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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (34 page)

Se dispusieron como antes: Taniquel monitoreando, Neryssa dentro del círculo, Auster sosteniendo la barrera colectiva, Elorie en el centro, sosteniendo en sus manos delgadas las fuerzas que podían perforar el campo magnético de un planeta, reuniendo todas sus mentes unidas y dirigiendo sus fuerzas fusionadas a la pantalla matriz ideada para esta operación.

Kerwin sintió la espera como un dolor y se fue preparando para controlarse en el momento en que los ojos grises de Elorie, fijos en él, le hicieran estar en contacto telepático con todo el círculo. Sintió cómo todo cobraba forma a su alrededor: Auster, fuerte y protector; la fuerza intangible que era Kennard, tan diferente de su cuerpo lisiado; Neryssa, amable y distante; Corus, un remolino de imágenes en giro.

Elorie.

Sintió su presencia firme que le guiaba dentro de las capas de la pantalla de cristal que, de alguna manera, era también el mapa que se extendía frente a Kennard y la tierra de los Dominios, y su conciencia se amplió más allá del tiempo y el espacio, enviándole a viajar a las profundidades del corazón del mundo.

Emergió de él horas más tarde, volviendo lentamente a la conciencia para ver la luz del amanecer que inundaba la habitación y los rostros del círculo de la Torre a su alrededor. Auster permanecía ceñudo, hostil, triunfante. Sin palabras, les hizo un gesto para que se reunieran a su alrededor.

Kerwin nunca había visto antes una trampa matriz. Se veía como un pedazo de metal extrañamente brillante, engarzado con cristales aquí y allá, con la cristalina superficie bordada como con cintitas de centelleante luz en el interior.

—¿Cansada, Elorie? —preguntó Auster—. Toma la pantalla monitora un minuto, Corus. Veamos qué tenemos aquí. —Con un dedo señaló el mortal y bello objeto que tenía en el regazo—. La dispuse para cualquiera que tratara de trasponer la barrera colectiva y sentí que la trampa se activaba. Sea quien sea, está inmovilizado aquí y podremos echarle una buena mirada.

Con fastidio, como si tocara algo sucio, Corus tomó la trampa matriz. Movió un calibrador de la gran pantalla monitora, y las luces empezaron a parpadear en su interior. Después, lentamente, se formó una imagen en la superficie de vidrio. Se movía por encima de la ciudad de Arilinn, pasando un hito tras otro. Luego, paso a paso, se centró en un cuarto pequeño y mezquino, casi desnudo, y en la figura de un hombre, inclinado en silenciosa concentración, tan inmóvil como si estuviera muerto.

—Sea quien sea, lo tenemos en estasis —dijo Auster—. ¿Puedes verle el rostro, Corus?

La imagen se enfocó, y Jeff exclamó al reconocer ese rostro:


¡Ragan!

Por supuesto. El hombrecito de las alcantarillas del espaciopuerto, que prácticamente había admitido ser espía terrano y que había seguido los pasos de Jeff y le había enseñado a usar una matriz, impulsando cada uno de sus pasos.

¿Qué otro podría haber sido?

De pronto fue invadido por una furia enorme, apacible, helada. Algo atávico en él, algo completamente darkovano, liberó su ira y su orgullo herido por haber sido manipulado de esa manera, por haber sufrido que espiaran su mente. Sin pensarlo, palabras antiguas salieron de su boca:

—¡Com'ii,
la vida de ese hombre es mía
! ¡Cuando, donde y como pueda, reclamo su vida frente a frente! ¡Quien la tome antes que yo deberá responder ante mí!

Auster, preparado —Kerwin lo sabía— para lanzar nuevos cargos y acusaciones, se quedó frío, con ojos muy abiertos y mirada consternada.

Kennard le miró a los ojos y le dijo:


Comyn
Kerwin-Aillard, como tu pariente más próximo y guardián aquí, escucho tu petición y te concedo esa vida para que la extingas o la salves a tu voluntad. Búscala, quítala o da la tuya.

Jeff escuchó las palabras rituales casi sin comprenderlas. Casi le dolían las manos en su deseo de hacer pedazos a Ragan. Dijo rápidamente, indicando la imagen de la pantalla:

—¿Esa cosa puede retenerlo el tiempo suficiente como para que lo atrape, Auster?

Auster asintió, con la trampa matriz aún entre las manos. Taniquel quebró el silencio con voz estridente.

—¡No le podemos dejar que haga eso! Es asesinato. Jeff no tiene idea de cómo usar la espada… ¿Creéis que ese… ese
sharug
, ese felino, peleará limpio?

—Tal vez no sea capaz de manejar una espada —replicó Jeff con voz tensa—, pero soy muy bueno con el cuchillo. Pariente, dame una daga y lo atraparé —agregó, volviéndose hacia Kennard, quien lo había reconocido.

Fue Rannirl quien le tendió el cuchillo que llevaba a la cintura.

—Hermano —le dijo con lentitud—, estoy contigo. Tus enemigos son los míos. Que nunca se desenvaine un cuchillo entre nosotros.

Tendió el cuchillo a Kerwin con la empuñadura hacia adelante. Kerwin lo tomó, atontado. De alguna parte recordaba que este gesto tenía en Darkover un significado muy importante. No sabía las palabras rituales, pero recordaba que este intercambio tenía la fuerza ritual de un juramento de hermandad; a pesar de la furia que le embargaba, se sintió reconfortado. Dio a Rannirl un rápido abrazo. Todo lo que se le ocurrió decir fue:

—Gracias, hermano. Contra mis enemigos… y contra los tuyos.

Debían de ser las palabras adecuadas, o muy semejantes, pues Rannirl giró la cabeza y, para turbación de Jeff, le dio un beso en la mejilla.

—Vamos —dijo—. Me ocuparé en tu nombre de que haya juego limpio, Kennard. Si lo dudas, Auster, ven con nosotros.

Kerwin tomó el cuchillo, sopesándolo. No tenía dudas de su habilidad con él. Había tenido un par de luchas en otros mundos y había descubierto que llevaba enterrado a un luchador dentro de sí; ahora le agradaba saberlo. El código de su infancia, el código de la disputa de sangre, parecía colmarle hasta lo más profundo de su ser.

Ragan se llevaría una condenada sorpresa.

Y después estaría muerto, muy muerto.

13. EL EXILIO

Salieron de la Torre, trasponiendo el Velo, y se encontraron bajo la penumbrosa y roja luz del sol, el Sol Sangriento que se alzaba sobre las colinas, muy lejos hacia el este. Jeff caminaba con la mano en la empuñadura del cuchillo, sintiéndose extraño y frío. A esta hora las calles de Arilinn estaban desiertas; sólo unos pocos viandantes alarmados vieron a los tres pelirrojos caminando juntos, armados y listos para una pelea; y los que los vieron descubrieron al instante que tenían ocupaciones urgentes en otra dirección.

Atravesaron el distrito suburbano, el mercado en el que un día más feliz Jeff había elegido un par de botas, y llegaron a un suburbio atestado y sucio. Auster, con las manos todavía en la trampa matriz, dijo en voz baja:

—Esto no resistirá mucho tiempo más.

Kerwin esbozó una sonrisa tensa, sin alegría.

—Aguántalo lo suficiente como para
encontrarlo
. Después, suéltalo cuando se te antoje.

Pasaron por un callejón estrecho, por un sucio patio atestado de conejos, ante un establo que albergaba un par de animales mal cuidados. Un caballerizo retardado, vestido con andrajos, los observó un momento. Luego dio media vuelta y huyó. Auster señaló una escalera empinada que daba a una galería externa con un par de habitaciones. Mientras subían, una muchacha con una falda y un pañuelo andrajosos salió a la galería, dibujando en su boca una gran O de asombro. Rannirl le hizo un furibundo gesto de enojo, y ella retrocedió a una de las habitaciones y cerró la puerta.

Auster se detuvo ante la otra puerta.

—¡Ahora! —exclamó. Sus manos huesudas hicieron algo en la trampa matriz, algo que Jeff no alcanzó a ver. Desde dentro de la habitación llegó un prolongado grito de rabia y desesperación cuando Kerwin, saltando hacia adelante, abrió la puerta de un puntapié y entró.

Ragan, todavía en la postura agachada de la trampa matriz, se liberó súbitamente y cayó sobre ellos como un gato acorralado, haciendo centellear un cuchillo que extrajo de su bota. Retrocedió y les hizo frente con el acero desnudo por delante, mostrando los dientes en una mueca desafiante.

—¿Tres contra uno,
vai dom'yn
?

—¡Sólo uno! —le espetó Kerwin y, con su brazo libre, indicó a Rannirl y Auster que retrocedieran.

Al momento se tambaleó por el impacto del cuerpo de Ragan que se estrelló contra él. Sintió el corte sobre el brazo mientras alzaba su cuchillo, pero sólo alcanzó a rasgarle la manga. Respondió con un golpe rápido que desequilibró a Ragan; después se enredaron en un apretón mortal y tuvo que luchar para mantener el cuchillo del otro lejos de sus costillas. Sintió cómo su propio cuchillo cortaba el cuero y emergía enrojecido. Ragan gruñó, debatiéndose, e hizo una súbita finta…

Auster, observando como un gato ante la ratonera, se arrojó de pronto contra ellos. Desequilibró a Jeff, quien, casi sin creer que eso estuviera ocurriendo —
¡tendría que haber sabido que no podía confiar en Auster!
—, sintió cómo el cuchillo de Ragan subía por su brazo y entraba unos centímetros por debajo de la axila. La insensibilidad y luego un dolor ardiente estalló en él; dejó caer el cuchillo de la mano izquierda y lo tomó con la otra, resistiéndose al abrazo mortal de Auster y bajándole el brazo. Kerwin soltó un juramento brutal, pateando con sus botas.

—Vete, maldito seas. ¿Es ésta tu idea de una lucha limpia?

Rannirl corrió para separar a Auster por detrás y, al intentar arrastrarlo recibió en el proceso un corte del cuchillo de Ragan que le abrió el antebrazo y el dorso de la mano. También soltó una maldición.

—Hombre, ¿estás loco? —jadeó.

Ragan se desasió. Hubo un estallido, ruido de pies que bajaban corriendo la escalera y ruido de basura que caía. Auster y Rannirl, todavía luchando, cayeron al suelo. Auster, de alguna manera, se había hecho con el cuchillo de Ragan.

—¡Jeff! ¡Quítale el cuchillo! —exclamó Rannirl.

Kerwin dejó caer su propio cuchillo, se arrojó contra los cuerpos que se debatían y consiguió apresar la mano de Auster, que siguió debatiéndose un momento, hasta que su mano se aflojó y dejó caer el arma, a la vez que la cordura regresaba lentamente a su mirada. Tenía un largo tajo en la mejilla —Kerwin no sabía qué cuchillo se lo había hecho—, se le estaba amoratando un ojo y la nariz le sangraba por el golpe que Jeff le había propinado con el codo.

Rannirl se incorporó, enjugándose la sangre que manaba de su antebrazo. El cuchillo no había penetrado; era tan sólo un rasguño superficial. Miró con horror y consternación a Auster, que empezaba a incorporarse. Kerwin hizo un gesto amenazante. Por muy poco le hubiera pateado las costillas.

—Quédate donde estás, maldito seas.

Auster se enjugó la sangre que manaba de su boca y su nariz y se quedó donde estaba. Kerwin fue hasta la ventana y miró hacia el sucio patio. Ragan, por supuesto, había desaparecido. No había ninguna posibilidad de que volvieran a encontrarle.

Regresó hacia Auster y le dijo:

—¡Dame alguna buena razón para que no te vuele los sesos de un puntapié!

Auster se sentó, ensangrentado pero no vencido.

—¡Adelante, terrano! —le increpó—. ¡Alega ahora que te debemos la protección de nuestro código de honor!

Rannirl se irguió sobre él, amenazante.

—¿Te atreves a llamarme
traidor
? Cuando Kennard aceptó el desafío, tú no dijiste nada. Y yo le he dado mi cuchillo: es mi hermano. ¡Auster, tendría derecho a matarte! —Y parecía dispuesto a hacerlo—. Kennard le dio el derecho…

—A asesinar a su cómplice… ¡para que nunca sepamos la verdad! ¿No viste que estaba dispuesto a matarlo antes de que pudiéramos interrogarlo? Oh, sí, montó un buen espectáculo ante nosotros —dijo Auster—. Muy astuto, matarlo antes de que uno de nosotros pudiera enterarse de la verdad. Yo quería atraparlo con vida. ¡Y, si tú hubieras tenido siquiera el sentido común de un conejo astado, lo tendríamos ahora para someterlo a un interrogatorio telepático!

Está mintiendo, miente
, pensó Kerwin con impotencia, pues la duda ya había empezado a asentarse en el rostro de Rannirl. Como siempre, Auster había logrado confundir el asunto, ponerlo a la defensiva.

—Vamos —dijo con cansancio—. Bien podemos regresar ahora.

Se sentía cansado y decepcionado y le empezaba a doler el brazo que Ragan le había herido.

—Ayúdame a quitarme la camisa y detener la hemorragia, ¿quieres, Rannirl? ¡Estoy sangrando como un matadero en verano!

Ahora había más gente por las calles y eran más los que miraban a los tres Comyn, uno de ellos con la cara llena de sangre que le salía de la nariz y otro con el brazo provisionalmente entablillado con la túnica interior de Rannirl. Kerwin sintió que caía sobre él todo el cansancio de una noche pasada trabajando con matriz, sentía que cada paso sería su último esfuerzo. También Auster se tambaleaba de cansancio. Pasaron ante una tienda de comida donde había obreros apiñados, comiendo y bebiendo. El olor de la comida le recordó a Kerwin que después de pasar toda la noche con las pantallas matrices no habían comido nada; se moría de hambre. Miró a Rannirl y, sin hablar, entraron al establecimiento. El propietario se mostró reverencial y charlatán, lleno de promesas de que les traería lo mejor que tenía, pero Rannirl meneó la cabeza, tomó un par de hogazas de pan recién hecho, una cazuela de salchichas, arrojó unas monedas al cocinero y con un gesto indicó a sus compañeros que le siguieran. Ya fuera, cortó el pan y entregó una porción a Kerwin y, de mala gana, otra a Auster. Siguieron caminando a través de las calles de Arilinn, masticando la comida con hambre de lobos. Parecía apenas un canapé, un bocadito digno de un niño pequeño y delicado, pero les hizo recobrar un poco de fuerza. Cuando llegaron a la Torre y traspusieron el Velo, ese leve cosquilleo pareció agotar la última fuerza que le quedaba a Jeff.

—Jeff —le dijo Rannirl—, te vendaré esa herida.

Kerwin meneó la cabeza. Rannirl parecía exhausto también, y ni siquiera había sido su pelea.

—Ve a descansar… —balbuceó con torpeza—, hermano. Ya me las arreglaré.

Rannirl vaciló, pero se marchó. Kerwin, aliviado por estar solo, fue a su habitación y cerró la puerta. En el lujoso baño se quitó la camisa y el vendaje, levantando con torpeza el brazo con una mueca de dolor. Rannirl había detenido burdamente la sangre con un pedazo de su camisa. Lo quitó y examinó la herida. Le habían quitado una tira de piel, que colgaba como un andrajo ensangrentado, pero por lo que veía la herida era tan sólo superficial. Sumergió la cabeza en el agua y volvió a alzarla chorreando pero más clara.

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