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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (10 page)

Después de un cuarto de hora de infructuosos exámenes, Eduardo volvió a guardar el violín en el estuche, apagó la cámara y trató de pensar. Se acordó del pobre Miguel Quirós y de su mujer, Marta. Por alguna incomprensible asociación de ideas, acudieron a su mente su ex mujer y su hija. Era un auténtico capullo, se dijo. Pero ahora estaba metido en aquella investigación y tenía que centrarse en ella.

Por supuesto, se le ocurrió la idea de romper el violín en mil pedazos y sacarle su secreto, como un policía malo interrogando a un sospechoso reticente. Incluso le agradaba la idea, en cierto modo. Pero seguramente sería un error, porque quizá destruiría el secreto. Además, tenía a quien recurrir para desmontarlo como era debido: el bueno de Paul Friedhoff, que, además de tocar el violonchelo, hacía también sus pinitos en el arte de los luthiers.

Eduardo casi no pudo pegar ojo esa noche. Salió a cenar algo en el restaurante chino de la esquina y luego, de vuelta en su apartamento, cayó en el vicio que había logrado dejar a un lado durante las últimas veinticuatro horas: el alcohol. Se bebió media botella de Johnnie Walker y se acostó con una buena borrachera.

La resaca del día siguiente fue terrible, potenciada por un breve e inquieto sueño que no le permitió apenas descansar. No obstante, Eduardo se levantó de la cama con energía, se duchó, comió unos cereales resecos y se vistió. Estaba ansioso de hablar con Paul, para quedar con él y llevarle el enigmático violín. Esperó, nervioso, a una hora prudencial y llamó por fin al violonchelista.

—Amigo, tengo que molestarte otra vez.

—¿De qué se trata?

—¿Cómo tienes hoy el día? ¿Estás muy ocupado?

—Bueno… Tengo ensayo por la tarde. El resto del tiempo estoy libre.

—¡Perfecto! —exclamó Eduardo, complacido—. ¿Podrías quedar conmigo esta mañana?

—Sí, claro. ¿Para qué?

—Necesito destripar un violín.

—Bueno, si es lo que quieres… ¿Visitaste al Maestro?

—Sí. Se trata de un violín que… lo compré ayer en su tienda.

El tono dubitativo de Eduardo no pareció extrañar a Paul. De todos modos, para curarse en salud, Eduardo le preguntó:

—¿Eres muy amigo de Steiner?

—Él es muy famoso. Pero personalmente apenas lo conozco. ¿Qué pasa, te ha vendido algo que está mal?

—No, no, es simple curiosidad.

Eduardo no quería bajo ningún concepto que, de algún modo retorcido, el viejo se enterara de que le había engañado.

—Entonces, ¿vienes a mi casa? —preguntó Paul—. Aquí tengo herramientas. A no ser, claro, que prefieras abrirlo a golpes.

Paul se rió de su propia ocurrencia, aunque Eduardo ya había tomado esa posibilidad en consideración, más o menos seriamente.

—Espero no tener que llegar a ese extremo, la verdad.

—Por cierto, ¿para qué quieres abrirlo? ¿Se te ha metido dentro algo que ahora no puedes sacar?

—Algo parecido. Es una historia un poco larga. Luego te la cuento.

A Eduardo le llevó casi una hora llegar a casa de Paul, que vivía en una bonita urbanización de chalés situada en el municipio de Boadilla del Monte. Dejó su moto aparcada detrás de un antiguo Mercedes plateado y, con el violín a la espalda, llamó a la puerta que daba al jardín.

Paul lo recibió en su taller. Era una construcción separada del resto de la casa. Allí tenía su santuario, repleto de herramientas, barnices, pegamentos, resinas y todo lo necesario para fabricar sus propios instrumentos. Cuando Eduardo entró, trabajaba en un nuevo violonchelo en el que iba a utilizar las mejores maderas adquiridas en Cremona, la localidad originaria de los grandes maestros Stradivari y Guarneri.

Eduardo descubrió que abrir un violín no era una tarea fácil, si se quiere tener la absoluta seguridad de no romperlo. Paul había puesto a calentar sobre un hornillo un recipiente metálico con agua, para que los vapores ayudaran a ablandar las gomas reversibles que unían las distintas piezas del instrumento. Ese proceso podía llevar horas. Pero Eduardo no tenía paciencia para esperar tanto tiempo, así que le pidió a Paul que optara por una vía más rápida: destriparlo con cuidado, aunque sin miramientos.

Con todo, el violonchelista tardó casi media hora. Primero retiró las cuerdas y el puente. Después, con una especie de cuchillo ancho y plano, untado en jabón, logró ir separando poco a poco la tapa superior. Cuando el violín dejó a la vista su interior, fue decepcionante. Allí no había nada. Ni por debajo de la tapa ni en el cuerpo. Paul retiró la etiqueta, por si había algo escrito debajo, sin resultado. Y también arrancó el diapasón, en el que tampoco había ninguna marca.

—Pero… aquí no hay nada —dijo Eduardo, con decepción en la voz.

—¿Y qué esperabas que hubiera? —le preguntó Paul.

—No lo sé. Algo… No lo sé, la verdad.

—Quizá se ha borrado con el tiempo. Habría que mirarlo con rayos X o con un microscopio.

Las palabras de Paul apenas fueron procesadas por el cerebro de Eduardo. Estaba tan frustrado que ni siquiera podía reaccionar.

—En fin, supongo que todo esto ha sido absurdo.

—Para tu investigación, sí. Pero mira el lado bueno: has aprendido algo del hermoso oficio de luthier.

—Sí, menudo consuelo…

Eduardo recogió todas las piezas con ayuda de Paul y volvió a meterlas en el estuche. Mientras regresaba a casa en su moto, con él a la espalda, parecía que llevara un saco de nueces. Sentía que las ideas se agitaban de un modo parecido en su cabeza. No comprendía nada. Si no hubiera sido por Garganta Profunda habría dado por cerrada la investigación. Víctor Gozalo era un simple loco. Fin del caso. Pero la llamada del hombre desconocido implicaba que había algo más. ¿Dónde? ¿Qué?

En ese preciso instante, cuando los pensamientos de Eduardo se encrespaban como las olas de un mar enfurecido, su teléfono móvil volvió a sonar y a mostrar en su pantalla la identidad oculta. Cuando ya iba por el décimo tono logró parar la moto, quitarse el casco y cogerlo.

—¿Sí? —respondió Eduardo, sin poder ocultar su ansiedad.

—¿Cómo le fue su entrevista con Víctor Gozalo?

La voz del hombre era igual de pausada y profunda que la primera vez que lo llamó. Pero ahora también había cierta ansiedad en ella. Eduardo lo notó y pasó a la ofensiva. Tenía que saber algo más, sonsacarle algún dato que le permitiera volver menos resbaladiza la superficie sobre la que caminaba. No estaba dispuesto a ser una simple marioneta en manos de nadie.

—¿Quién es usted?

—Ésa no es la pregunta adecuada.

—Déjeme que yo decida eso.

—Soy un amigo que quiere guiarle entre las sombras.

El tono burlesco no contenía ni pizca de humor. La forma de expresarse de aquel tipo, y su voz ahogada, daban escalofríos.

—Pues si quiere guiarme entre las sombras, de momento los resultados brillan por su ausencia. Fui a ver a Víctor Gozalo, pero no me dejaron estar más que un cuarto de hora y no he descubierto nada. Así que, hábleme de Argos o del Proyecto 101, o de lo que sea que deba saber. ¿Y quién coño es una tal Almudena? Víctor me dijo que ella conocía el secreto.

También le había dicho que su padre se lo llevó a la tumba, aunque a Eduardo le parecía que era un simple desvarío.

—Su hostilidad no está motivada. Yo sólo voy a ponerle sobre las pistas adecuadas. Pero no espere de mí ninguna revelación.

—¿Por qué quiere ayudarme? Nadie hace nada por nada. ¿Qué es lo que usted pretende? ¿Qué gana con esto?

—Le aseguro que yo no gano nada.

—Entonces hábleme de Argos y del Proyecto 101.

El hombre mantuvo un largo y tenso silencio. Eduardo estaba jugando fuerte, pero no quería que aquel hombre colgara y le dejara con todas sus dudas y ninguna respuesta. Quizá lo estaba presionando demasiado.

—De acuerdo, señor Lezo.

«¡Bien!», se dijo Eduardo. Había conseguido tensar el sedal lo justo para capturar el pez. Aunque el hombre no había abandonado aún toda su resistencia. Optó por una vía intermedia.

—¿Qué sabe usted del control mental?

—¿Del control mental?

—Eso he dicho, sí.

—Bueno, sé que desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha habido varios proyectos para controlar la mente de las personas. Los más importantes se llevaron a cabo en Estados Unidos y en la Unión Soviética. Aunque, por lo visto, se abandonaron hace años por falta de resultados.

—Para ser usted periodista, y periodista de investigación, está muy mal informado. Voy a darle un dato que seguramente le interese y le saque de su ignorancia. Domingo 14 de enero de 2007,
The Washington Post
, página W22. Búsquela y después espere mi llamada. ¿Le bastará con un día?

—Sí. Será suficiente. Aunque no veo por qué quiere usted que lea…

Cuando Eduardo acabó la frase, Garganta Profunda ya había interrumpido la comunicación. Al fin y al cabo, no era un pez tan fácil de pescar.

11

En las profundidades del edificio, una única luz se abría paso desde un recodo de las viejas galerías de mantenimiento. Era una luz tenue y vibrante, que deshacía la oscuridad con alargadas sombras. Varias de esas sombras, deformes, se movían en la penumbra de aquí para allá, como criaturas monstruosas en busca de alimento. Desde la parte iluminada de la galería les llegaba la comida. Y la voz de un hombre, que las llamaba con dulzura para que se acercaran a él.

—Venid, amigas mías. No tengáis miedo.

Era el mendigo, sentado en su camastro. Desde allí lanzaba bolas de pan a las ratas que poblaban el sótano. Eran tímidas con los seres humanos, pero una de ellas se aproximó lo suficiente. Entró en el pequeño habitáculo que el mendigo había hecho con maderos y chapas de metal, a modo de habitación. De repente, se levantó de improviso y cerró con un tablón la estrecha abertura que hacía las veces de puerta.

Al verse atrapada, la rata chilló, enloquecida, y trató de huir. Pero su suerte estaba echada. El mendigo la acorraló en un rincón y le aplastó la cabeza de un golpe mientras se reía a carcajadas de la estupidez del pobre animal.

—Esta noche comeré carne —dijo en la soledad del sótano.

Arriba, a Mar le pareció escuchar un ruido lejano. Aunque era incapaz de saber si se trataba de algo real o fruto de su imaginación. Los hongos alucinógenos habían hecho efecto en su mente. Todos sus compañeros, menos Víctor, Germán y Clara habían tomado la droga. Al principio se quedaron juntos en torno a la lámpara halógena, pero luego el grupo se disolvió. Bárbara y Alejandro se marcharon con un saco de dormir a otra estancia, y Víctor desapareció en las profundidades del edificio. Mar se quedó sola, mientras Germán, con Clara y Feo a su lado, instalaba un grifo en la tubería que ella y Víctor habían encontrado antes de comer.

Ese Víctor le gustaba mucho. Mar sentía una atracción casi salvaje por él. No era demasiado extrovertido y eso le confería cierto misterio. A ella le gustaría descubrir ese misterio mientras follaban como animales. Ahora, bajo los efectos de la droga, el deseo aumentaba hasta hacerse irreprimible. Notaba calor en su cuerpo, la vagina húmeda y los pezones duros como piedras. Ardía en deseos de encontrar a Víctor y abalanzarse sobre él para que la montara como un caballo a su yegua.

No era capaz de ver nada en el lugar donde se había metido. Buscando a Víctor, encontró entreabierta la puerta metálica del piso bajo. Supuso que era él quien la había abierto de algún modo. Una parte más de su misterio… Encendió su linterna. Él debía de estar allí, más allá de las escaleras cuya base el haz no llegaba del todo a alumbrar. Cerró la puerta tras de sí. No quería que nadie les interrumpiera mientras se desbocaban y se entregaban al sexo. Los peldaños, repletos de grietas, parecían ahora vivos, y la alentaban a bajar por ellos para adentrarse en el sótano y hacer realidad sus deseos.

Ella les hizo caso. Fue descendiendo con cuidado, alumbrándose con la linterna en una de sus manos y asiendo con la otra la barandilla oxidada que estaba precariamente fija en la pared. Le pareció que sus extremidades se alargaban como si fueran chicle, y que la escalera no tenía fondo. Hubo un momento en que experimentó la misma sensación de vértigo que cuando soñaba con caer al fondo de un pozo. Continuó hasta el final como si el tiempo se hubiera detenido. En su imaginación alterada, una eternidad y un suspiro habrían podido durar lo mismo.

Al pie de la escalera, apuntó con la linterna hacia las galerías solitarias. La luz reverberó formando un halo en la densa humedad del aire. Había varios túneles, surcados por viejas tuberías y mangueras de cables retorcidos, que por un momento le parecieron oscuras serpientes. El ruido de las goteras era constante. Todo el suelo estaba mojado. El agua sucia de los charcos hubiera podido ocultar ese pozo sin fin por el que Mar soñaba de cuando en cuando ser absorbida.

Absurdamente, trató de no pisar ninguno de ellos. La droga le impedía distinguir con seguridad entre lo real y lo delirante. Algunos de los charcos, de hecho, le parecían palpitar como volcanes a punto de explotar en erupción. Y las paredes de la galería que eligió, que le pareció la más ancha, estaban ahora comprimiéndose y haciéndose más largas, como si no tuvieran fin. Aquel sótano era un laberinto sin límites, en cuyo centro debía estar esperándola Víctor como un minotauro ávido de sexo.

Sin embargo, Mar sonrió. Allí abajo hacía tanto frío como arriba, aunque no tardaría mucho en calentarse en contacto con la piel tórrida de Víctor, con su cuerpo desnudo sobre el suyo.

El mendigo dejó la rata muerta dentro de una caja de latón sin tapa. Tenía que rezar sus oraciones. Si no, Dios se enfadaría y le haría sufrir. Le castigaría como otras veces, cuando descuidaba sus obligaciones. Se arrodilló frente a un crucifijo. Estaba a un lado de su camastro, colgado de una pared que rezumaba humedad y que estaba atravesada por unos tubos herrumbrosos. Debajo, había una pequeña figura de la Virgen y varias estampas de santos y mártires. El mendigo tomó en sus manos un sobado rosario y empezó a pronunciar una letanía ininteligible.

Estaba seguro de que el Señor Todopoderoso se sentiría satisfecho de su fervor. Tenía la suerte de conocerlo bien. De saber que existía de veras, que no era una mera invención de las gentes para no perder la esperanza. Aunque sabía también que Dios era justiciero y no comprendía cómo su infinita misericordia podía tornarse en sed de venganza. «Los caminos del Señor son inescrutables», se dijo. No tenía que intentar comprender; sólo cumplir su voluntad como un siervo fiel y leal. Nunca, bajo ninguna circunstancia, había osado ni osaría contradecir los deseos de Dios.

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