El Suelo del Ruiseñor (28 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

Intenté adoptar la personalidad de Takeo, el artista erudito, torpe e introvertido que miraba, confuso, al suelo.

—¿Cuánto tiempo ha estado a vuestro lado?

—Alrededor de un año -respondió Shigeru.

—Existe un cierto parecido familiar -dijo Iida-. Ando, ¿estás de acuerdo?

Iida se había dirigido a uno de los lacayos que estaban de rodillas a un lado de la sala. El hombre levantó la cabeza y me miró. Nuestros ojos se encontraron y le identifiqué de inmediato. Reconocí la cara alargada, como de lobo, con la frente amplia y pálida, y los ojos hundidos.

Desde el lugar que yo ocupaba no podía ver su costado derecho, pero ya sabía que le faltaba el brazo, cercenado por
Jato,
el sable de Otori Shigeru.

—Un gran parecido -admitió Ando-. Es lo que pensé la primera vez que vi al joven señor... -hizo una pausa, y después añadió-: En Hagi.

Hice una humilde reverencia.

—Perdonadme, señor Ando; no creo haber tenido el placer de conoceros.

—No, no nos conocimos -acordó éste-. Únicamente te vi con el señor Otori y pensé que te parecías mucho... a la familia.

—No en vano es pariente nuestro -comentó Shigeru, que no parecía perturbado en absoluto por este cruce de comentarios taimados.

No había duda: Iida y Ando sabían con exactitud quién era yo, y por tanto sabían que Shigeru me había rescatado. En ese momento pensé que iban a ordenar que nos arrestaran de inmediato, o que los guardias nos matasen allí mismo, entre los utensilios del té. Shigeru hizo un ligero movimiento y me di cuenta de que estaba preparado para ponerse en pie de un salto, con el sable en la mano, de haber sido necesario; pero él no quería acabar a la ligera con tantos meses de preparativos. La tensión en la sala iba en aumento y el silencio se tornaba más denso.

Los labios de Iida se curvaron en una sonrisa. El placer que la situación le provocaba era patente. Todavía no iba a atacar, ya que prefería jugar a nuestra costa un rato más. No había lugar alguno al que pudiésemos escapar, pues nos habíamos adentrado en pleno territorio Tohan, bajo vigilancia constante y con sólo 20 de nuestros hombres. Sin duda, Iida planeaba eliminarnos a los dos, pero primero iba a saborear el deleite que le proporcionaba el hecho de tener a su merced a su viejo enemigo.

A continuación, Iida sacó el tema de la boda, y bajo la cortesía de sus palabras pudo percibirse su desprecio y su envidia hacia Shigeru.

—La señora Shirakawa ha sido pupila del señor Noguchi, mi más antiguo aliado y amigo.

Iida no mencionó que Noguchi había sido derrotado por Arai. Puede que no le hubiera llegado la noticia o, tal vez, creía que nosotros la ignorábamos.

—El señor Iida me otorga un gran honor -replicó Shigeru.

—Había llegado el momento de hacer las paces con los Otori -Iida hizo una pausa, y después añadió-: Es una joven muy hermosa, aunque cuenta con una reputación desafortunada. Espero que esto no os alarme.

Un murmullo jocoso recorrió la sala. Los lacayos no llegaron a reírse abiertamente, tan sólo sonrieron con picardía.

—Opino que la reputación de la señora Shirakawa es injustificada -respondió Shigeru, con voz calmada-. Además, mientras me encuentre en Inuyama como invitado del señor Iida, no me alarmaré en absoluto.

La sonrisa desapareció del rostro de Iida, quien pasó a fruncir el ceño. Imaginé que los celos le atormentaban. La etiqueta y su propia dignidad deberían haberle impedido pronunciar las palabras que dijo a continuación, pero no fue así:

—Existen rumores sobre vos -dijo, con aspereza.

Shigeru elevó las cejas, aunque no respondió.

—Una relación duradera, un matrimonio secreto... -Iida empezó a elevar el tono de voz.

—El señor Iida me deja atónito -le cortó con frialdad Shigeru-. No soy joven. Es lógico que haya conocido a muchas mujeres.

Iida retomó el control de sí mismo y farfulló una respuesta, pero los ojos le brillaban de odio. Fuimos despedidos con forzada cortesía. De hecho, las últimas palabras de Iida fueron:

—Nos veremos dentro de tres días en la ceremonia del matrimonio.

Cuando nos reunimos con nuestros hombres, éstos estaban tensos y malhumorados a causa de las burlas y las amenazas de los Tohan que habían tenido que soportar. Shigeru y yo permanecimos en silencio mientras cabalgábamos por el camino escalonado y atravesábamos el primer portón. Yo miraba con avidez a mi alrededor, memorizando todo lo referente al trazado del castillo, al tiempo que el odio y la ira hacia Iida me atenazaban el corazón. Le mataría... por sus acciones del pasado, por su insolencia con el señor Otori y, porque si no le arrancaba la vida aquella noche, él nos mataría a los dos.

El Sol se mostraba en el oeste como una esfera acuosa. Llegamos por fin a la residencia para invitados, donde Kenji nos aguardaba. En la alcoba se apreciaba un ligero olor a humo: Kenji había quemado los mensajes de la señora Maruyama durante nuestra ausencia. Nos examinó detenidamente.

—¿Reconocieron a Takeo? -preguntó.

Shigeru se estaba quitando el manto de gala.

—Necesito un baño -dijo, antes de sonreír, como si quisiera librarse del férreo autocontrol que había estado ejerciendo-. Takeo, ¿podemos hablar?

Desde las cocinas llegaban los sonidos de los criados que preparaban la cena. De vez en cuando, se oían pisadas que cruzaban el pasillo, pero el jardín estaba vacío. Podía oír a los guardias que estaban apostados en el portón principal, y escuché cómo una chica se acercaba a ellos con cuencos de arroz y de sopa.

—Sí, pero en voz baja -respondí.

—Debemos hablar de inmediato. Acércate, Kenji. Sí, le han reconocido, Iida tiene muchas sospechas, y también recelos. Puede atacar en cualquier momento.

Kenji dijo:

—Me llevaré ahora mismo a Takeo. Puedo esconderlo en la ciudad.

—¡No! -exclamé yo-. Esta noche iré al castillo.

—Será nuestra única oportunidad -susurró Shigeru-. Tenemos que ser los primeros en atacar.

Kenji nos observó y suspiró profundamente.

—Entonces, iré contigo.

—Has sido un buen amigo -dijo Shigeru, con calma-; pero no tienes por qué arriesgar tu vida.

—No lo hago por t¡, Shigeru. Es para vigilar a Takeo -replicó Kenji, antes de volverse hacia mí-. Más vale que veas otra vez las murallas y el foso antes del toque de queda. Te acompañaré. Trae tu material de dibujo. Sobre el agua, veremos reflejado un interesante juego de luces.

Recogí mis cosas y nos dispusimos a salir, pero en la puerta, justo antes de poner el pie en el jardín, Kenji me dejó sorprendido: se volvió de nuevo hacia Shigeru y le hizo una profunda reverencia.

—Señor Otori -dijo.

Yo pensé que estaba de broma. Sólo más tarde me di cuenta de que aquello era un adiós. Yo no me despedí; tan sólo hice la inclinación de costumbre, que Shigeru respondió con un gesto. La luz del atardecer que llegaba desde el jardín le iluminaba por la espalda, y no pude verle la cara.

Las nubes se habían hecho más densas y el ambiente estaba húmedo, aunque no llovía. Con la caída de la tarde hacía menos calor, pero el bochorno persistía. Las calles estaban atestadas de gente que aprovechaba el periodo de tiempo que transcurría entre el ocaso y el toque de queda. Se chocaban constantemente contra mí, lo que me hacía sentirme tenso y nervioso, y ver espías y asesinos por todas partes. El encuentro con Iida me había alterado y una vez más había vuelto a ser Tomasu, el chico aterrorizado que había huido de las ruinas de Mino. ¿Sería capaz de escalar los muros del castillo de Inuyama y asesinar al poderoso señor que acababa de ver, quien sabía que yo era uno de los Ocultos, el único superviviente de mi aldea que escapó de sus manos? Aunque yo pretendiera ser el señor Otori Takeo o un Kikuta de la Tribu, en realidad no era ninguno de los dos. Era uno de los Ocultos; es decir, uno de los perseguidos.

Caminamos en dirección oeste, siguiendo la muralla del castillo. Mientras oscurecía, yo me alegraba de que no brillaran la Luna ni las estrellas. Desde el portón del castillo, llegaba el resplandor de las antorchas, y las tiendas estaban iluminadas con velas y candiles. Se percibía un olor a sésamo y a soja, a vino de arroz y a pescado asado. A pesar de las circunstancias, sentía hambre. Pensé en detenerme a comer algo, pero Kenji sugirió que avanzásemos un poco más. La calle estaba cada vez más oscura y nos cruzábamos con menos gente. Oí el ruido de un vehículo con ruedas sobre los adoquines, y después el sonido de una flauta. Había algo escalofriante en la música, y el vello se me erizó.

—Regresemos -dije.

En ese momento, un pequeño grupo de gente salió del callejón que teníamos enfrente. Al principio pensé que se trataba de artistas callejeros. Un anciano transportaba un carromato adornado con guirnaldas y dibujos, y una muchacha tocaba la flauta; pero al vernos la dejó caer. Dos hombres jóvenes que salieron de las sombras sujetaban peonzas: una de ellas giraba y la otra volaba en el aire. Bajo la tenue luz, parecían objetos mágicos poseídos por espíritus. Me detuve. Kenji se colocó justo detrás de mí. Otra muchacha se acercó a nosotros, y dijo:

—Acérquese, señor.

Reconocí su voz, pero tardé unos instantes en situarla.

Entonces, salté hacia atrás, esquivando a Kenji, me desdoblé y dejé mi segundo cuerpo junto al carromato. Era la chica de la posada de Yamagata, la chica de la que Kenji había dicho: "Es de los nuestros".

Para mi sorpresa, uno de los hombres jóvenes me siguió sin hacer caso de mi segundo yo. Me hice invisible, pero él averiguó dónde me encontraba. Entonces me di cuenta: eran de la Tribu y habían venido a reclamarme. Kenji ya lo había dicho, y sabía de antemano que lo harían aquella noche. Me arrojé al suelo y empecé a rodar hasta que me coloqué bajo el carromato, pero mi preceptor estaba al otro lado. Intenté morderle una mano, pero con la otra me sujetó la mandíbula. Entonces, le propiné una patada, relajé los músculos e intenté escapar de sus manos, pero no lo logré. No en vano era él quien me había enseñado todos esos trucos.

—Estate quieto, Takeo -susurró-. Deja de forcejear, nadie va a hacerte daño.

—Está bien -dije yo, quedándome inmóvil.

En el momento que me soltó, yo me separé de él y saqué el cuchillo de la funda. Pero para entonces los cinco estaban dispuestos a luchar duramente. Uno de los hombres se lanzó al ataque y me hizo retroceder hasta el carromato. Yo le asesté una puñalada y noté que había dado en el blanco. Después hice un corte a una de las muchachas. La otra chica se había hecho invisible, y saltó como un mono desde el techo del carromato, cayendo sobre mí y rodeándome el cuello con las piernas, con una mano sobre la boca y otra agarrada al cuello. Yo sabía lo que pretendía, y me contorsioné con violencia hasta que perdí el equilibrio. El hombre al que había acuchillado me tomó por la muñeca y me la retorció hasta que solté el arma. La chica y yo caímos al suelo, mientras sus manos todavía me sujetaban la garganta.

Justo antes de quedar inconsciente, vi a Shigeru con claridad. Esperaba en la habitación a que regresáramos. Intenté gritar, furioso por la inmensidad de la traición, pero me habían tapado la boca. Ni siquiera mis oídos percibían sonido alguno.

10

Caía la tarde de! tercer día desde la llegada de Kaede a Inuyama. Desde que el palanquín la había llevado hasta el castillo, se encontraba por momentos más deprimida. La fortaleza de Inuyama era aún más opresiva y aterradora que la de los Noguchi. Las mujeres que habitaban el castillo se mostraban tristes y melancólicas, pues lloraban la muerte de su señora, la esposa de Iida, que había fallecido a principios del verano. Kaede sólo había visto a su señor brevemente, pero había quedado impresionada por su presencia, Iida Sadamu dominaba la residencia, y todos temían sus cambios de humor y sus arrebatos de ira. Nadie se atrevía a hablar con franqueza. Las mujeres, de voces cansadas y ojos vacíos, dieron la enhorabuena a Kaede y prepararon para ella sus ropas de boda con manos apáticas. Kaede notaba cómo era presa de su funesto destino.

La señora Maruyama, tras su alegría inicial por encontrarse con su hija, se mostraba tensa y preocupada. En varias ocasiones pareció estar decidida a confiar sus temores a Kaede, pero en muy raras ocasiones se encontraban a solas. Kaede pasaba horas enteras intentando recordar todos los acontecimientos del viaje, intentando dar sentido a los misterios que la rodeaban, pero se percataba de que lo ignoraba todo sobre ellos. Nada era lo que parecía, y no podía fiarse de nadie, ni siquiera de Shizuka, a pesar de lo que ésta le había dicho. Kaede se veía obligada, a causa de su familia, a ser fuerte y casarse con el señor Otori. No tenía razón alguna para pensar que el matrimonio no se llevaría a cabo como estaba planeado y, sin embargo, tenía la sensación de que la ceremonia no llegaría a celebrarse. La boda le parecía tan remota como la misma Luna; pero si no se casaba, si otro hombre muriese por su culpa, no tendría más salida que su propia muerte.

Intentaba enfrentarse con valentía a su situación, pero ante ella misma no podía fingir: tenía 15 años, no deseaba morir, quería vivir y estar junto a Takeo.

El sofocante día lentamente iba llegando a su fin, y el sol arrojaba una espectral luz rojiza sobre la ciudad. Kaede estaba cansada e inquieta, y ansiaba liberarse de las capas de ropas que vestía. Deseaba que llegase el frescor propio de la noche y, al mismo tiempo, temía la llegada del siguiente día, y del que venía después.

—Los señores Otori vinieron hoy al castillo, ¿no es cierto? -dijo Kaede, haciendo un esfuerzo para que su voz no delatara la emoción que sentía.

—Sí, el señor Iida los recibió -Shizuka titubeó. Kaede notó que la doncella la miraba con lástima, hasta que ésta dijo en voz baja-: Señora... -y se interrumpió.

—¿Sí?

Shizuka empezó a hablar animadamente sobre las ropas de boda, en el mismo momento en que dos criadas pasaban por fuera de la habitación. Sus pisadas hacían trinar el suelo de ruiseñor. Cuando el sonido se había apagado, Kaede preguntó:

—¿Qué ibas a decirme?

—¿Recuerdas que una vez te conté que se podía matar a alguien con una aguja? Te voy a enseñar cómo hacerlo; uno nunca sabe cuándo va a necesitarlo.

Shizuka le enseñó lo que parecía una aguja corriente; pero, al tomarla entre sus dedos, Kaede se percató de que era más resistente y pesada, como un arma en miniatura. La criada le enseñó cómo clavarla en el ojo o en el cuello.

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