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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (16 page)

Hoy me he acostado por fin con Bárbara. Es tan guarra en la cama como yo me esperaba. La tengo en el bote. Y pienso sacarle provecho.

Bárbara estaba con la boca abierta y los ojos llenos de indignación. De pronto la sobresaltó un aullido lastimero proveniente del piso superior. Clara se tensó y se puso a llorar, mirando hacia arriba. Tenía que ser Feo. Pero… ¿qué le estaría pasando? Bárbara arrojó la libreta de Alejandro al suelo y fue junto a su hermana para abrazarla con fuerza.

En ese momento, algo cayó por el hueco de la escalera. Un golpe secó hizo que miraran hacia allí. Era Feo; no se movía. El pobre animal tenía la cabeza machacada.

Al verlo, Clara abrió su boca como si fuese a emitir un desgarrado grito de dolor, pero sólo emitió un lamento que quedó interrumpido, al igual que su respiración. Bárbara se asustó mucho y la zarandeó para hacerla reaccionar. Las lágrimas de la joven brotaban de sus ojos cerrados como de dos surtidores.

Bárbara soltó un juramento en el preciso instante en el que Víctor irrumpía, agitado, en la sala.

—¿Qué te ha pasado? —gritó la joven, al verlo lleno de manchas de sangre.

—Mar y Pau han muerto. Germán está herido. Lo he dejado en su saco.

—¡¿Qué…?!

—¿Y Álex? —preguntó Víctor con voz de apremio.

—Ha subido por la escalera.

—¡No, coño, no, no!

Víctor salió corriendo en busca de Alejandro. Bárbara estaba tan aturdida que sólo pudo agarrar a Clara, que seguía llorando histéricamente, antes de salir de la habitación para atender a Germán. Pero Víctor sí sabía qué estaba pasando. Y tenía que impedir que continuara. Su misión ya no tenía sentido ni importancia.

O eso pensaba.

16

Eduardo y Dick Donovan fueron a comer a un bonito restaurante italiano, llamado D’Angelo’s, que estaba a un tiro de piedra de la tienda de violines, en la Calle 20; hacían unos deliciosos
tortellini alla panna
y disponían de una bien nutrida carta de vinos. Charlaron durante largo rato mientras comían y bebían —a cargo de Garganta Profunda—, aunque Eduardo no le reveló a Dick el auténtico motivo de su investigación. Confiaba en él, pero no quería comprometerle con datos que era mejor que no conociera. Le explicó que estaba documentando un proyecto relacionado con el cifrado de la información desde el Renacimiento hasta nuestros días, y que aquel violín quizá contenía una clave para descifrar un texto de tiempos del rey Felipe II. Había leído hacía poco un artículo sobre esa cuestión, y le pareció apropiado para el caso.

Dick se mostró muy interesado en sus explicaciones y lleno de curiosidad. Todo lo que guardaba relación con la historia de la vieja Europa le atraía, de modo que poder participar en algo que tuviera que ver con esa historia, le resultaba fascinante.

También comentaron, jocosamente, que el nombre del restaurante que Dick había elegido tenía un
alter ego
en España, aunque el D’Angelo de Madrid no era precisamente un restaurante, sino un prostíbulo de lujo.

Cuando regresaron a la tienda, Dick pidió a Eduardo que lo acompañara al taller. Extrajo las piezas del violín de su estuche como haría un cirujano con un órgano que hay que trasplantar. Las fue disponiendo sobre una amplia mesa y las examinó, una a una, con el mismo cuidado. Hizo algunas observaciones sobre la calidad de la fabricación, pero a simple vista no encontró nada que Paul Friedhoff hubiera pasado por alto.

—Creo que tendremos que recurrir a otros medios —dijo el luthier.

A lo largo de la siguiente hora, Dick hizo todo lo que se le ocurrió con el destrozado violín, en busca de pistas. Fotografió individualmente cada pieza con una película infrarroja y también las hizo pasar por rayos X y un aparato de ultrasonidos. Pero fue en vano.

—Siento decirte, chico, que aquí no hay nada escondido —se rindió Dick por fin.

La expresión de Eduardo pasó de la expectación al desánimo. Lo mismo le sucedía a Dick, que esperaba encontrar algo, aunque no supiera qué buscaban exactamente ni la verdad de todo aquel asunto.

—En fin… —dijo Eduardo—. No sé qué otra cosa se puede hacer.

—Ni yo. La verdad es que ahora mismo no se me ocurre nada más. ¿Estás seguro de que debería haber alguna cosa en este violín?

—Seguro, no. Pero…

La expresión desconsolada de su amigo llevó al luthier a decir:

—Bueno, quizá si tuviera más tiempo…

—¿Crees que podrías hacerle más pruebas?

—Quizá sí. Nunca se sabe. Puede que no hayamos sabido buscar correctamente.

—Te agradezco toda tu ayuda. No quisiera ser una molestia para ti. Sé que eres una persona ocupada. Pero yo salgo mañana por la mañana hacia Washington, para entrevistar a Al Gore sobre el cambio climático.

—¿A Al Gore? Hum, qué interesante… ¿Y cuándo regresas a Phila?

—En un par de días. Sólo debo hacer la entrevista al ex vicepresidente.

—Pues entonces me quedo con el violín, lo examino con más detenimiento, y si encuentro algo te llamo y te lo digo.

Aquel hombre era realmente encantador. A Eduardo le supo mal haberle engañado, pero no lo había hecho con mala fe. Era para mantenerlo al margen de aquel asunto que, de un modo u otro, podía resultar peligroso.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Dick.

—Es un placer. Ya sabes que me encantan los retos.

Cuando Eduardo salía del taller hacia la tienda, entró en ésta una joven deslumbrante con un estuche de violín a la espalda. No era demasiado alta, pero los rasgos de su cara parecían brillar bajo su cabellera rojiza. Sus ojos, de color azul intenso, tenían una expresión peculiar y realmente hermosa. Eduardo sonrió, embobado, y ella le devolvió una sonrisa maravillosa; de esas capaces de enamorar. También sonrió a Dick, que la saludó, le indicó que pasara y tomara asiento, y le dijo que enseguida la atendería.

—Cierra la boca, se te va a caer la baba, hombre —susurró el luthier dándole a Eduardo un codazo, de espaldas a la joven—. Cómo sois los españoles…

—¡Cómo son las americanas!

Dick sonrió ante el comentario.

—Es una violinista canadiense. Muy buena. En todos los sentidos.

—Es guapísima. ¡Uf! Sí que debe de ser buena…

Dick volvió a sonreír.

—Bueno, Eduardo, que tengas buen viaje y que tu trabajo salga lo mejor posible. Yo seguiré con el violín. Y tranquilo, si descubro algo, te telefonearé.

Washington estaba exultante. Sus extensiones verdes y su impresionante arquitectura tenían el objetivo de exponer a los ojos del pueblo todo el poder de Estados Unidos. Pero no para intimidar a los ciudadanos, sino para hacer que sintieran que ese poder era suyo y residía en ellos a través de sus representantes, libremente elegidos. Al menos, en teoría.

En cuanto Eduardo llegó a la capital norteamericana, llamó por teléfono al cámara y realizador que su cadena de televisión había contratado allí. Le recordó que la entrevista debía grabarse en sistema europeo PAL, y no en el americano NTSC, y quedó con él en una cafetería cercana al Capitolio para contarle cómo quería efectuar las grabaciones. Después se acercó a la oficina de turismo de Washington para pedir un DVD con imágenes de libre uso sobre los recursos visuales de la ciudad. Por último, fue a acreditarse como periodista en la conferencia internacional, y allí también pidió material audiovisual con el que montar el reportaje, cuya parte central sería la entrevista a Al Gore.

Tenía el resto de la tarde libre, y aprovechó para dar un paseo por la ciudad. Aunque su dinero para gastos no daba para tanto, cenó en la muy española Taberna del Alabardero, situada en el 1776 de I Street, de nuevo gracias al dinero de Garganta Profunda. Era una dirección fácil de recordar, sobre todo porque 1776 fue el año de la independencia de Estados Unidos frente a Gran Bretaña.

La cena fue magnífica, compuesta de setas silvestres y un enorme entrecot de buey, regados con un excelente Flor de Pingus. Pero no pudo disfrutarla como merecía. Se pasó todo el rato dándole vueltas a lo mismo. Se sentía desalentado por el asunto del violín de Víctor Gozalo. Ni sabía qué estaba buscando ni cómo encontrarlo. Y el violín, a pesar de sus conjeturas, ya no parecía ser la pieza fundamental que él esperaba.

Esa noche en su hotel, el Embassy, Eduardo se pimpló todo el contenido del minibar: whisky escocés e irlandés, bourbon, ron, ginebra y vodka, en ese orden. La entrevista con Al Gore estaba concertada a primera hora de la tarde, después de la comida, a las tres. Si no bebía nada por la mañana, aparte de la resaca y el dolor de cabeza consiguiente, no tendría otras secuelas. Y, lo más importante, no correría el riesgo de protagonizar otra escena similar a la ocurrida con el intérprete del científico chino en Madrid. En esta ocasión, además, no necesitaba intérprete. El inglés de Eduardo no era precisamente de Oxford, pero sí lo bastante bueno como para no parecer extranjero en Estados Unidos.

Al día siguiente, todo salió conforme había previsto. Se levantó a las doce de la mañana con una resaca terrible, que empezó a remitir hacia la una de la tarde. Le dolía la cabeza y no sentía el menor interés por escuchar el estudiado discurso de Al Gore. Tampoco tenía hambre; sólo mucha sed. Aun así, tomó un bocado en la cafetería del hotel y salió hacia el Centro de Convenciones de Columbia. Se había citado con el cámara estadounidense una hora antes de la entrevista, a las dos. El tipo era competente y bien dispuesto; llevaba el equipo preparado de manera impecable. La entrevista, breve por necesidad, debido a la apretada agenda del ex vicepresidente y premio Nobel, se desarrolló de un modo correcto —lo cual ya era bastante para Eduardo— y no hubo ningún percance. Al Gore se mostró en todo momento encantador, extremadamente simpático y cordial.

Después de acabar, tras despedirse de Gore con un cálido apretón de manos, Eduardo encendió su móvil. Un mensaje de texto le avisó, al poco rato, de que había recibido varias llamadas mientras lo tenía apagado. Eran todas de Dick Donovan. Tanta insistencia debía de significar algo. Tratando de no dejar que su imaginación se desbocara, para ahorrarse una nueva decepción, Eduardo recogió las cintas de la entrevista, se despidió del cámara estadounidense y marcó el número de su amigo.

—¡Eduardo! Te he llamado diez veces —respondió Dick, casi al instante.

—Tenía la entrevista.

—Entonces ¿todavía estás en Washington?

—Sí. En el Centro de Convenciones.

—Pero, ¿has terminado el trabajo?

—Sí, sí, ya está hecho. ¿Por qué lo dices? ¿Has encontrado algo? —preguntó Eduardo con ansiedad.

—Podría ser… —contestó Dick, enigmáticamente.

—¿El qué? ¡No me dejes en ascuas!

—Creo que será mejor que lo veas tú mismo.

—OK. Pues voy para allá. Tardaré unas tres horas. ¿Nos vemos en la tienda?

—Te espero aquí, sí. Aunque te la encuentres cerrada cuando llegues, yo estaré dentro.

Esperanzado por el imprevisto giro de los acontecimientos, Eduardo recogió sus cosas del hotel a toda prisa, pagó la estancia y las bebidas, y enfiló en su coche la autopista hacia Filadelfia. Tuvo que obligarse a no superar los límites de velocidad e intentó calmarse un poco escuchando la radio. La investigación estaba otra vez en marcha. Quizá el violín, después de todo, sí tuviera la clave para llegar al fondo del misterio.

Eran casi las ocho de la tarde cuando Eduardo, con la maleta balanceándose y el maletín al hombro, subió corriendo los peldaños de la pequeña escalera hasta la puerta de William Moennig & Son. Llamó al timbre y pegó la cara al cristal por si veía dentro a Dick. Estaba nervioso y notaba el corazón desbocado. Le sudaban las manos, cosa que detestaba. Cuando vio que Dick se acercaba a la puerta, se secó con disimulo la diestra en los pantalones. Su amigo abrió y sonrió, mientras le tendía la mano.

—Finalmente sí que había algo oculto en el violín… Aunque no sé si «oculto» es la palabra adecuada.

—¿A qué te refieres?

Los dos hombres fueron caminando hasta el taller. Eduardo iba pisándole los talones a su amigo.

—Míralo tú mismo. —Dick le mostró el mástil del violín—. Habíamos buscado dentro, y estaba fuera. Lo tuvimos todo el rato a la vista.

—Doblemente a la vista… —dijo Eduardo, recordando cómo estaba expuesto el violín en la tienda del Maestro del Espejo.

—Fíjate bien. Parece un código alfanumérico: AAW11. ¿Puede ser la clave que buscabas?

Eduardo dijo algo ininteligible entre dientes, desconcertado por el hallazgo. No era eso lo que esperaba, desde luego. No tenía ni idea de qué podían significar aquellos números y letras.

—Sí, la verdad es que parece una clave. Tiene que ser eso. ¿Cómo te diste cuenta?

—Por pura casualidad. A veces lo que está más claro es lo último que se ve.

—Nunca había creído que eso fuera cierto, pero ahora comprendo que estaba equivocado… Gracias, Dick. Sin ti no lo hubiese logrado. No sé cómo puedo agradecértelo.

—No ha sido nada. Pero cuéntame lo que vayas descubriendo.

—Lo haré.

Envuelto en el torbellino de sus pensamientos, Eduardo no se dio cuenta de que no iba a poder cumplir esa promesa.

17

—¡Álex, Álex!

Los gritos de Víctor llegaron a tiempo. El joven se detuvo justo en el momento en el que el mendigo se disponía a abalanzarse sobre él desde un recoveco del último piso. Había matado a Feo cuando éste intentó morderle y lo había arrojado luego por el hueco de la escalera.

Eso último había sido un error. Dios no quería que los jóvenes supieran que estaba escondido allí arriba. Bastaba con liquidar al chucho y abandonar su cuerpo en un rincón, al abrigo de las sombras. Por eso la voz de Dios le amenazó con el castigo si volvía a obrar por iniciativa propia. Tenía que seguir sin pensar sus instrucciones. Al pie de la letra.

Eso era lo que sucedía cuando se recurría a personas que no estaban acostumbradas a cumplir órdenes y carecían de la templanza necesaria para actuar con frialdad.

«Ocúltate en el sitio que te he enseñado», dijo la voz de Dios, dentro de la cabeza del viejo.

Éste obedeció al punto. No quería sufrir de nuevo la dolorosa e insoportable ira del Todopoderoso.

Se acurrucó en la oscuridad de un pequeño espacio entre dos muros, que en su día había servido de almacén de limpieza. Dios le pidió que esperara allí, quieto y sin hacer ningún ruido, a que fueran por él. Y que entonces, y sólo entonces, los matara a todos sin piedad.

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