fijado para la jornada, aproximadamente la mitad de las referencias testimoniales con las que contábamos, sin obtener el más mínimo resultado. La fe del subinspector se tambaleó.

—Oiga, Petra, ¿de verdad cree que esta revisión nos conducirá a alguna parte?

—Debemos completarla. Ya que no tenemos ideas, debemos confiar en la tenacidad. Así es como triunfa la gente que carece de talentos especiales.

—Pero aun reconociendo que somos torpones, estos testigos tan circunstanciales no nos están aportando nada.

—Basta de saltos en el vacío, Garzón, seamos protocolarios por una vez. A lo mejor así Dios nos lo premia. Dios es amante del orden.

—Hablando de Dios, ¿a qué hora tenemos la reunión con los eclesiásticos?

—Ya mismo, ponga rumbo al convento.

—Pero, inspectora, yo he comido poquísimo. Llevo el día entero con una birria de menú.

—Ya comeremos después de la reunión.

—¿Es que Dios también premia pasar hambre?

—¡No lo sabe usted bien! De hecho es la segunda cosa que más premia. Adivine cuál es la primera.

—Me lo imagino; y con esas premisas, estoy casi deseando que Dios me castigue, la verdad.

Domitila y Magí habían estado trabajando duramente. Los encontramos en la biblioteca, enfrascados en sus deliberaciones y sus documentos. Formaban una imagen casi pictórica. Lamentablemente él iba vestido de calle, habiendo dejado su hábito en la abadía. De no ser así, hubiéramos podido estar perfectamente ante una imagen medieval. Una monja y un fraile, rodeados de legajos y libros, con los ojos fijos en su labor intelectual.

Nos recibieron con noticias en principio alentadoras. Al parecer, habían llegado a una especie de conclusión provisional. El hermano Magí se erigió en portavoz con enorme entusiasmo.

—Nuestro trabajo ha partido de una base teórica. Cuando ustedes nos encomendaron esta tarea, la hermana y yo barajamos la hipótesis de una venganza tal y como se nos sugirió. Y bien, hemos buscado en todos los documentos que sobre la Semana Trágica existen en el convento, hasta concluir que las corazonianas, si bien sufrieron sacrilegio en la capilla, no pidieron que se tomara ninguna represalia sobre los asaltantes. No hubo testimonios acusadores de la superiora de la época, y tampoco denuncias a escala institucional. Entonces nos planteamos la siguiente pregunta como escenario de investigación. Una venganza histórica tiene que haberse llevado a cabo, de modo simbólico, sobre algo institucional. El motivo de este primer punto es obvio: ningún individuo de carne y hueso puede haber permanecido vivo desde las fechas de la Semana Trágica. Bien, si en principio descartamos la orden de las corazonianas como objetivo del vengador, ¿qué otra institución puede quedar en pie desde aquellos tiempos?

La hermana Domitila lo interrumpió en ese momento, y con voz ligeramente angustiada, rogó:

—Hermano Magí, le ruego que sea muy cauto con lo que dice. Sería necesario subrayar con claridad que hablamos de hipótesis, de posibilidades quizá remotas.

El monje puso cara de contrariedad y pareció contar hasta tres para templar su paciencia y responder.

—Continúe informando usted a los inspectores, hermana.

—No, no; es mejor que siga usted. Al fin y al cabo, de usted han partido las ideas definitivas.

—En absoluto, hermana; sus consideraciones han sido básicas para comprender que...

Alarmada porque volviera a plantearse una guerra intestina entre intelectuales, dictaminé:

—Prosiga, hermano Magí. Estamos seguros de que los dos han contribuido a llegar al meollo de la cuestión. Pero ya que estaba usted en ello...

Con visible satisfacción el fraile dijo:

—Pues bien, como decía, sólo hay algo cuya nominalidad haya pervivido durante los años: la familia
Piñol i Riudepera
en su calidad institucional de donante y protectora del convento.

Garzón y yo formamos un mismo cuerpo en la sorpresa.

—¿Cómo dice? —fue la pregunta que salió sin freno de mi alma.

—Sólo los
Piñol i Riudepera
han ido sucediéndose en las generaciones, y nunca, en ninguna época, han abandonado sus donaciones anuales a la comunidad corazoniana. Por lo tanto, como base, nos parecía lícito investigar en los anales del convento para ver si algo había sucedido en la Semana Trágica con la mencionada familia.

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