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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (2 page)

De una de las habitaciones sale corriendo Rosario, una sirvienta de mediana edad, envuelta en una cobija.

Elena no le permite abrir la boca.

—Vete al cuarto de los niños y manténlos allí callados y quietos —la conmina en un susurro.

Los golpes vuelven a sonar, ahora con más contundencia.

Elena se vuelve al portón y grita en tono desabrido:

—¿Quién es? ¿Qué quiere?

Del otro lado de las maderas, una voz angustiada replica:

—¡Soy yo! ¡Clara Valdés!

Llena suelta la palanca, corre al cuarto contiguo y abre una de las ventanas que dan a la calle. El pálido rostro de su amiga Clara asoma por entre los barrotes de la reja.

—¡Ábreme, te lo suplico! ¡Creo que me vienen siguiendo!

A la mortecina luz de la candela de sebo que encerrada en un farol alumbra la puerta de la calle, los ojos de la mujer brillan de congoja.

Elena regresa al zaguán y corre los cerrojos. Clara penetra como una exhalación y se arroja en los brazos de su amiga.

—¿Qué ocurre, Clarita? ¡Dios mío, estás temblando!

—¡Se han llevado a mi esposo!

—¿Que se lo han llevado? ¿Quién, adonde?

—Soldados de la Comandancia de Armas llegaron esta tarde a mi casa y se lo llevaron sin dar explicaciones.

La sirvienta aparece de nuevo en el corredor. Trae el gesto tranquilo. Aparentemente, los pequeños no se han despertado.

—Vamos a la biblioteca —dice Elena—. Rosario, prepara una manzanilla a la señora. ¿O prefieres algo más fuerte?

Clara niega con la cabeza.

—Traté de buscar ayuda —explica—. No la hallé y pensé venir a tu casa. En eso, oí el toque de retreta. Aceleré el paso. Vi, o creí ver, unas sombras a mi espalda y tuve miedo. ¡Qué susto, Dios mío!

Entran en la biblioteca. La luz del quinqué ilumina un cuarto con vigas oscuras, paredes blancas y piso de ladrillo. Dos estanterías bajas, repletas de libros con tafiletes granate en los lomos, corren bajo una
Trinidad.
En la pared del fondo se ordenan cuatro tintas con imágenes de ciudades europeas y, en el entredós de las ventanas que dan al corredor, cuelga la pintura de un hombre con un martillo y un cincel en las manos. La loto ovalada de un caballero de grandes patillas preside la estancia y, a ambos lados del retrato, se agrupan daguerrotipos color sepia con imágenes de la familia, diplomas caligrafiados, condecoraciones y una bendición de Pío IX.

Elena señala a su amiga un diván estilo imperio, tapizado a rayas.

—¿Has podido hablar con él? —pregunta.

—No me han permitido entrar. Don Ernesto Solís, nuestro abogado, intentó entrevistarse con el presidente, pero luego de hacerle esperar una hora, le dijeron que no podía recibirle. Nadie quiere ayudarnos, Elena. ¡Estoy desesperada! ¡Ya no sé qué hacer ni a dónde ir!

De pronto, Clara se interrumpe, sorprendida. Elena no parece comprender lo que su amiga le cuenta.

—Sabes lo que ocurre, ¿verdad? —pregunta, extrañada.

—No, Clarita, no lo sé. He estado todo el día preparando digestivos y pomadas.

—Trabajas demasiado, Elena.

—Tengo que alimentar a tres hijos.

Clara Valdés baja los párpados, en gesto de indulgencia.

—Desde hora temprana —le explica a Elena— se sabe que un grupo de militares y civiles ha querido asesinar al presidente.

Elena asiente y, como si atara cabos, aventura una conclusión.

—Y uno de los encartados es tu esposo.

Clara Valdés junta las rodillas y se lleva las manos a las sienes.

—¡Ojalá lo supiera! El Gobierno asegura que formaba parte de una sociedad secreta, llamada
El Rosario Negro
, cuyo fin, por lo visto, es restaurar el régimen conservador y el imperio de la religión católica.

—¿Y a ti te consta que tu esposo anda en esos manejos?

Rosario entra con la manzanilla. El perfume de la infusión se esparce por el cuarto y Clara recompone su gesto de congoja mientras la sirvienta deposita el azafate en una mesita de madera cubierta con un tapete bordado a ganchillo.

Elena le ofrece a su amiga una taza y una servilleta. Cuando la sirvienta sale, Clara responde:

—¿Cómo saberlo? De un tiempo a esta parte, hablábamos muy poco. Sólo sé que no tienen pruebas. Según el licenciado Solís, la acusación es del todo arbitraria, pero no sabemos mucho más. A los detenidos no les han dejado siquiera escribir una nota a sus familias.

Clara se cubre el rostro con las manos.

—No tenía con quién desahogarme, perdona. Me siento como una intrusa.

—No digas eso en mi casa. Somos amigas desde niñas.

—Cuando me percaté de que nadie podía hacer nada para mediar con el presidente, se me ocurrió que tú podrías ayudarme.

Elena detiene en el aire la taza de manzanilla.

—Pero yo no conozco al presidente —dice—. Nunca he hablado con él. Y aunque le conociese, dudo mucho que me prestara atención.

—No es eso lo que quiero pedirte.

—¿Entonces?

—Quiero que hables con cierta persona.

—¿La conozco?

Clara niega con la cabeza.

—¿Me conoce?

—Tampoco... Disculpa, Elena —se interrumpe Clara al borde del llanto—, pero no puedo dejar de pensar en qué le estarán haciendo a mi marido.

—La ansiedad es mala consejera, Clarita. No dejes que te destruya.

—No conoces al presidente. Es un desalmado, Elena, un hombre que desconfía de los jueces porque piensa que el único juez en el país es él. Por eso las familias de los detenidos están preocupadas. Temen que cometa una barbaridad.

—¿Qué clase de barbaridad?

Clara vacila unos instantes, antes de decir:

—Fusilar a los detenidos sin más trámite.

—Olvida eso, Clarita. Nadie va a fusilar a tu esposo sin juicio previo.

—Bien se ve que has estado mucho tiempo fuera. Créeme, Elena, la vida tiene aquí poco valor. Y la de mi esposo está en manos de un presidente que no respeta nada ni a nadie. Todos tiemblan ante él por eso.

—Menos esa persona de que hablas —dice Elena, bajando la voz.

—Menos esa persona.

—¿Hace mucho que no la ves?

—Años... Bueno, la he visto alguna vez en el teatro, en la calle, pero siempre de lejos.

—¿Y esa persona conoce al presidente?

—Tuvo mucha cercanía y cierta afinidad con él hace tiempo, y sé que entre ellos existe una deuda de honor.

—Y el deudor es el presidente, supongo.

—Sí.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer?

—Hablar con esta persona. Pedirle que medie por mi esposo. El presidente no se negará a recibirle.

—Se trata de un hombre, entonces.

Clara asiente con un gesto.

—¿Y qué te hace pensar que ese hombre me hará más caso a mí que a ti?

Clara se pone bruscamente en pie.

—No debí venir a tu casa, Elena. Siento haberte molestado.

—Vamos, Clarita, serénate. No fue mi intención herirte.

—Es mejor que me vaya.

Elena la toma por los hombros.

—¿A estas horas? ¿Estando como están las cosas ahí fuera? Por favor, Clara, sé razonable. El Gobierno ha de estar buscando sospechosos en todos lados.

Clara Valdés vacila. Ni el aplomo ni la confianza que le ofrece su amiga parecen suficientes para calmar su inquietud.

—Esta noche te quedas a dormir aquí y mañana, a primera hora, vemos qué se puede hacer.

Elena sale al corredor y llama a la sirvienta.

—Rosario, prepara una cama para la señora. Y tráenos un pichel con agua y dos vasos.

Cuando regresa al escritorio, repara que su amiga está llorando. Elena se sienta a su lado, la abraza.

—Ten ánimo. De noche, siempre se ven peor las cosas.

—Siento que no tengo fuerzas para soportar todo esto. Si no fuese por mis niñas...

Elena estrecha con fuerza a su amiga y cuando advierte que los suspiros de Clara comienzan a espaciarse, se aparta de ella y le pregunta, solícita:

—¿Quieres comer alguna cosa? Tengo fiambre recién hecho.

—Gracias. No tengo apetito.

—¿Prefieres dormir?

—Estoy cansada, pero tampoco tengo sueño.

Elena guarda silencio unos instantes y, adoptando un tono más íntimo, le pregunta a su amiga:

—Dime entonces por que ese hombre de quien hablas escuchará lo que tengo que decirle y qué es lo que quieres que le diga.

Clara Valdés alza la mirada al retrato del escultor y observa la expresión del personaje, un hombre de ropa raída, mirada estoica y peluca dieciochesca. Parece haber concluido la obra que se yergue a sus espaldas, en la penumbra: la estatua de un hombre desnudo.

—Es difícil de explicar —responde Clara.

—Todo lo que tiene que ver con el amor es difícil de explicar.

—¿Cómo sabes que hablo de eso?

—Porque creo conocerte.

A las facciones de Clara acude una mueca de resignación.

—Un mundo desaparece cada día, Elena. Se van personas, memorias, costumbres. Y cuando vienes a darte cuenta, habitas un lugar extraño que cada vez entiendes menos, quizás porque lo que recuerdas va dejando poco a poco de existir.

—Y lo que hubo entre tú y ese hombre ya no existe.

—Una vida pasó por nosotros sin que nos percatáramos de ello. Una vida, Elena. La revolución fue un vendaval que nos hizo viejos de golpe y se llevó sin piedad lo que él y yo más queríamos.

Elena muestra un atisbo de sonrisa.

—Nunca me contaste esa aventura.

—Vivías fuera del país. Y cuando volviste, no tenía ningún deseo de contarla.

—Tendrías tus motivos.

—Uno sólo: olvidarle.

—Y no le has olvidado, por lo visto.

—No.

—¿Y él a ti?

—Eso no lo sé.

—Y quieres que yo lo averigüe.

Clara responde con una evasiva.

—No tengo derecho a pedírtelo...

—Siendo por ti, no me cuesta, pero debes darme argumentos para convencer a ese hombre.

—Cuesta tanto recordar lo que una no quisiera.

Al pronunciar estas palabras, Clara experimenta un escalofrío. Elena se levanta del diván, abre un gavetero y extrae una frazada. Se sienta junto a su amiga, le abriga el regazo y sonríe.

—Siempre se te dio bien contar historias y aún nos queda la noche, Scherezade.

—Ojalá tuviera mil y no una. Cuando menos podría alargar con ellas la vida de mi esposo. Pero la única persona que podría ayudarme, dudo que me quiera escuchar y yo no me atrevo a hablar con ella. Por eso he venido a verte. No tengo más opción que tú para sacar a mi esposo de este trance.

Vuelve de nuevo los ojos al retrato del escultor, tras cuya mirada, muy viva, asoma un rictus de desaliento. Clara no podría asegurar si esa expresión se debe al abatimiento que se apodera de todo creador y todo artista cuando termina su obra sin haber logrado expresar lo que su imaginación ha concebido, pero sí identificarse con el derrumbe anímico que, en apariencia, sufría el retratado cuando le atrapó el pintor.

—Es una copia de un cuadro de Duplessis —le dice Elena—. Se la compró mi padre en París a un pintor de bulevar.

Aunque sorprendida en su divagación, Clara no deja, empero, de observar al artista del martillo y el cincel.

—La persona de quien te hablo —explica con aire distraído— decía que la existencia ha de ser un constante esculpirse a uno mismo, un ascenso sin asueto ni pausa hacia cotas más altas de conocimiento y autoestima. Pero este escultor no parece muy feliz, luego de haber tallado la que pareciera ser su mejor obra.

Clara se sube la frazada a los hombros y, confortada por el abrigo, musita:

—Veníamos de la oscuridad, buscábamos la luz con ansia. ¿Cómo la luz pudo cegarnos tanto?

I. Rebeldes
1. Un toro anda suelto

Nueva Guatemala de la Asunción,

ocho años antes

No era todavía un país, por más que se esforzaba en serlo. Era un paraje remoto de geografía montaraz donde una aristocracia indolente gobernaba de la mano de generales y obispos a un pueblo embrutecido por la ignorancia y la superstición. La conciencia de soberanía estaba limitada a unos pocos. Los símbolos de la República se ornaban con mensajes sagrados. En su enseña aún tremolaban, insertos, los listones rojo y gualda de la bandera española. El himno nacional no existía. Y a falta de otro recurso para expresar su patriotismo, una minoría inconforme cantaba La Marsellesa, en tanto una mayoría devota salmodiaba con fervor la Salve.

El quietismo tutelaba aquel postergado territorio de soledades oceánicas y de ignorancias recíprocas donde el tiempo, como dimensión de la vida, carecía de entidad. Todo era allí parsimonia y espera. Sus escasos y dispersos habitantes sobrevivían en estado natural y tan apartados unos de otros que apenas se conocían entre sí. El territorio carecía de ferrocarriles, telégrafo, industrias y agua entubada. Las noticias se difundían con palomas y caballos. El correo del exterior llegaba una vez al mes. Y las diligencias se movían por imposibles caminos a razón de diez kilómetros por hora. La libertad era nula. El orden, precario. La justicia, parva y pobre. Y los jueces tan escasos que las personas no temían a las leyes, sino al castigo corporal de los caciques y a las truculentas admoniciones de los clérigos. De ahí que las agresiones y afrentas se resolvieran a menudo en duelos ilegales o tomándose cada uno la justicia por su mano.

En el corazón de aquel territorio se asentaba un valle, llamado de la Ermita, y en un extremo del mismo, una pequeña ciudad. Monástica y provinciana, vivía casi exclusivamente del comercio, la cochinilla y unas pocas actividades artesanales. Quienes la visitaban decían de ella que era triste, desaseada y hostil. Muy pocos hablaban idiomas, a los extranjeros se les tenía por herejes y las posadas carecían de confort. Sus casas, sobrias y sin estatura, se alzaban por lo común en torno a un patio al cual daba sombra un sauce, un encino o un frutal. En algunas calles crecían naranjos cuyas fragancias ahogaban los hedores más hirientes. Otras no tenían más adorno que la alfombra de lechuguilla que emergía de los desagües a ras de tierra.

Mas con todo y sus áreas despobladas, sus semovientes sin custodia, sus charcas, sus inmundicias y sus tapias encaladas que le daban en algunas partes un aire de cementerio, la ciudad tenía veinticinco fuentes públicas, una plaza de toros, veintidós iglesias, monasterios y conventos cuyas dimensiones abrumaban la modestia de las casas, un teatro que evocaba el Partenón (según la minoría irreverente) o el templo de la Madeleine (según la mayoría devota), y una gaceta semanal que difundía noticias tales como el anuncio de algún jubileo, el extravío de un reloj de bolsillo o el número premiado de la lotería de La Habana.

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