El silencio de los claustros (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Les comuniqué a nuestros detectives con hábito la línea a la que nos abocaba la conversación con don Heribert. La hermana Domitila se alegró:

—¡Bien! —exclamó—. ¡Estábamos en la dirección correcta! —Tanto fue su entusiasmo cuasi profesional, que la autocensura le hizo agregar una inmediata aclaración.

—Comprendan que me sienta como una científica a quien le sale bien el experimento. En ningún caso pienso en las implicaciones negativas que todo esto puede tener para la familia Piñol.

—Entiendo muy bien su reacción, hermana, no se preocupe. Un policía puede sentirse igual cuando algo confirma una intuición anterior.

—Le recuerdo que la idea inicial de acudir a los conflictos de la Semana Trágica fue del hermano Magí, no mía —añadió con humildad. Pero al hermano Magí no se le veía feliz en absoluto.

—¿Algo anda mal? —le pregunté. Respondió con reticencia.

—¡Dios mío, llevo tanto tiempo viniendo diariamente a Barcelona que... ¿piensa que debemos continuar en la investigación?

—Les rogaría que lo hicieran un poco más. Sería necesario que buscasen algún expediente judicial o noticia de periódico de la época que nos brindara nuevos datos sobre el proceso a Caldaña.

—¡Pero nada de eso podemos encontrarlo en los archivos de las corazonianas!

—¿Dónde tendrían que ir?

—Pues... —miró a su compañera de pesquisas historicocriminales—. Quizá a los archivos judiciales o a las hemerotecas de los principales diarios.

—¡Al archivo diocesano! —exclamó ella cercana al júbilo—. Es posible que esos procesos figuren en los anales eclesiásticos. En aquellos años la distancia entre la Iglesia y el Estado no era tan grande como la que existe hoy. Creo, además, que se guardaba copia de los expedientes que tenían relación con lo eclesiástico.

—Es buena idea —admitió el fraile—. Sólo que yo...

—Hemos desorganizado su vida monástica, hermano, me doy cuenta. Pero únicamente le pido que continúe unos días más colaborando con la policía, es una labor importante. ¿Sabe qué vamos a hacer? Llamaré al abad y le pediré permiso para que se quede aquí al menos durante una semana. La policía le buscará un hotel y correrá con todos los gastos de su estancia.

Dudó un momento, apurado. La monja le animó.

—¡Oh, vamos, hermano, deje que la inspectora haga lo que dice! Estoy segura de que esto no podré llevarlo a cabo yo sola.

Se encogió de hombros, a modo de aceptación. Tuve la certeza de que, quizá debido a su mayor edad, estaba empezando a sentirse profundamente cansado. Intenté darle otro enfoque a mis requerimientos.

—Pienso que tiene usted todo el derecho a abandonar ahora mismo esta colaboración. En realidad ya hemos abusado demasiado de ustedes dos. Sólo le ruego que recapacite sobre el origen de todo esto y que medite un poco si el hermano Cristóbal, desde un plano superior desde el que pueda estar viéndonos ahora, no se sentirá deseoso de que la justicia triunfe al final.

Asintió varias veces con gesto grave y dijo en voz suave, pero con plena convicción:

—Le agradeceré que haga esa llamada a mi superior. Creo que es más respetuoso que usted lo informe.

—En ese caso... —intervino la hermana—. ¿Podrá hacer lo mismo con mi priora? Yo también me veré obligada a salir del convento.

—No se preocupen ninguno de los dos; todo queda en mis manos.

Ni siquiera había puesto el coche en marcha cuando oí la voz zumbona de Garzón, parodiándome.

—¡«Desde un plano superior en el que pueda estar viéndonos»! ¡Vaya cojones que le ha echado, inspectora, con franqueza! ¿Por qué no le ha dicho al monje: «El hermano Cristóbal, que nos ve desde el Cielo con los angelitos»? ¡Era lo que le faltaba, aunque por lo menos hubiera quedado más claro!

—Es usted un zoquete y no tiene ni puta idea de teología.

—Pues eso del «plano superior» ha quedado de un raro... ¡Por no mencionar lo de que «puede estar viéndonos»; porque como no sea con catalejo sideral, el pobre...!

—¡Deje de comportarse como una maldita acémila!

—Sí, sí, yo seré una acémila, pero usted dice cursiladas.

Se reía como un bendito, y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos por no estallar también en carcajadas y fingirme ofendida.

—¿Sabe lo que van a costarle esos comentarios cínicos, Fermín?

—Me lo imagino, ¿un avemaría y tres padrenuestros?

—No, va a tener que ser usted quien llame a los priores de las dos órdenes informando de la situación y allanando caminos.

—Inspectora, no me joda; que yo no me aclaro hablando con la jerarquía eclesiástica.

—Ya se las apañará. Cuénteles un chiste de ésos anticlericales que usted se sabe.

—¡Jo, es usted vengativa hasta la muerte!

Se quedó enfurruñado como un niño y así entró en comisaría. Mientras se dirigía a su despacho lo oía rezongar. Perfecto, eso demostraba que su salud laboral estaba en plena forma. Llamé desde mi teléfono a Sonia y Yolanda y les ordené venir a verme. Era obvio que no estaban haciendo nada porque al cabo de veinte minutos habían llegado. Me alegré de tenerlas delante, hacía tantos días que no había tratado con ellas, que enseguida me di cuenta de que de algún modo nos hacía falta su juventud. No parecían felices, sobre todo Yolanda.

—¿Qué, cuántos locos furiosos habéis detectado?

La cara de Sonia revelaba desconcierto, pero la de Yolanda enseguida se crispó.

—Inspectora, ¿me da usted su permiso para hablar sinceramente?

—Si vas a decirme alguna impertinencia, mejor no.

—Lo diré con todo respeto, pero la verdad, que nos haya tenido apartadas de la investigación y del servicio sin hacer nada y muertas de asco no me parece bien.

—Estabais en una misión.

—Sí, visitando psiquiátricos para nada, todo el día metidas en los bares dándole al café.

—Eran órdenes superiores.

—Pero yo la conozco a usted y sé que cuando las órdenes no le acomodan se las ingenia para saltárselas.

—Bueno, Yolanda, ya está bien. De todos modos ese trabajo quedó atrás, ahora os necesito para otra cosa.

No la reprendí con brusquedad porque su tono era el de una niña un poco díscola, en ningún caso el de una insubordinada que hubiera perdido los nervios. De repente, Sonia intervino con su vocecita meliflua.

—Yo le dije a Yolanda, inspectora, que no se preocupara porque tarde o temprano usted nos llamaría para una faena más útil y mejor. Porque aprovechando que estamos en confianza le diré que lo de los bares no ha sido nada comparado con los rollos de psiquiatría que nos arreaba el doctor Beltrán.

Como siempre que aquella pobre chica abría la boca me invadió una oleada de indignación.

—¿Cómo has dicho, que estamos en confianza? ¡Nadie te ha dado la confianza como para hacer esos comentarios irrespetuosos sobre un colaborador de la policía! ¿Te has enterado?

—Sí, inspectora —dijo aterrorizada en lo que sonaba más como un lamento que como una afirmación.

—Y ahora pasemos al caso.

Les expliqué la búsqueda del Caldaña que nos interesaba y cómo debían organizarse para dar con él. Mientras les aclaraba todos los puntos, con franco mal humor, iba arrepintiéndome de mi reacción hacia Sonia. Pero me resultaba imposible rectificarla; la veía allí, en innecesaria posición de «firmes» y con el mismo gesto de desconsuelo que debe poner una lubina recién pescada, y se me llevaban los demonios. Me daba cuenta de que detestaba a los torpes, a los imprudentes, a los miedosos, a los... o simplemente me detestaba a mí misma por dejarme llevar de tal modo por la subjetividad. Yolanda se ponía rebelde en mis narices y le daba palmaditas en la espalda. Sonia se permitía una simple frase y le lanzaba la caballería. Intenté serenarme e hice la última recomendación en un tono demasiado sosegado para ser cierto.

—Tenéis que ser especialmente perspicaces y fijaros en los detalles, también en las reacciones de la gente que interroguéis. Es preciso que no creéis alarma, pero que registréis cualquier cosa sospechosa que podáis observar. Prudencia y discreción son los conceptos que debéis aplicar. Si algo os parece inquietante, el protocolo a seguir es despedirse de la persona sin levantar la liebre, vigilar la casa y llamarnos a mí o al subinspector Garzón inmediatamente. ¿Hay alguna duda?

—No —respondió Yolanda.

—¿Y tú, Sonia? —pregunté con cuidado exquisito.

—¡No! —se precipitó a contestar casi chillando.

—Muy bien, pues empezad por el principio. Yendo siempre las dos juntas, por supuesto.

El principio era simple. No existía ningún Caldaña fichado por nosotros, por los Mossos d'Esquadra ni por la Guardia Civil; de modo que el camino fácil quedaba rápidamente truncado. Sólo quedaba el sistema pedestre de buscar en la guía telefónica y en el registro. Pronto me informaron las chicas de que sólo había trece personas inscritas en Barcelona con ese nombre; número que, por moderado, me pareció tranquilizador. Menos tranquilizador era pensar en la posibilidad, para nada extemporánea, de que el Caldaña que nos interesaba viviera en cualquier otra población catalana. Cerré los ojos a esa opción, buscando ser positiva, y di la orden de comenzar.

Había entrado en una de esas fases de la investigación en la que la atención requerida hacía que se me olvidara incluso comer. De pronto, sola en el despacho, me di cuenta de que estaba exhausta. Encendí un cigarrillo que me supo amargo en la boca, y pensé en la posibilidad de pedir al bar que me trajeran algo. Sólo la imagen de un bocadillo grasiento me hizo sentir asco. Cerré el ordenador y llamé a Garzón. Al verlo comprendí que también le hacía falta un descanso: estaba demacrado y sus ojos, habitualmente mansos como los de un buen perro, se veían enrojecidos y pitañosos.

—¿Qué le parece si nos vamos, Fermín?

—¿Adónde?

—Usted a su casa y yo a la mía, adónde va a ser.

—No puedo. La madre Guillermina ya ha dado su permiso para que la hermana salga cuando quiera del convento, pero llevo dos horas llamando al abad de Poblet y me dicen que no puede ponerse porque está rezando.

—Deje un recado y que le llame él.

—Prefiero insistir, no vaya a ser que se olvide con tantas oraciones. Y digo yo, inspectora, ¿para qué rezar tanto?

—Hablan con Dios.

—Pues Dios debe de estar harto de oírlos. A lo mejor por eso no contesta.

—¡Y usted qué sabe si contesta o no!

—Saldría en los periódicos.

Solté una risotada que evidenciaba mi cansancio.

—Me voy. Llevo sin rezarle a mi marido un montón de tiempo.

—Yo tampoco le rezo mucho a mi santa, ¡y eso que me concede todo lo que le pido!

Volví a reír y le miré detenidamente.

—¿Usted nunca pierde el humor?

—El humor es lo último que queda cuando se ha perdido todo lo demás. Por eso el que no lo tiene anda jodido.

Me mostró su espalda ancha y carnosa cuando salió, y yo me quedé pensando que aquel hombre firmó al nacer un pacto con la vida cuyo impreso a mí nadie me había presentado. Se volvió de improviso para añadir como colofón:

—Ahora, eso sí, cuando esto se acabe, el primer cura que me cruce por la calle, si es que va vestido como tal, se va a ganar una bronca del copón. Así, por mis cojones, sin más explicación. Porque estoy del tema sacro hasta las bolas, se lo juro.

Arrastró tras de sí cualquier viso de tragedia que hubiera podido flotar en la habitación y el viento que generó su impulso limpió el aire de miasmas criminales. Lo bendije mentalmente.

Al meter la llave en la cerradura de mi casa me pregunté a quién encontraría en su interior. Era algo a lo que no me acostumbraba, antes nunca había nadie, pero ahora... aunque no me importaba; al contrario, aquella incertidumbre ponía en mis entradas un punto de suspense y aventura. En efecto, esta vez fue Federico quien me sorprendió. Leía un libro sentado en el sofá del salón y llevaba un iPod insertado en la oreja.

—¡Petra, amada madrastra!

—Vengo medio muerta, hijastro de mi corazón. ¿Estás solo?

—Más solo que la una. He hablado con mi padre y dice que no llegará hasta la hora de la cena.

—¡Vaya desastre de familia!, ¿verdad?

—¡Qué va, al contrario! Soy yo quien no debería estar aquí sino en casa de mi madre, pero se puso en plan de adulta concienciada que da consejos por mi bien y huí diciendo que había quedado con vosotros. Me abrió Jacinta y me he refugiado en vuestro sofá. ¿Nos arreamos un whisky? Tú lo estás necesitando y yo no voy a dejar que bebas sola, porque soy un caballero.

Me derrumbé en un sillón frente a él, me quité los zapatos, suspiré.

—Venga ese whisky. Me encanta ser una mala influencia para la juventud.

Observé su figura filiforme y nerviosa preparando las bebidas con escasa ortodoxia. Me pasó la mía, volvió a sentarse.

—¡No voy a preguntarte por la momia, lo juro! Yo soy más civilizado que mis hermanos.

—Tus hermanos son muy buena gente. Lo que ocurre es que se les hace difícil pensar que tienen una madrastra policía. Y no me extraña, todos los cambios de pareja de tu padre deben de haberles creado cierta inestabilidad.

—No lo creas. Los adultos subestimáis las capacidades de los niños. Yo, que lo tengo fresco aún, recuerdo perfectamente cómo sabía que mis padres se iban a separar. Te vas dando cuenta de las cosas, sabes cómo son los dos, lo bueno y lo malo de cada uno, sus manías, sus defectos, lo que intentan ocultarte sin conseguirlo. Pero los mayores pensáis que sólo somos enanos que vivimos en un mundo mejor.

—Eres muy inteligente.

—Sí, no estoy mal. Me acuerdo de que un día caí en que ser hijo de padres separados me daba un montón de posibilidades que no había tenido jamás.

—¿Cómo por ejemplo?

—Te sientes más libre, menos cautivo dentro de la familia, más responsable de tu propia vida, con más facilidad para pensar, para elegir...

—Lo malo es que te percatas de eso cuando ya tienes cierta edad, pero al principio debe ser diferente.

—Al principio es un poco duro, lo reconozco, empiezas a pensar si tú has tenido la culpa de algo, si te has portado siempre bien, si hubieras podido aportar más a la paz familiar. Pero una vez que todo se ha reorganizado y vuelves a tener una rutina y ves que todo sigue más o menos colocado en su lugar, entonces lo que te preocupa es pasarlo lo mejor posible y no sufrir incomodidades. Porque tus padres son tus padres, algo muy importante, pero tú eres tú.

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