El sol sangriento (35 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El peludo no-humano que le atendía se deslizó a la habitación y se quedó mirándole apenado, con los ojos verdes, sin pupilas, muy abiertos por la consternación; enseguida se marchó y regresó con vendajes y un espeso ungüento amarillo con el que untó la herida y, con gran habilidad, con sus extrañas patas sin dedos, la vendó. Hecho esto, miró a Kerwin inquisitivamente.

—Tráeme algo de comer —ordenó Kerwin—. Me muero de hambre.

El pan y las salchichas que habían compartido al regresar sólo habían empezado a llenar el enorme agujero vacío que había en su interior.

Había comido como tres domadores hambrientos después de la doma de otoño cuando se abrió la puerta y Auster entró en la habitación sin anunciarse. Se había bañado y cambiado de ropas pero, y esto complació a Kerwin, tenía un espléndido ojo negro que tardaría bastante en curarse. Kerwin se limpió la boca, hizo a un lado el plato y le indicó el cuchillo de Rannirl que yacía sobre la mesa.

—Si has tenido otra perturbación, ahí está el cuchillo —dijo—. Si no, vete inmediatamente de aquí.

Auster estaba pálido. Se tocó el ojo como si le doliera. Jeff esperaba que así fuera.

—No te culpo si me odias, Jeff, pero tengo algo que decirte.

Kerwin esbozó un encogimiento de hombros y, al descubrir que le dolía, interrumpió el gesto. Auster, que le miraba, hizo un gesto como si él también sintiera el dolor.

—¿Tu herida es grave? ¿Se ha asegurado el
kyrri
de que no había veneno en el cuchillo?

—Para lo que te importa… —replicó Kerwin—. Pero ése es un truco darkovano; los terranos no pelean así. ¿Por qué demonios te preocupas, si hiciste todo lo que podías para que yo resultara apuñalado?

—Tal vez me merezca eso. Cree lo que se te antoje. Sólo me importa una cosa… dos cosas… y tú las estás destruyendo. Tal vez no te des cuenta… ¡pero, maldición, es peor que si te dieras cuenta!

—Ve al grano, Auster, o márchate.

—Kennard dijo que había un bloqueo en tu memoria. No te acuso de que nos estés traicionando a propósito…

—Eso es muy generoso de tu parte —dijo Kerwin con marcado sarcasmo.

—Tú no quieres traicionarnos —prosiguió Auster, mientras su rostro se descomponía repentinamente—. ¡Y todavía no te das cuenta de lo que esto
significa
! ¡Significa que los terranos
te infiltraron entre nosotros
! Pusieron ese bloqueo en tu memoria, con toda probabilidad antes de que abandonaras el Orfanato de Hombres del Espacio, antes de que fueras a Terra. Cuando regresaste, lo activaron, con la esperanza de que ocurriría esto, que nosotros llegaríamos a aceptarte, a pensar en ti como uno de los nuestros, a depender de ti,
¡a necesitarte!
Porque era tan obvio que eras uno de los nuestros… —Su voz se quebró. Consternado, Kerwin advirtió que Auster estaba conteniendo las lágrimas y que se estremecía de pies a cabeza—. Cedimos por eso y por ti… ¿Cómo podemos odiarte por ello…, hermano?

Kerwin cerró los ojos. Ésta era precisamente la idea que había estado tratando de eludir.

Le habían manipulado, habían manejado cada uno de sus pasos, desde el primer momento, cuando Ragan se encontró con ellos en el bar. Tal vez Johnny Ellers había sido encargado de presentarle a Ragan. Nunca lo sabría. ¿Quién podía haberlo hecho, salvo los terranos? Manipularle para que experimentara con la matriz, manipularle para que se enfrentara con el Comyn y, finalmente, amenazarlo con la deportación, para obligar al Comyn a reclamarlo.

¡Era una elaborada bomba de relojería! Arilinn le había aceptado… ¡y en cualquier momento podía estallarles en la cara!

Auster tomó a Kerwin del brazo suavemente, con cuidado de no hacerle daño en la herida.

—Querría que nos apreciáramos más. Ahora debes de pensar que te estoy diciendo todo esto porque no hemos sido amigos.

Kerwin sacudió la cabeza. El dolor y la sinceridad de Auster eran obvios para cualquiera que tuviera un mínimo de
laran
.

—No lo creo. Ahora no. ¿Pero qué esperaban lograr?

—No estoy seguro. Tal vez pensaron que el círculo de la Torre se desintegraría contigo adentro; tal vez quisieran información, filtrada a través del hueco de la barrera. Sé que sienten curiosidad con respecto al funcionamiento de la ciencia de matriz y no han podido averiguar demasiado. Ni siquiera de Cleindori, cuando se fugó con tu condenado padre. No lo sé. ¿Cómo demonios podría saber
yo
qué quieren los terranos? Tú deberías saberlo. Eres uno de ellos; has vivido con ellos. ¡Dime tú qué quieren!

Kerwin meneó la cabeza.

—Ya no. Los abandoné, ¿verdad? Nunca fui uno de ellos, salvo en la superficie —dijo con lentitud—. Pero ahora que tenemos al espía, ahora que sabemos lo que están haciendo, ¿no podemos protegernos?

—Si fuera solamente eso, Jeff… —respondió Auster con gravedad—. Pero hay algo más, una cosa que he estado tratando de ignorar. —Su rostro estaba grave y pálido—. ¿Qué le has hecho a Elorie, hermano?

Elorie. Qué le has hecho a Elorie.

Si Auster lo sabía, lo sabían todos.

No podía hablar. Su culpa y el miedo de Auster eran como un miasma en la habitación. Auster lo soltó y le dijo con seriedad:

—Márchate, Jeff. Por amor de todos los dioses que hayas conocido en Terra, márchate antes de que sea demasiado tarde. Sé que no es culpa tuya. No creciste con ese tabú. No está profundamente arraigado en tu sangre ni en tus huesos. Pero si te importa algo Elorie, si te importamos nosotros, márchate antes de que nos destruyas a todos.

Se volvió y salió. Kerwin se echó sobre la cama, boca abajo, viendo todo claramente por primera vez.

Auster tenía razón. Escuchó, como un eco sombrío, las palabras de la mecánica de matrices que había pagado con su vida por mostrarle un fragmento de su pasado.

Eres el que fue enviado, una trampa que no explotó.

Pero también había dicho algo más.

Encontrarás lo que amas y lo destruirás; pero también lo salvarás.

Era cierta su profecía, la de esa mujer fea, vieja y condenada cuyo nombre o historia él jamás conocería. Había hallado lo que amaba y ya había estado muy cerca de destruirlo. ¿Podría salvarlo si se marchaba o sería ya demasiado tarde?

¡Oh, Elorie, Elorie!

Pero ni siquiera debía susurrar su nombre. Hasta un pensamiento podía perturbar la tranquilidad, tan duramente ganada, de la joven. Kerwin se incorporó, con rostro tenso, sabiendo qué debía hacer.

Muy despacio se quitó los pantalones de gamuza, las botas y el brillante chaleco; volvió a vestir el uniforme terrano que había descartado —para siempre, había creído— al llegar aquí.

Tuvo un momento de vacilación con la piedra matriz, maldiciendo desgarrado y deseando arrojarla desde la ventana más alta de la Torre para que se hiciera añicos contra las piedras, pero por fin la guardó en su bolsillo. Sentía un gran estrés ahora y siempre se hallaba incómodo cuando la piedra estaba físicamente fuera de su alcance.

Fue de mi madre. Fue con ella al exilio. También puede venir conmigo.

También vaciló ante la bordada capa ceremonial que había iniciado toda esta cadena de acontecimientos, pero finalmente se la puso sobre los hombros. Era suya, la había comprado con dinero ganado con honradez en otro mundo y, dejando de lado el sentimentalismo, era una protección contra el mordiente frío de la noche darkovana. Todavía le dolía la herida del cuchillo de Ragan (¿eso era todo lo que el Comyn podía darle, heridas de cuchillo en el cuerpo, heridas más sutiles en el alma?) y no podía permitirse congelarse. Y —otra consideración absolutamente práctica— en las calles de Arilinn, un hombre con uniforme terrano llamaría la atención tanto como una flor estelar en los desnudos glaciares de los Hellers. La capa le conferiría un decente anonimato hasta que estuviera a buena distancia de aquí.

Fue hasta la puerta de su habitación. De alguna parte venía un grato olor a comida: las peleas con cuchillo, las disputas de sangre, las interminables operaciones telepáticas en la cámara de matrices podían ir y venir, pero la práctica Mesyr seguiría adelante con la preparación de la comida, persuadiendo a los
kyrri
para que cocinaran siguiendo sus instrucciones, no dejaría de regañar a Rannirl por arruinarse el apetito con vino antes de la cena, buscaría cintas nuevas para los etéreos vestidos de Elorie, y reprendería a los hombres por arrojar las botas llenas de barro en el gran salón cuando volvían de cabalgar o de cazar. Escuchó su voz alegre y tranquila con un deje de nostalgia. Éste era el único hogar que había tenido.

Siempre quise que mi abuela Kerwin fuera como ella.

Traspuso una puerta abierta. Flotó el aroma del perfume delicadamente floral de Taniquel, y la escuchó cantar en algún sitio de sus habitaciones. Tuvo una breve visión de su cuerpo delgado y hermoso sumergido a medias en agua verdosa y de sus rizos recogidos mientras se enjabonaba. La ternura le invadió. La joven había dormido, despojándose del agotamiento de toda una noche de trabajo y no conocía las consecuencias de la lucha a cuchillo… Tampoco las conocía Kennard.

Esa idea le dejó helado. Muy pronto, si es que todavía no había ocurrido, el contacto telepático se establecería entre ellos, cuando se reunieran para la noche, y todos sabrían lo que él planeaba. Debía irse cuanto antes, pues si no ya no lograría marcharse en absoluto.

Se cubrió con la capucha, bajó la escalera sin ser visto y traspuso el Velo. Ahora estaba a salvo: el Velo también aislaba los pensamientos. Avanzando con resolución, controlando su desazón, cruzó el grupo de edificios próximos a la Torre, el campo de aterrizaje, y se encaminó hacia la ciudad de Arilinn.

Sus planes eran vagos. ¿Dónde podía ir? Los terranos no le habían querido. Ahora ya no había lugar para él en Darkover, ni tampoco seguridad; en cualquier sitio donde se ocultara, desde Dalereuth hasta Aldaran, no había un refugio tan remoto como para que el Comyn no le encontrara; sin duda que no, mientras llevara la matriz de la renegada Cleindori.

Regresaría con los terranos, entonces. Que lo deportaran. Dejaría de combatir con su destino. Tal vez nada más lo deportaran. Pero, si de verdad lo habían infiltrado en el Comyn, como una gigantesca bomba de relojería, ¿qué harían al descubrir que les había saboteado el plan, un plan cuidadosamente concebido que había precisado de dos generaciones para concretarse?

¿Acaso importaba? Podían hacer lo peor.

¿Acaso algo importaba todavía?

Alzó la mirada y miró directamente el gran ojo inyectado en sangre que algún terrano romántico, unas generaciones atrás, había llamado el Sol Sangriento. Observó cómo se ponía detrás de la Torre de Arilinn. Luego llegó esa rápida oscuridad, el frío y el silencio. El último resplandor del Sol Sangriento se extinguió. La Torre persistió un minuto como una pálida imagen detrás de los párpados de Jeff; luego se disolvió entre la punzante lluvia. Una sola luz azul brillaba cerca de la cúspide de la Torre, luchando valientemente para atravesar la lluvia y la niebla; después se desvaneció como si jamás hubiera existido. Kerwin se enjugó la lluvia de los ojos (¿sería la lluvia caliente y salada lo que punzaba su cara?) dio la espalda a la Torre con determinación y se dirigió a la ciudad.

Encontró un lugar en el que no le reconocieron como terrano ni como Comyn, donde tan sólo miraron el color de su dinero y le dieron una cama, intimidad y suficiente bebida —esperaba— como para borrar todo pensamiento y memoria, para borrar su inevitable intento de revivir las pocas semanas que había pasado en Arilinn.

Fue una borrachera monumental. Nunca supo cuántos días duró, ni cuántas veces se tambaleó por las calles de Arilinn en busca de bebida, para regresar a su madriguera como un animal herido. Cuando dormía, la oscuridad estaba preñada de rostros, voces y recuerdos que no podía soportar; finalmente, emergió de un largo olvido, más sueño que estupor, y los encontró a todos en torno a su cama.

Por un momento pensó que era una consecuencia del güisqui malo o que su mente tensa se había quebrado por fin. Cuando Taniquel lanzó una incontrolable exclamación de pena y pesar y se arrodilló junto al sucio jergón en el que él yacía, él supo que estaban verdaderamente allí.

Se pasó una mano por el mentón sin afeitar y se humedeció con la lengua los labios agrietados. La voz no le obedecía.

—¿De veras creíste que te dejaríamos en este estado,
bredu
? —habló Rannirl, utilizando la inflexión que daba a la palabra el significado de
amado hermano
.

—Auster… —balbuceó Kerwin con torpeza.

—No lo sabe todo —dijo Kennard—. Jeff, ¿puedes escucharnos sensatamente ahora o todavía estás borracho?

Se incorporó. La sordidez del cuarto alquilado, la botella vacía a los pies de la cama desordenada y el dolor todavía agudo de la descuidada herida de cuchillo parecían parte de la misma cosa, su propia desdicha y derrota. Taniquel le tenía una mano, pero era el contacto telepático de monitor de Neryssa el que sentía en su mente.

—Está suficientemente sobrio —comunicó la mujer.

Él los miró uno por uno. A Taniquel, cuyos dedos firmes apretaban los suyos; a Corus, con aspecto preocupado, casi lloroso; a Rannirl, preocupado y con expresión amistosa; a Kennard, triste y preocupado; a Auster, amargamente distante. A Elorie, con el rostro convertido en una pálida máscara, con los ojos enrojecidos e hinchados… ¡Elorie estaba llorando!

Kerwin se incorporó, soltando con delicadeza la mano de Taniquel.

—Oh, Dios, ¿debemos volver a pasar por todo esto? —preguntó— ¿Acaso Auster no os dijo…?

—Nos contó muchas cosas —respondió Kennard—; todas ellas fundadas en sus propios temores y prejuicios.

—No lo niego —replicó Auster—. Pero pregunto si mis temores y prejuicios no eran justificados. Ese espía… ¿Cómo dijo Jeff que se llamaba? Ragan. Es otro de ellos. Es muy obvio, maldita sea;
reconozco
a ese hombre. ¡Juro que es un
nedestro
del Comyn, tal vez Ardais o incluso Aldaran! Con sangre terrana. Dispuesto a espiarnos. En cuanto a Jeff… ¡Hasta pudo trasponer el Velo! ¡Y engañar a Kennard en el interrogatorio telepático!

—¡Creo que ves espías terranos detrás de cada planta, Auster! —dijo Rannirl con furia.

Taniquel volvió a tomar la mano de Kerwin.

—No podemos dejar que te vayas, Jeff. Eres uno de nosotros, eres parte de nosotros. ¿Adónde irás? ¿Qué harás?

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