El Sótano (18 page)

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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

Buscó su número en la memoria del aparato y pulsó el botón de llamada. Suspiró largamente mientras sonaban los timbres. Creyó que no iba a cogerlo, pero lo hizo.

—¿Eduardo? —dijo ella con tono de extrañeza.

—Sí, Lorena, soy yo.

—¿Qué quieres? ¿Estás en algún otro lío?

A Eduardo le molestó la pregunta, lanzada como un dardo. Pero se contuvo.

—Acabo de llegar de Estados Unidos. Cosas de trabajo…

—Me dijo Serguéi que te habían suspendido durante un mes —le cortó ella.

—Es verdad, pero tenía programada una entrevista con Al Gore. Y también estoy trabajando en una investigación de mucho calado. Secreta. No puedo decirte nada más. El caso es que he cobrado un dinero y le he traído a Celia un regalo de Estados Unidos.

—Ya hemos hablado del cumpleaños de Celia.

—Oye, Lorena, de eso sólo has hablado tú. No quieres que aparezca por allí, pero también es mi hija.

—Pues no lo parece. ¿Acaso te preocupas tú de ella? ¿Sabes lo que le gusta o lo que no le gusta? ¿Conoces a sus amigos? No me vengas ahora con el instinto paternal.

Lorena estaba muy enfadada. Y también triste. Eduardo sabía que estaba siendo un poco injusta con él, pero no completamente. En el fondo, tenía bastante razón.

—Olvídalo, Lorena. No iré. Si no te importa, me acercaré sólo un momento a darte su regalo cuando ella esté en el colegio. Si te parece bien, puedo ir ahora mismo. Estoy aún en el aeropuerto. No tengo más que coger un taxi.

—Bien. Te espero.

Lorena vivía con Celia en un chalé adosado que pertenecía a los padres de ella, en Las Rozas. Por suerte, eran personas acaudaladas y no le cobraban alquiler, de modo que Eduardo podía vivir con algo más de desahogo, ya que la cantidad de dinero que debía ingresarle a Lorena era menor. Además, si algún mes no llegaba a tiempo, ella no se quejaba. Ni siquiera lo utilizaba para hacerle daño.

Y eso precisamente era lo que más dolía a Eduardo. Que Lorena tuviera motivos reales para haber llegado a la situación en la que estaban. Cuando se conocieron, se divertían y se amaban. Hicieron grandes planes para el futuro, algunos a sabiendas de que eran casi imposibles. Querían tener hijos. Como mínimo dos; incluso tres. Pero las cosas empezaron a torcerse cuando nació Celia. Él dedicaba demasiado tiempo a su trabajo y dejaba a Lorena con la carga de cuidar a la niña, y por si fuera poco empezó a beber.

Más de una vez había deseado cambiar, y se lo había propuesto con firmeza. En cada ocasión, creyó que sería lo bastante fuerte para conseguirlo. Pero no lo era. No era tan fuerte como Lorena. Las mujeres son realmente el sexo fuerte. Los hombres sólo son el sexo «bruto».

El taxista del aeropuerto intentó dar un gran rodeo innecesario. Él no estaba de humor para que trataran de timarle, y montó una buena bronca. Incluso obligó al taxista a parar el taxímetro y le amenazó con llamar a la policía municipal. Todo quedó en unos gritos destemplados y una factura razonable.

Se había puesto a llover. Eduardo esperó unos segundos antes de llamar a la puerta del chalé de Lorena, bajo una lluvia cada vez más intensa. Llevaba consigo el violín, el maletín de mano y la maleta. Dentro de ésta estaba la bolsa con los regalos de Celia. Tendría que abrirla delante de Lorena, y eso le avergonzaba, porque vería que seguía siendo tan desordenado como siempre.

—Hola —saludó, con la mirada baja, cuando por fin se decidió a llamar al timbre y Lorena le abrió.

Ella tenía el ceño fruncido. Se hizo a un lado.

—Pasa. Vas a quedarte empapado.

Eduardo entró en el recibidor y luego siguió a Lorena hasta la sala de estar. Dejó sus cosas en el suelo.

—Lo tengo en la maleta —anunció, y se agachó para abrirla.

—¿Quieres tomar una taza de café?

Aunque le extrañó el ofrecimiento, Eduardo se había dado cuenta de que Lorena había abandonado su actitud hostil. Quizá verlo cabizbajo y mojado había hecho que se compadeciera un poco de él.

—Sí, gracias. Con poca leche y…

—… y sacarina, sí. No he olvidado cómo te gusta el café.

Mientras Lorena estaba en la cocina, Eduardo sacó rápidamente la bolsa de la maleta y luego volvió a cerrarla con la misma celeridad. Dejó los regalos sobre la mesa y se acercó a la chimenea. En una repisa, sobre ella, había varias fotos enmarcadas: Lorena con Celia, Lorena delante del mar, Lorena y Celia con los abuelos… Ninguna en la que él apareciera.

No era momento de discusiones, pero Eduardo sintió una punzada de orgullo y le preguntó a Lorena, que entraba en ese momento en la salita con una bandeja:

—¿Qué tal te va con… Antonio, se llamaba?

—Se llama Antonio, sí.

—Un tipo simpático. Y con mucho tiempo libre para dedicarte.

—No seas cínico, por favor. Tú no le tragas, lo cual es recíproco, y lo del tiempo libre es un golpe bajo.

Lorena sirvió los cafés y los dos se sentaron en dos butacones, a ambos lados de la chimenea.

—Pero si yo admiro mucho a los escritores. Aunque no sea una profesión muy rentable.

—¿Cómo que no lo es?

—Bueno, quiero decir que no es muy rentable si uno no tiene un poco de suerte.

—Antonio es un escritor con talento. Sólo le falta dar con el tema apropiado para destaparse.

—A eso me refería.

La sonrisa burlona de Eduardo sacó de sus casillas a Lorena.

—¡Por lo menos está conmigo cuando le necesito! Y es encantador con Celia.

—Hablando de golpes bajos…

—Lo siento, Eduardo. ¿Has terminado ya el café?

—Sí —dijo él, y apuró la taza—. Me marcho. Dale los regalos a Celia de mi parte y dile que no he podido venir a su fiesta.

Lorena asintió. Luego dijo con amargura:

—De todos modos, te alegrará saber que Antonio y yo hemos roto.

—No puedo decirte que lo sienta. Lo que sí lamento, me creas o no, es que tú no seas feliz.

Por un breve instante, las miradas de ambos se cruzaron sin reprocharse nada mutuamente. Pero fue un instante muy breve.

—En fin, adiós.

—Te acompaño hasta la puerta. Le diré a Celia que te llame mañana para darte las gracias.

—¿Mañana? Pero si su cumpleaños no es hasta el martes que viene.

—Ya, pero mañana es viernes, y el próximo hay otro cumpleaños de una de sus amigas. Ellas mismas lo han organizado así. Tienen una agenda de eventos sociales tan apretada como la de una persona mayor.

—Desde luego, ya veo.

—¿Necesitas un taxi?

—No, volveré en autobús. La parada no está lejos.

—Pero sigue lloviendo.

—Será bueno para mi pelo. No te preocupes.

Mientras caminaba, desconsolado y tratando de retomar mentalmente la investigación en la que se había embarcado, Eduardo notó el vibrador de su móvil en el bolsillo de la cazadora. Era un mensaje. Se refugió bajo una cornisa para leerlo. Era de Sandra Ronda, su amiga de la inteligencia militar. Una sorpresa. Quizá había averiguado algo.

Sin embargo, lo que leyó le dejó estupefacto.

No sé en qué te estás metiendo, pero es peligroso. Deberías dejarlo inmediatamente. Por favor no me llames ni respondas a este mensaje. Cuídate. Suerte y un beso.

Por un instante, Eduardo estuvo tentado de llamarla, a pesar de que ella le pedía que no lo hiciera. Se contuvo para no perjudicarla. Aunque no estaba dispuesto a abandonar. Aquel mensaje no hacía sino alertarlo aún más. Debía recelar de Garganta Profunda y quienesquiera que lo secundasen. Probablemente era militar. Parecía obvio que lo estaba utilizando, pero lo que Eduardo no era capaz de comprender era cómo no había caído antes en la cuenta de que sólo podía tener dos motivaciones para hacerlo: bien quería destapar el asunto y hacerlo público o bien necesitaba que una persona ajena hiciera el trabajo sucio y recuperara algo para él —algo cuya clave era el código encontrado en el violín de Víctor Gozalo—. Pero, en ese caso, era posible que, una vez conseguido, él se convirtiera en un estorbo. Ya habían asesinado a su amigo psiquiatra, Miguel Quirós, aunque no sabía si Garganta Profunda tenía algo que ver con ello o, por el contrario, era parte del motivo que lo impulsaba a que todo se supiera.

«Piensa en la peor opción», se recordó a sí mismo. Y ésa era, sin duda, que Garganta Profunda le necesitaba para su propio beneficio y para recuperar algo importante, de lo que ignoraba el paradero.

Bien, seguiría su juego. Pero ya no se mostraría tan despreocupado e incauto como hasta entonces. Evitaría dejar claros sus pasos y no levantar sospechas. Lo primero que debía hacer era visitar de nuevo a Víctor Gozalo. Si no le dejaban verlo se colaría en su habitación de la clínica. Tenía experiencia en sortear sistemas de seguridad para conseguir un reportaje. Y había estado en más de una guerra como corresponsal. No pensaba detenerse ante nada.

19

—Álex, eres un cerdo.

Las palabras salieron de la boca de Bárbara como si cayeran hacia el fondo de un pozo, sin ninguna emoción. Alejandro comprendió enseguida el motivo. Había encontrado su libreta de notas tirada en el suelo de la otra habitación.

—No creo que Germán pueda aguantar mucho más —dijo, tratando de evitar el enfrentamiento.

Sin soltar el cuchillo de caza de Víctor, Alejandro había ido limpiando y tapando, con pedazos de tela, los cortes que llenaban el cuerpo de su compañero, que entraba y salía de la inconsciencia. Lo más difícil fue cerrar la profunda herida del hombro. De hecho, no lo había conseguido del todo. La sangre seguía brotando lentamente de ella, espesa y oscura.

—No vamos a dejar que ese cabrón nos mate a todos —dijo entonces Bárbara.

Sonó a afirmación, para no asustar más a la pobre Clara, pero se lo estaba preguntando a Alejandro. Lo que sentía por él, que hasta hacía muy poco, era amor, se había convertido en odio e indignación. La había engañado y utilizado. Lo suyo estaba tan muerto como quizá lo estarían pronto todos ellos, si no conseguían salir de aquel edificio.

Alejandro negó con la cabeza sin mirarla. En realidad, ni siquiera la había escuchado. Se hallaba sumido en sus pensamientos. Resultaba evidente que Víctor ocultaba algo. Pero ¿qué? ¿Quién era él en realidad?

Intentó recordar, ordenadamente, lo que les había ido contando de su pasado. Nada de ello cuadraba con su presente actitud, con sus afirmaciones o con que, además de una navaja, escondiera un enorme cuchillo de caza en su mochila. «Si tienes que usarlo, agárralo con fuerza. No es tan fácil como parece clavárselo a alguien», le había dicho. ¿Cómo podía saber Víctor algo así? Él les impulsó a ir a aquel edificio, que se había convertido en una ratonera letal.

Sí, debía de estar ocultándoles muchas cosas. Aunque tenía razón en que lo único importante ahora era salir de allí y escapar del mendigo. Y eso era lo más extraño: que él temiera también por su vida, si estaba metido en todo aquello.

A no ser que…

—¡Coño! ¡Joder!

Bárbara miró a Alejandro como si hubiera visto un fantasma. No sabía el motivo de su reacción y creyó que Germán finalmente había muerto.

—¿Qué pasa? —preguntó, llena de angustia.

A su lado, los ojos llorosos de Clara se dirigieron con espanto hacia el joven. Las pilas de su linterna, que aferraba entre ambas manos, empezaban a agotarse. Había estado encendida mucho rato y la luz se volvía poco a poco más amarillenta.

—Nada… Estaba pensando en esta locura.

Mintió. Lo que en realidad pensaba era que Víctor se había marchado solo al sótano. ¿Quién podía asegurarle que no lo hubiera hecho adrede para abandonar el edificio y dejarles a ellos dentro, a merced del mendigo?

—Víctor no tardará en volver por nosotros —dijo Bárbara.

Alejandro suspiró y esbozó una sonrisa macabra.

—Sí, supongo…

La joven no captó el tono lúgubre de la respuesta ni vio su expresión. Ahora le preocupaba la linterna.

—¿Tienes pilas nuevas? —le preguntó.

—Sí. Un paquete. Están dentro de mi mochila, en la otra habitación.

Bárbara creyó que Alejandro se ofrecería a ir a buscarlas. Pero no lo hizo. Estaba descubriendo muchas cosas sobre él en muy poco tiempo. Ahora, además de mentiroso y manipulador, se revelaba como un cobarde.

—Tengo que ir a buscar una cosa, hermanita. Volveré enseguida —le dijo a Clara.

Ésta abrió mucho los ojos y gesticuló angustiada, haciendo temblar el haz de la linterna.

—Sólo será un momento.

Bárbara acarició la espalda de su hermana y le dio un beso en la mejilla, tratando de calmarla.

—No dejes de mirar hacia nosotros y quédate todo el rato en la zona iluminada —dijo Alejandro, con un punto de ansiedad en la voz.

Aquel consejo era absurdo, porque el haz no cubría más que la parte en la que ambas estancias se comunicaban. Pero Bárbara asintió. Antes de colocarse en la zona iluminada, dio otro beso a Clara y le pasó la mano por la mejilla. Su gesto doliente le habría partido el corazón en otras circunstancias, pero estaba demasiado enfadada y asustada para sentir algo más.

—No creo que el mendigo esté cerca —dijo—. Hemos estado escuchando todo el rato y no se ha oído ningún ruido. Ese hijo de puta debe de estar escondido por ahí arriba. Seguro que tiene tanto miedo como nosotros.

Había que actuar con rapidez. Bárbara traspasó el umbral y saltó entre las sombras. La luz tenue de la sala, fuera del haz de la linterna, sólo le permitía distinguir masas informes. Por suerte, la mochila de Alejandro tenía un color llamativo. Corrió hacia ella, la cogió por las correas y la alzó con una sola mano. También recogió la suya, que había dejado cerca. Ya casi lo había logrado cuando algo hizo que tropezara y cayera.

—¡Bárbara! —gritó Alejandro desde la otra habitación, al oír el golpe.

Un bulto huidizo se movió por el suelo y chilló cuando Bárbara le puso el pie encima.

—¡Una rata! ¡Joder!

En las profundidades húmedas del sótano, Víctor observó con inquietud la guarida del mendigo. Tras unas chapas metálicas que rodeaban una oquedad, encontró una especie de altar enfermizo. Velas consumidas, de todas las formas y tamaños, rodeaban un colchón desnudo y repleto de manchas. El colchón, también lleno de quemaduras, estaba cubierto de estampas que en un primer momento Víctor tomó por imágenes pornográficas. No vio que se trataba de efigies de vírgenes y santos hasta que se inclinó hacia ellas. Las paredes estaban igualmente forradas de imágenes religiosas. En el centro de la pared del fondo colgaba un crucifijo sobre la pequeña estatua de una Virgen policromada en escayola.

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