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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (9 page)

—¡Siempre he sabido que eras un maricón de mierda!

El chico se quedó tan bloqueado que sólo pudo encogerse en un rincón, mirando al suelo mientras su padre le insultaba, lleno de odio y de desprecio. En cierto momento, sacó su pistola reglamentaria y la dejó sobre la cama.

—Si tuvieras cojones te pegarías un tiro o me lo pegarías a mí, maricón.

Germán se quedó en su rincón, con lágrimas en los ojos y temblando de miedo.

—¡Vamos, coge el arma!

Aún desnuda, la joven prostituta salió despavorida de la habitación. El padre de Germán no se inmutó y siguió martirizándolo.

—¡Cógela, maricón!

Sus ojos brillaron casi enloquecidos cuando Germán obedeció y agarró la pistola con mano temblorosa. Sintió que su hijo ardía en deseos de apuntar contra él y apretar el gatillo, y tuvo la enfermiza esperanza de que se atreviera a hacerlo. Se le acercó desafiante, con lentitud, directamente hacia el cañón dirigido a su pecho. Llegó a apoyarlo contra el arma, pero nada ocurrió. Su rostro mostraba una inconcebible expresión de asco.

—No, ya veo que no tienes cojones. Sólo vales para chupar pollas. —Le arrancó la pistola de la mano y añadió—: Tú ya no eres mi hijo. No quiero volver a verte nunca más. Ojalá no hubieras nacido.

Ahí empezó la segunda parte de la vida de Germán. Se marchó de casa con una maleta que le preparó la vieja asistenta, una mujer dulce que había llorado la muerte de su madre y ahora la triste expulsión del hijo de su hogar. Fue ella quien le dio algo de dinero de sus ahorros. Germán se marchó sin despedirse de su padre, que estaba sentado en silencio en un sofá del salón, con el rostro impávido. Ésa fue la última vez que lo vio.

—¡A comer! —gritó Bárbara hacia las profundidades del edificio.

Al poco aparecieron Mar y Víctor.

—Hemos encontrado una tubería con agua —dijo este último—. Le hemos hecho un agujero y la hemos taponado hasta que instalemos un grifo y una manguera para traer el agua hasta aquí.

—¡Genial! —exclamó Germán.

—Por fin podremos ducharnos —dijo Bárbara, y Alejandro la imaginó desnuda y mojada entre sus brazos.

—Lo que va a ser un poco más difícil es la toma de corriente. No hay modo de saber por dónde pasan los cables en los muros que dan al edificio de al lado.

Mar hizo un gesto que ponía de manifiesto que iba a decir algo que ya había discutido con Víctor.

—Podemos hacer un agujero en uno de esos muros y conectarnos a cualquier enchufe del otro lado.

—Ya sabes que eso es imposible —dijo Víctor—. Si hacemos un destrozo así, nos echarán.

—Pero necesitamos luz…

—Mar, Víctor tiene razón —dijo Germán—. Tendremos que arreglárnoslas así por el momento. Si nuestro proyecto sale bien, estoy seguro de que nos permitirán conectarnos a la red más adelante. Debemos demostrar que no tenemos intención de deteriorar nada, sino todo lo contrario: aprovechar un espacio abandonado y convertirlo en algo útil.

Todos se miraron con gesto de aceptación. Los inconvenientes de carecer de flujo eléctrico eran obvios, pero no les quedaba otra alternativa que seguir usando linternas para alumbrarse y su pequeño hornillo de gas para cocinar. Tendrían que conformarse con las frías sombras del viejo edificio moribundo al que trataban de dar vida y color.

Nada más terminar de comer, Mar sacó de nuevo su bolsa de hongos alucinógenos. Esta vez, ni Germán ni Víctor iban a poder impedir que se los tomaran.

—¿Quién quiere? —preguntó ella.

Alejandro se apresuró a contestar.

—Yo.

—Así me gusta, machote.

Mar partió uno de los hongos por la mitad. Una se la dio a Alejandro y la otra se la ofreció a Bárbara.

—No sé si debo… Tengo que cuidar de Clara.

La voz de Mar sonó tentadora, como la de la serpiente del Edén ofreciendo a Adán y Eva el fruto prohibido.

—Te juro que son una pasada. ¿Por qué crees que los gnomos viven en el interior de las setas? Además, Germán puede ocuparse de Clara, ¿verdad, Germán?

Bárbara vio que Alejandro asentía.

—Venga, anímate.

Luego se volvió hacia Germán.

—No os preocupéis —dijo éste—. Yo paso de tomarlos. Me pondré con lo del grifo. Clara y Feo me ayudarán, ¿verdad que sí? —añadió mirando a la joven—. Vosotros disfrutad de las alucinaciones, pero no os paséis.

—¿Y tú, Víctor, quieres probar? —preguntó Mar, moviendo la bolsa de los hongos con la mano, como si fuera el péndulo de un hipnotizador.

—Ya sabes que yo también paso de eso.

Víctor estaba más serio que de costumbre. Su respuesta fue bastante seca. Alejandro se fijó en que parecía contrariado.

—¿Algún mal viaje? —Como no le contestaba, insistió—: Puedes contárnoslo. No pasa nada. Nunca hablas de tu pasado…

Mar estaba impaciente. No dejó a Víctor responder, aunque se notaba que éste no tenía intención de hacerlo.

—Si todos lo tenemos claro, vamos allá —dijo—. Los que quieran divertirse, que se acerquen a la bolsa de la felicidad…

Habían comido muy tarde. Tan sólo quedaba una hora para que el sol desapareciese por un horizonte oculto entre densas nubes. Apenas había nevado desde la madrugada anterior, pero el cielo amenazaba con descargar de nuevo esa noche.

Una noche fría y ominosa, que sería la última en aquel edificio. En cierto sentido, una vez llegado el ocaso ya no volvería a amanecer.

10

Eduardo aparcó la moto frente a la puerta de la pequeña tienda de Lázaro Steiner. El negocio tenía un aspecto bastante descuidado. No lo había imaginado así, la verdad. Parecía una simple casa de empeños, con un escaparate antiguo y un amplio ventanal en el que podía leerse: LÁZARO STEINER. INSTRUMENTOS DE CUERDA FINOS. Tras él, en diversos tipos de soportes, había varios violines, violas, violonchelos y un gran contrabajo. Eduardo había aprendido a distinguir esos instrumentos mientras hacía un reportaje sobre el enigma del extraordinario sonido de los Stradivarius y los Guarnerius. Precisamente fue cuando conoció a Paul Friedhoff y a Dick Donovan, que le sacaron de su total ignorancia sobre esa cuestión y le ayudaron a entender los trabajos de quien aseguraba haber descubierto la clave del legendario misterio, un químico y luthier americano, de origen húngaro, llamado Joseph Nagyvary.

La puerta del negocio estaba un poco retranqueada y se abría hacia fuera. Había un cartel con el horario y la palabra ABIERTO. Eduardo estaba de suerte. En cuanto entró se vio sumergido en un ambiente propio de otra época. Paul le había dicho que el dueño rondaba los ochenta años. La tienda no debía de ser mucho más moderna. Los muebles eran de madera oscura y se les notaba el paso del tiempo. Sin embargo, el espacio interior transmitía una sensación muy agradable, acogedora. El ruido de unas campanillas que colgaban encima de la puerta sirvió de aviso. Una figura de corta estatura surgió de las sombras. Hasta que llegó al mostrador, Eduardo apenas pudo distinguir sus facciones.

—Lázaro Steiner, para servirle —se presentó.

Era un hombre extremadamente bajo y rechoncho, aunque no presentaba rasgos de enanismo. Tenía unos ojos saltones tras unas gafas redondas metálicas, y su poco pelo era tan blanco como el azúcar molido. A primera vista cualquiera le habría echado cien años.

—Buenas tardes. Estoy buscando un violín que perteneció a Víctor Gozalo.

—¿Víctor Gozalo? Hace mucho tiempo que no viene por aquí. A decir verdad, no viene desde poco después de morir su padre. En un atentado. Qué suceso más triste… ¿Es usted amigo suyo?

—Podríamos decir que sí.

—¿Qué quiere decir exactamente con eso, señor?

El hombrecillo miró a Eduardo con gesto avieso.

—Mi nombre es Nacho Tahoces. Soy periodista. Víctor me ha pedido que le lleve su violín. Ahora está en el hospital.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—No se preocupe, no es grave.

Eduardo se vio obligado a mentir para no preocupar al hombre, que, como quedaba patente por su reacción al enterarse de que estaba hospitalizado, parecía tenerle cariño. En cualquier caso, no pensaba decirle la verdad; que Víctor Gozalo estaba como una regadera e ingresado en una institución de salud mental.

—Gracias al Cielo… —suspiró el viejo—. Yo conocí a su abuelo y a su padre. Fuimos muy amigos. Ambos eran militares y muy aficionados a la música. ¿Me ha dicho usted que es periodista?

El gesto avieso volvió a aquel rostro arrugado.

—Sí, en efecto. Estoy escribiendo un artículo sobre jóvenes militares que han participado en proyectos secretos… Y que ya no son secretos, por supuesto. Así es como conocí a Víctor y su violín.

Eduardo no sabía qué contarle a aquel anciano. Esperaba que no le interrogara, porque entonces se daría cuenta de que casi no sabía nada sobre Víctor.

—Ah —dijo él, más tranquilizado—. El caso es que el violín, que perteneció a su abuelo y luego a su padre, está aquí mismo. Lo tiene delante. Es éste.

Lázaro Steiner señaló un atril en el que reposaba una caja negra abierta; en su interior, colocado en ángulo, estaba el instrumento que Eduardo buscaba. Lo miró tratando de disimular su avidez por examinarlo. Supuso que Víctor se había visto obligado a deshacerse del preciado instrumento y vendérselo a Steiner. Por eso le preguntó:

—¿Cuánto cuesta?

Eduardo esperaba que no fuera mucho. Su cuenta bancaria estaba siempre rozando los números rojos. Más de una vez había tenido que salir del paso gracias a las benditas tarjetas de crédito, que aún no se habían acordado de retirarle.

—Víctor me lo dio, pero no está en venta. ¿No se lo ha dicho él?

Acababa de meter la pata, pero no era demasiado tarde para enmendar su error.

—Sí, claro. Me refería a cuánto puede costar un violín como éste. Parece bueno —añadió, aunque no sería capaz de distinguir un Stradivarius de un vulgar violín chino.

—Es un buen instrumento, en efecto. No una maravilla, pero sí un buen violín, fabricado a principios del siglo XX en Bohemia por un luthier de origen alemán. En cuanto a su precio, pues no sabría decírselo con exactitud… Unos doce mil euros, más o menos. Víctor me hizo prometerle que se lo guardaría hasta que él volviera a buscarlo. Yo no suelo hacer esas cosas. Me parece absurdo tener un instrumento que no puedo vender. La de Víctor fue una petición extraña, es cierto, pero por mi cariño a su familia, acepté.

—Sí, es extraño… Lo que no comprendo —dijo Eduardo, atónito— es por qué, entonces, lo tiene expuesto.

—Eso es lo más insólito. Víctor me pidió que lo tuviera aquí, a la vista de todos. Quizá pensaba que era una joya digna de ser exhibida. Un chico simpático, pero un poco raro.

Eduardo pensó que había dado en el clavo, aunque el señor Steiner ni siquiera imaginara hasta qué extremo era raro Víctor. Al menos ahora.

—En todo caso, ya le he dicho que Víctor me ha pedido que se lo lleve al hospital. Está tan triste, el pobrecillo… Creo que le haría mucho bien recuperarlo.

Eduardo se dio un poco de asco a sí mismo, tratando de engañar de aquel modo al anciano.

—Sí, supongo que tiene usted razón. Pero comprenderá que no puedo entregárselo por las buenas. Quiero decir, sin una confirmación del propio Víctor. Una llamada telefónica, un documento firmado por él, no sé, algo que demuestre, y no se lo tome a mal, que usted es quien dice ser y que realmente él le ha encargado hacer esto.

—Naturalmente. Aquí tiene mi carné de prensa. —Eduardo le mostró el carné falso. Se había presentado como Nacho Tahoces y no era momento de meter la pata de nuevo—. En cuanto a la llamada, me temo que será imposible. En el hospital no lo permiten.

—Pero yo necesito esa confirmación, señor Tahoces.

Eduardo se quedó callado unos instantes y trató de improvisar.

—Claro, claro, una confirmación, por supuesto. Él está en un hospital de la sierra. Puedo ir a verlo mañana por la mañana, pedirle que me firme la autorización, y luego traérsela a usted.

Eduardo mintió otra vez, y otra vez se metió en un atolladero.

—¡Si Víctor está aquí tan cerca, en la sierra, iré con usted mañana y así se ahorrará el documento! Con que él me lo diga, me basta. No hay mejor confirmación.

—Eh, verá… Eso no será posible.

—¿Por qué?

—No puede recibir visitas. Ya sabe. Los médicos —dijo Eduardo, y se adelantó a la siguiente pregunta del hombre para atajar su lógica desconfianza—. A mí me dejan verlo porque, como periodista, tengo un permiso especial. Aunque me han pedido que lo moleste lo menos posible.

—No sabía que estuviera tan grave… —dijo el señor Steiner, más preocupado que receloso—. En fin, en ese caso sólo nos queda la posibilidad de la autorización. Lo siento.

—Es una lástima que no pueda usted visitarlo. Seguro que se pondría muy contento. Pero son cosas de los médicos. Ellos saben lo que tienen que hacer y lo que es mejor para sus pacientes.

—No se fíe de esos matasanos. Hace treinta años a mí me dijeron que me quedaría inválido en menos de uno. Y aquí estoy, en plena forma.

El señor Steiner hizo varios gestos supuestamente gimnásticos bastante torpes. Pero era innegable que seguía al pie del cañón.

—Muchas gracias por atenderme. Se lo agradezco de veras. Mañana volveré con el documento firmado por Víctor. Le hará tanta ilusión cuando le diga que va a tener de nuevo su violín…

El viejo le miró enternecido por ese último comentario. Seguramente, Judas vio esa misma expresión en los ojos de Jesús cuando éste le dio su último beso en el Huerto de los Olivos. Eduardo sintió un leve remordimiento que se disolvió como el humo de un cigarrillo bajo otro sentimiento mucho más fuerte, el de la inesperada victoria.

—Tiene usted cara de buena persona, señor Tahoces. Voy a confiar en su palabra. Tenga, tenga, lléveselo —dijo Steiner, mientras colocaba el violín en la posición adecuada dentro de su estuche.

—No sé cómo agradecérselo. En nombre de Víctor, por supuesto.

—No se hable más. Aquí lo tiene. Déselo cuanto antes a ese pobre muchacho, y que se acuerde del viejo Steiner. Dígale que me llame o venga a verme cuando se haya recuperado.

—Se lo prometo —dijo Eduardo, poniendo la mano en el hombro del luthier—. Como me llamo Nacho Tahoces que se lo diré.

Esa noche, ya en casa, Eduardo estaba tan excitado con aquel violín como un adolescente a punto de perder la virginidad. Pero él no lo acarició con la delicadeza con la que se acaricia a una chica. Primero lo agitó enérgicamente para comprobar si había algo suelto en su interior, pero sin resultado. Luego lo agarró por el mástil y lo colocó sobre la mesa de la salita, bajo la luz de la lámpara. Trató de escudriñar el interior a través de las ranuras de las efes. Probó también con una linterna. Pero lo único que conseguía distinguir era parte de una etiqueta, la del sello del luthier que lo había fabricado. Intentó ver algo más con ayuda del zoom de su cámara de vídeo, pero resultó imposible.

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