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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (4 page)

—Bueno, Lorena, ya hablaremos…

A los pocos minutos, Eduardo recibió un mensaje de texto en su teléfono móvil. Era de ella. Sólo decía: «Creo que será mejor que no vengas al cumpleaños de Celia».

Eduardo no se molestó en responder. Además, puede que ella tuviera razón. Sólo sería un mal ejemplo para su hija. Y lo peor era que no veía el modo de cambiar eso. Su vida iba cuesta abajo y sin freno.

5

Fuera del edificio abandonado, la temperatura había caído hasta varios grados bajo cero. Madrid estaba sufriendo uno de los peores inviernos de los últimos años. Los parches de hierba estaban rígidos por el hielo y se encogían contra la tierra para guarecerse del frío. En cambio, el edificio se regodeaba en medio de la ventisca. Tras los barrotes de metal que cruzaban las ventanas sólo había oscuridad. En la noche desapacible era difícil no imaginarse aquellas verjas como extrañas dentaduras en bocas negras y muy abiertas. Al edificio se le veía satisfecho. Y no le faltaba razón para estarlo. De nuevo tenía el estómago lleno.

Bárbara se revolvía inquieta en sueños. Su cuerpo y su rostro estaban sudorosos, aunque no hiciera mucho menos frío allí dentro que en el exterior. Su pesadilla era siempre la misma. En ella volvía a revivir lo que hizo que escapara de casa con poco más de veinte años. Todo lo que sucedió aquel día, paso a paso, con terrible exactitud. La única diferencia se producía al final. Eso era lo que hacía a la pesadilla aún más aterradora. En sus sueños, Bárbara nunca conseguía encontrar a Clara. Su hermana pequeña no estaba escondida debajo de su cama.

Hacía ya casi tres años que todo eso sucedió. Las dos hermanas vivían solas con su padre alcohólico. Éste no pudo superar la muerte de su esposa, ni la larga y penosa enfermedad que la tuvo durante meses postrada en cama, consumiéndose delante de sus ojos. Antes nunca había sido un mal hombre —eso se repetía Bárbara incluso ahora, aunque ya no estuviera segura de ello—, pero la desesperación y la tristeza lo llevaron a darse a la bebida y a dejar que aflorase la bestia que llevaba en su interior. Cada vez se mostraba más violento, hasta que una noche terrible se presentó con unos amigos en casa, igual de borrachos que él.

«Venid conmigo arriba», le oyó decir en el piso inferior. Vivían en un chalé adosado en las afueras de Madrid. «Ya veréis lo buena que está mi hija.» Bárbara estaba despierta cuando llegaron. No supo qué hacer, ni cómo reaccionar. La niña que aún llevaba dentro la impulsó a, simplemente, ocultarse entre las sábanas, como si eso fuera a servir de algo. Esperó, aterrada, a que la puerta de su habitación se abriera de golpe. Ni siquiera se le había ocurrido cerrarla con llave. Pero nadie apareció. Las siluetas de su padre y sus amigos borrachos no irrumpieron en el umbral. Oyó los pasos cargados de los tres hombres avanzando por el pasillo, y luego el grito de Clara cuando entraron en su habitación, apestando a alcohol. Bárbara nunca habría imaginado que su padre estuviera refiriéndose a su hermana pequeña, que tenía sólo dieciséis años. A través de la pared escuchó el violento forcejeo, con los puños blancos por la tensión con la que aferraba las sábanas. Hubo un silencio en la habitación de al lado y su respiración se detuvo. El corazón galopaba desbocado en su pecho. Tenía que levantarse e impedir aquello. Tenía que hacerlo. Se lo repitió mil veces, pero el pánico le impidió moverse. Cuántas veces se había echado en cara eso… Hasta que por fin consiguió levantarse y salir de su cuarto.

Lo que siguió entonces quedó impreso en la memoria de la joven como destellos inconexos. Su hermana Clara estaba medio desnuda, tirada en el suelo. Le habían arrancado el pijama, que aún se mantenía, hecho jirones, sobre su cuerpo. Bárbara vio cómo su propio padre la manoseaba con los pantalones bajados, mientras sus dos amigos borrachos la sujetaban por los brazos y las piernas. Ambos sonreían, babeantes, a la espera de que les llegara su turno. Los alaridos de Clara lo llenaban todo. ¿Cómo era posible que ningún vecino acudiera? Bárbara, en cambio, era incapaz de articular el menor sonido. Su padre alzó la vista y se dio cuenta finalmente de que ella estaba en la puerta, presenciándolo todo. Se levantó del suelo sin mediar palabra y un segundo después Bárbara notó la fuerza de su puño golpeándole en la cara.

El golpe la dejó inconsciente. Cuando volvió en sí todo había acabado. El dolor en su rostro era terrible, pero Bárbara hizo caso omiso. Su única preocupación al despertar era Clara. No la encontraba y pensó lo peor. Iba a salir de la habitación para buscarla cuando distinguió un bulto debajo de la cama. Era ella. Estaba acurrucada en posición fetal, con los ojos fijos, muy abiertos, y en completo silencio. Sus gritos mientras la forzaban fueron lo último que salió de su boca. Un reguero de sangre medio coagulada manchaba el interior de sus muslos. La habían violado varias veces. Bárbara recordaba muy bien el dolor que sintió entonces. Pero sobre todo el odio. Un odio tan grande hacia su padre que casi hizo que olvidara a los otros dos malnacidos. La medida de su odio estaba colmada con el hombre que les había dado, a ella y a su hermana, la mitad de la vida, y que luego había arrebatado a una de sus propias hijas su bien más preciado.

En el piso inferior encontró a los tres hombres durmiendo la borrachera con expresión satisfecha. Bárbara sintió deseos de matarlos. Era lo que se merecían. Pero ella no era una asesina. Esa misma madrugada, antes de que despuntara el alba, huyó de casa con su hermana para no volver jamás. Clara se transformó en un fantasma. Dejó de ser la chica alegre, llena de proyectos para un futuro que ya nunca existió. Sus sueños se quebraron aquella noche, para siempre.

—No, no… —musitaba Bárbara, aún dormida—. Clara, Clara, ¿dónde estás?

El pánico hizo que despertara. Se incorporó bruscamente dentro del saco de dormir. En su agitación se sintió atrapada y empezó a jadear mientras pugnaba por librarse de él. Al abrirlo, el sudor de sus piernas perfectas se congeló instantáneamente. Llevaba puesto sólo un tanga negro, que una camiseta lograba apenas cubrir. La sensación de impotencia persistió durante unos segundos. Luego, Bárbara se calmó un poco.

Abrazándose, se arrodilló frente al saco contiguo. Era el de Clara. En el pecho de Bárbara se ahogó un grito al comprobar que su hermana no se encontraba en él. El pequeño bulto, que roncaba con la vehemencia de un borracho, no era el cuerpo de Clara, sino el de Feo.

Bárbara salió a ciegas del círculo de sacos de dormir. Por muy poco no tropezó con el cuerpo de Alejandro, que, como todos los demás, estaba profundamente dormido. No veía casi nada. Se había dejado la linterna junto al saco. En su ansia por encontrar a Clara no atendió a razones. Su hermana era muy frágil y ambas habían pasado ya demasiado.

Mientras avanzaba por la habitación con los brazos extendidos hacia el frente se preguntó si realmente estaba despierta. Apenas era capaz de distinguir ninguna forma a la luz de las farolas, que se colaba por las ventanas enrejadas atravesando la cortina de nieve que ahora caía con fuerza. Abrió sus ojos verdes tanto como pudo, intentando acostumbrarse a la penumbra.

Otros ojos, no muy lejos, observaban atentamente cada uno de sus movimientos. Esos sí eran capaces de ver en la oscuridad.

Supo que había llegado al extremo de la sala cuando uno de sus pies descalzos tropezó contra un pupitre. Ahogó un grito de dolor para no despertar a los demás. Atravesó cojeando el umbral que conducía a la habitación contigua. El corazón le latía con fuerza en el pecho y las venas de sus sienes palpitaban con cada bombeo de sangre. Volvió a tropezar en mitad de la estancia. Y esta vez no se trataba de un pupitre.

—¡Clara!

Su hermana pequeña no dio señales de haberla oído. Estaba de espaldas, sentada sobre sus piernas como un apacible Buda. Bárbara se apresuró a agacharse y a rodear su cuerpo con sus brazos. Luego la obligó dulcemente a volverse. El alivio por haber encontrado a su hermana hizo que no notara un hedor que flotaba en el aire. Y también algo más.

Una sombra junto a Clara, más profunda que las otras.

Bárbara acarició con sus manos las mejillas de su hermana.

—¿Estás bien, cariño? Me has dado un susto de muerte. No deberías levantarte tú so… Eh… ¿Qué te pasa?

El rostro de Clara estaba vuelto hacia Bárbara, pero sus ojos se perdían en el extremo de sus órbitas, intentando mirar hacia atrás.

Algo se agitó en esa dirección. El hedor que Bárbara había pasado por alto se volvió de repente nauseabundo. Un gemido surgió de la negrura. Y una especie de resoplido. Allí había alguien o algo.

—¿Qui… quién está ahí? —preguntó Bárbara con voz temblorosa.

Se incorporó levemente, sin separarse de su hermana. Fue cuando los vio, emergiendo de la negrura hacia la penumbra: unos ojos brillantes que no podían ser humanos.

Y entonces gritó con todas sus fuerzas.

Todos se despertaron y saltaron dentro de sus sacos. Alejandro fue el primero en zafarse del suyo, encender su linterna y correr hacia el lugar del que provenían los gritos. Feo salió detrás de él, pero enseguida lo adelantó y desapareció en la oscuridad de la sala contigua. Sus ladridos histéricos llegaban ahora desde allí mezclados con los gritos de Bárbara.

Germán, conmocionado por el sobresalto, parecía moverse a cámara lenta. Víctor saltó por encima de él y a punto estuvo de caer de bruces cuando sus piernas chocaron con las de Mar, que también corría para ver qué pasaba. Pau y Germán vieron cómo cruzaban el umbral y desaparecían entre nerviosas ráfagas de luz.

Bárbara y Clara estaban al otro lado, mirando hacia el fondo de la habitación. Alejandro agarró a Bárbara del brazo; ésta dio un respingo y gritó aún con más fuerza, aunque inmediatamente se calmó un poco al ver que era uno de sus compañeros y dejó de gritar. En el suelo, Clara permanecía inmóvil, en silencio. Alzó uno de sus brazos y señaló un lugar entre las sombras.

Víctor y Mar estaban ya junto a ellos. Enseguida se les unieron Pau y Germán, que entraron atropelladamente en la sala. Todos los haces de las linternas se concentraron entonces en el mismo punto. Vieron a un hombre viejo, que se retorció como si aquella repentina luz le quemara. En su rostro sólo se distinguían dos ojos muy brillantes entre la maraña sucia y salvaje de los cabellos y la barba. De su boca desdentada surgió una especie de lamento grotesco. Vestía un abrigo gris que se caía a pedazos, y sus manos, delante de sus ojos para protegerlos de la luz, estaban cubiertas por una especie de guantes de lana con los dedos cortados. Las múltiples capas de ropa raída hacían que pareciera más voluminoso de lo que era en realidad. Feo se movía enloquecido a su alrededor, sin parar un segundo de dar ladridos que retumbaban en los muros desnudos.

Era un viejo mendigo, que debía de haber buscado refugio del invierno en el mismo edificio que ellos.

—¡Haz que se calle ese puto perro! —gritó Víctor a Bárbara. Luego se acercó al mendigo y lo miró fijamente—. ¿Quién coño eres tú y qué estás haciendo aquí en mitad de la noche?

La pregunta de Víctor sonó amenazadora. El mendigo hizo un gesto como si se dispusiera a contestar, pero en lugar de eso dio media vuelta y trató de escapar por el otro lado de la habitación. Alejandro se dio cuenta de sus intenciones y tuvo tiempo de cerrarle el paso.

Bárbara cogió a Feo entre sus brazos y lo tranquilizó. Todavía estaba asustada, pero miró a Víctor ofendida por cómo se había dirigido a ella.

—¡Contesta! —insistió Víctor al viejo.

Los ojos nerviosos y brillantes del mendigo iban de un rostro a otro. De su boca surgió por fin algo inteligible, aunque su voz, grave y extraña, parecía ascender desde el fondo de una ciénaga.

—Ella… ella me llamó —dijo, señalando a Clara.

—Eso no puede ser —espetó Bárbara.

¿Cómo iba Clara a llamarlo si no había pronunciado una sola palabra en los últimos tres años?

—Sí… Ella… me llamó.

Los ojos vacíos de la joven se perdían en algún lugar por encima de su cabeza. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Estaba claro que aquel viejo mentía. Era probable que no lo hiciera de forma consciente. La gente que vive en la calle padece casi siempre algún trastorno mental, que la lleva a ese modo de vida y la condena a seguir así hasta su inevitable final sin esperanzas ni horizontes.

—Hay que echar a este tío de aquí —soltó Pau, tajante y con desprecio.

—¿Y vas a echarle tú? —preguntó Alejandro—. No he visto que antes te atrevieras a acercarte mucho. ¿Eras igual de valiente con los antidisturbios de Barcelona?

La provocación hizo mella en Pau, que se lanzó resoplando hacia el mendigo. Éste se encogió en un rincón mientras negaba con la cabeza.

—Yo creo que… —empezó a decir Germán.

Pau lo interrumpió sin mirarlo ni detenerse.

—Tú no crees nada, nenaza.

—Pues yo sí —intervino Víctor, que aferró a Pau por el brazo—. Aquí nadie va a echar a nadie.

—Seguramente él ya estaba aquí antes de que nosotros llegáramos —dijo Mar—. Es justo que se quede.

Desde su rincón, el mendigo habló de nuevo con voz cenagosa. Iba a repetir otra vez que ella, la más joven de todos, lo había llamado en la noche, pero se dio cuenta de que era mejor no insistir.

—Yo no os he hecho nada. No me meto con nadie…

Víctor tiró de Pau para que se alejara del viejo. Alejandro alzó la mirada hacia éste. Ya no parecía un monstruo, sino un simple viejo harapiento e inofensivo.

—No tenemos derecho a echarlo —dijo Germán.

—Además —añadió Alejandro—, los mendigos siempre tienen historias interesantes que contar.

—Sí, muchas historias que contar… —dijo el mendigo con una sonrisa sin dientes.

—Entonces está decidido —sentenció Víctor—. Él se queda.

—¡Claro que está decidido, joder! ¡Si él se queda yo me voy! —voceó Pau, al tiempo que se revolvía para soltarse de Víctor.

Éste lo miró a los ojos. A su habitual dureza se añadía algo indefinible y perturbador.

—Muy bien, Pau. Haz lo que quieras. Aquí cada uno es libre de tomar sus propias decisiones.

El aludido se marchó gruñendo a la estancia contigua. Ya debía de estar a punto de amanecer, y tantas emociones les habían quitado a todos el sueño. Sin embargo, los muchachos fueron volviendo poco a poco al calor de sus sacos de dormir. Alejandro se hizo el remolón para acompañar a Bárbara, pero ella no se movió y él acabó marchándose solo. La joven puso las manos sobre los hombros de su hermana Clara, que seguía teniendo a Feo en su regazo. Bárbara señaló hacia el mendigo con la cabeza y dijo a su hermana:

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